“El siglo XXI será espiritual o no será”, frase atribuida al escritor y filósofo francés André Malraux y que si bien no aparece en ninguno de sus textos, el intelectual argentino Carlos Floria afirma que fue pronunciada durante una entrevista que le realizó en 1963 mientras ejercía como Ministro de Cultura de Francia. (Floria dirigía la revista católica “Criterio.”)
Como sea, nos interesa comenzar este trabajo con dicha cita pues sintetiza lo que ha sido idea de varios pensadores durante el Siglo XX. En efecto, no pocos fueron quienes apreciaron, para este tercer milenio, el arribo de la hora de la espiritualidad.
Incluso el sociólogo polaco Zygmunt Baumant escribió: “Nuestro continente perecerá si no constituye una referencia espiritual clara”. Refiriéndose a Europa que, según pareciera, eligió el sendero que conduce hacia el abismo; al menos en este sentido.
Ante todo hay que recordar que, en tiempos de la segunda parte del Siglo XX, la idea arquetípica predominante fue que ciencia y tecnología aunadas, habrían de traernos aquellas bonanzas que Occidente (y el Oriente occidentalizado) anhelaban como hechos supremos.
A punto tal fue así que hubo autores que imaginaron al homo ludens para el año 2000 y otros convencidos de que, para esa fecha, estaríamos viajando por el espacio de un planeta a otro, sin enfermedades, muy longevos y con poco esfuerzo. Precisamente el concepto de homo ludens refiere a la aparición del humano que privilegiaría su tiempo diario para diversiones y entretenimientos.
Habida cuenta que nos toca transitar estas primeras décadas del tercer milenio innecesario es señalar que ninguna de tales hipótesis (nos animamos a decir “deseos colectivos” y por eso los llamamos arquetípicos) tuvieron concreción.
De manera tal que las búsquedas materiales sostenidas desde la ciencia y la tecnología no disminuyeron el malestar individual y social. Por el contrario, ese malestar (que podemos definir como “vacío existencial”) se incrementó.
Como reacción de cierta intensidad y sentido contrario, era esperable que la persona buscara respuesta en la espiritualidad.
Más antes de seguir cabe preguntarse a qué llamamos “espiritualidad.” Si hojeamos diarios y revistas, escuchamos ciertos programas radiales o vemos algunos programas televisivos, notaremos que se confunde espiritualidad con aquellos temas que conformaron la New Age: Astrología, reencarnación, desarrollo del poder mental, Parapsicología, yoga, meditación, Psicología Transpersonal, naturismo, macrobiótica y temas conexos. Lo cierto es que si bien todos éstos componen valiosas herramientas para un mayor conocimiento de uno mismo, no son espiritualidad. Como tampoco lo es la práctica de una religión ni el ejercicio del esoterismo.
Quienes si tuvieron un profundo conocimiento de qué es y de cómo se logra la espiritualidad, fueron – en Occidente – quienes vivieron en tiempos pretéritos; aunque – como bien denuncian autores como René Guénon y Elémire Zolla – esto empezó a revertirse a partir de los acontecimientos generados por Felipe IV, rey de Francia. A partir de entonces la espiritualidad fue pasando a segundo plano hasta, casi, disolverse durante el Siglo XX.
Francisco García Bazán, basándose en Pablo (14, 6 -12) 1 Cor., expresa que “el discurso espiritualmente inspirado debe ser inteligible, para que sea útil a los demás y si se aspira a los dones espirituales, se debe procurar que sean para el bien de la asamblea.”
De manera que cuando nos referimos a espiritualidad sobre lo que estamos tratando es esa particular integración de la inteligibilidad con el uso de la fuerza de voluntad. En este punto hay que definir “voluntad” para no confundirlo con definiciones usuales en la Psicología. En el orden del ejercicio de la espiritualidad, voluntad es la capacidad exclusiva de la especie humana, de que – a partir de lo obtenido y hecho inteligible – la persona sea capaz de tomar decisiones (actuar, no actuar), haciéndose cargo de las consecuencias que ello conlleva y entendiendo que es allí – y no en otro momento – cuando está realizando el ejercicio pleno de la libertad. Libertad que, al alcanzar su plenitud, concreta el bien superior a que puede aspirar cualquier humano durante su encarnación; lo que la convierte en única e irrepetible.
Es por esto que, para conseguir el real ejercicio de la espiritualidad, cada uno necesita tiempo diario suficiente para la soledad y la contemplación.
Exactamente lo opuesto de lo que ofrece el mundo actual que es pura atención hacia lo externo, lo ajeno; en particular, hacia el autoengaño generado por la atención a lo banal e intrascendente.
Puede decirse entonces también que espiritualidad es el vínculo que se establecerse entre la persona y la divinidad. Queda claro que estamos ocupándonos de algo del orden de lo no físico. Lo espiritual es intangible pero es inteligible para quien se ha permitido el tiempo suficiente requerido por la introspección en soledad y la contemplación.
Esto que acabamos de señalar explicará a muchos el por qué de tantas personas a las que se denomina “santas” eligieron retirarse a ermitas, cavernas, bosques o monasterios haciendo, inclusive, votos de silencio.
Personas contemplativas han habido siempre, tanto en Oriente como en Occidente.
La búsqueda hacia el encuentro de lo espiritual siempre ha utilizado los mismos senderos para su logro. No requiere la incorporación a una religión determinada pero si exige la certeza de que somos mucho más que un conjunto de reacciones físico químicas, de que llevamos el soplo divino en nuestra esencia.
El gran desafío es apartarse de las insistentes propuestas consumistas, superficiales, que hacen impotente al humano al describirlo sólo como materia y atreverse a transitar el sendero que lleva a la inteligibilidad de los mensajes intangibles de lo espiritual que son reales señales del rumbo que nos conduce a la serena Armonía cumpliendo los designios de la arquitectura trazada por el Omnipotente.
por Lic. Antonio Las Heras
FUENTE: Publicado en el Tribuno de Salta on line