Por Alberto Rodríguez Varela
Celebramos hoy los seis años de JUSTICIA Y CONCORDIA que ha efectuado a lo largo de la década una meritoria labor en defensa de valores fundamentales sistemáticamente vulnerados en la Argentina. Porque la asimetría y la discriminación, características de estos años difíciles, son incompatibles con la justicia. Además, la prédica constante de la discordia ha significado un menosprecio de la unión nacional que es uno de los grandes objetivos del preámbulo constitucional.
Debo, en primer término, enaltecer y agradecer la asistencia permanente por Justicia y Concordia a las personas injustamente privadas de su libertad y sometidas a enjuiciamientos penales en los que se prescindió de los derechos y garantías que conforman el debido proceso. La visita semanal a las cárceles, además de configurar un ejemplar cumplimiento del mandamiento del amor al prójimo, confortó a los detenidos y sirvió para que no perdieran la confianza en el advenimiento de tiempos mejores.
No quiero referirme hoy a las horribles modalidades de nuestra última guerra interior, con su carga de excesos y extralimitaciones por parte de los partícipes en pugna. Creo que ha llegado el momento de dejar esa tarea a historiadores genuinos que tengan por regla la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad y no el armado de un relato cargado de asimetrías y falsedades. Urge ahora buscar caminos de paz que conduzcan al reencuentro de los argentinos, sin odios ni revanchismos, con disposición para el perdón y la misericordia.
En cambio, considero oportuno señalar una asignatura pendiente. Me refiero a la forma como se ha evaluado, por un lado, a partir del gobierno que asumió en diciembre de 2003, la actuación cumplida por quienes iniciaron nuestra terrible guerra interna de los años setenta, con asesinatos incalificables, secuestros seguidos de muerte, asaltos a bancos, extorsiones y otros hechos vandálicos hasta sumar un total de 20.642 entre los años 1969 y 1979.
Por otro lado, veamos lo ocurrido hasta hoy con los integrantes de las Fuerzas Armadas, de Seguridad y Policiales que enfrentaron la agresión, en cumplimiento de decretos firmados por la viuda de Perón e Italo Luder y refrendados por todos sus ministros. Esas fuerzas, al ejecutar la orden de aniquilar el accionar terrorista, defendieron a la sociedad agredida, pero en el transcurso de las operaciones se cometieron excesos y extralimitaciones. El Presidente Alfonsín optó por ordenar el enjuiciamiento tanto de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas como de las cabezas de las organizaciones subversivas.
Después de la sentencia dictada en la causa 13/84 en la que se condenó con penas severas a varios comandantes, algunos dirigentes de las organizaciones subversivas fueron detenidos y sometidos a juicio. Empero, el criterio inicial de procesar sólo a las cabezas de las FF.AA. y del terrorismo, fue modificado cuando comenzó una persecución judicial dirigida sólo contra todos los niveles jerárquicos de las fuerzas legales. La situación llegó a su extremo cuando se detuvo a un cabo de una policía provincial. Finalmente, a propuesta del Poder Ejecutivo, se sancionaron las leyes de punto final y de obediencia debida que extinguieron todas las acciones penales promovidas contra ambos contendientes. Además, con relación a oficiales superiores y jefes guerrilleros, se dictaron en 1989 y 1990 indultos que extinguieron todas las acciones y penas privativas de la libertad. Tanto esas leyes sancionadas por el Congreso como los indultos que en 1989 y 1990 dictó el Presidente Menem, fueron examinados y homologados por el Procurador General de la Nación, doctor Andrés D’Alessio, quien se había desempeñado como juez en la causa 13/84 seguida a los comandantes, y declarados constitucionales por la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
A partir de 1991 los argentinos pudimos considerar que estábamos en condiciones de iniciar un camino que nos condujera hacia una genuina consolidación de la paz interior, sin exclusiones arbitrarias. Ello importaba volver a un cauce que nunca debimos abandonar y que remonta al tiempo en que se consolidaba la organización constitucional de la República, después de la batalla de Cepeda, mediante la suscripción del Pacto de Unión Nacional del 11 de noviembre de 1859 que amnistió todas las extralimitaciones cometidas en el curso de las guerras civiles. Entre esas graves transgresiones figuran el llamado a degüello, las ejecuciones de los vencidos a lanza y cuchillo y otros hechos que hoy serían considerados de “lesa humanidad”.
A partir de diciembre de 2003, se abandonó la bandera de la concordia que levantaran Alfonsín y Menem. Fue reemplazada por un relato asimétrico en el que los agresores pasaron a ser “jóvenes idealistas”, premiados con suculentas indemnizaciones cuyos montos sugestivamente fueron guardados en reserva, y convocados, en algunos casos, para altas funciones públicas.
En contraste con esa política de perdón asimétrico, los integrantes de las fuerzas armadas, policiales y de seguridad y algunos civiles, vulnerando en su perjuicio el principio de legalidad, la sacralidad de la cosa juzgada, la irretroactividad de toda norma penal, y otras garantías del debido proceso, fueron sometidos nuevamente a enjuiciamientos por hechos cuyas acciones penales habían sido declaradas extinguidas en las instancias de la justicia federal. No conformes con esa arbitraria reapertura de causas, se les denegó el beneficio de la detención domiciliaria, modificando contra la letra y el espíritu de la ley de ejecución penal, la jurisprudencia vigente, se los internó en establecimientos carcelarios inadecuados para hombres mayores, muchos de ellos octogenarios, se los privó de elemental asistencia médica, y se provocó por omisión de deberes la muerte de verdaderas víctimas de esta política inhumana.
Santo Tomás enseña en la Suma Teológica que la misericordia es cierta plenitud de la justicia. Empero, en el caso de los hombres privados de su libertad en las condiciones que he mencionado, no se ha administrado justicia porque esta virtud fundamental es incompatible con la asimetría que se ha observado en los últimos doce años. Justicia asimétrica no es justicia, es arbitrariedad, simple exteriorización de la voluntad de quien tiene poder para ejecutar esa desviación. La discriminación de la que se ha hecho uso y abuso a lo largo de la década colmando de honores, cargos públicos e indemnizaciones a quienes agredieron con actos vandálicos a la sociedad argentina y la simultánea imposición de penas gravísimas a quienes la defendieron incurriendo también en excesos y extralimitaciones, es algo que hiere la conciencia moral y que reclama urgente reparación.
Han transcurrido cuarenta años desde nuestra guerra interior y todavía no hemos podido afianzar y consolidar la paz entre nosotros.
Si contendientes como Francia y Alemania pudieron reconciliarse y forjar la unión europea, sin permitir que odios y resentimientos les impidieran concretar sus propósitos; si el general Mac Arthur y el Emperador Hiroito, a pesar de la huella dejada por la violencia extrema de la guerra del Pacífico, especialmente por el horror de Hiroshima y Nagasaki, pudieron trabajar en forma mancomunada para lograr la resurrección de Japón ¿cómo es posible que los argentinos, una y otra vez, hayamos extraviado el camino que conduce al reencuentro fraterno entre todos, sin discriminación alguna; al perdón recíproco por todas las extralimitaciones cometidas en el curso de nuestra guerra interior, a la reconciliación y a la paz?; ¿por qué no supimos emular a los españoles que, después de un enfrentamiento civil terrible, entre 1936 y 1939, con un número de bajas que asciende a centenares de miles de muertos heridos y mutilados, hallaron un punto de encuentro en el que cerraron la revisión del pasado, proclamando que esa decisión era y es el principio y fundamento del actual régimen político?
En la República Argentina, es hora de poner fin a la discordia. Debemos reemplazarla por la concordia, la unión de corazones. Se ha dicho, con acierto, que “un pueblo con el corazón partido, no es una nación”. Tampoco puede “afianzar la unión nacional” ni “consolidar la paz interior”, claros objetivos del Preámbulo.
Hay que dar paso a una Justicia sin asimetrías que la desnaturalizan y, con base en ella, alcanzar la misericordia que, como dije al principio, es la “plenitud de la justicia”. Debemos encaminarnos de forma irreversible, hacia la pacífica convivencia, el perdón y la reconciliación. El Papa Francisco inaugura el mes próximo el año de la misericordia. Es este un marco auspicioso para tirar por la borda los odios y revanchas que ensucian nuestra pacífica convivencia.
Los instrumentos jurídicos que nos permitirán iniciar esa marcha son la Constitución Nacional, la Convención Americana de Derechos Humanos, el Pacto de Derechos Civiles y Políticos, y las normas penales y procesales rectamente interpretadas y correctamente aplicadas. No es lo que viene ocurriendo desde hace doce años. Por ello, revertir esta desviación constituye la gran asignatura pendiente.
La actual situación es consecuencia del abandono que se hizo, en el curso de los últimos doce años, de la jurisprudencia que, de modo general, sin discriminaciones ni irritantes asimetrías, fijó anteriormente la Corte Suprema, con acuerdo de la Procuración General de la Nación, cuando examinó las normas que extinguieron las acciones penales promovidas contra integrantes de las organizaciones subversivas y miembros de las fuerzas armadas, de seguridad, policiales y civiles, declarando su constitucionalidad porque consideraron inadmisible vulnerar el principio de legalidad y las demás garantías del debido proceso.
Las históricas e irrefutables disidencias del Ministro Carlos S. Fayt con el antes señalado desvío jurisdiccional, alumbran el camino que tendríamos que recorrer para volver a un cauce jurisprudencial que nunca debimos abandonar.