Una instantánea del sistema que enfrentamos
Cada día podemos tomar una instantánea de la lucha en torno al dominio del poder judicial. Ellas muestran sucesivos avances, retrocesos para tomar nuevo impulso hacia adelante, escaramuzas constantes. No es un conglomerado de demasías y corruptelas aisladas entre sí. Tenemos enfrente una acción sistemática de adquisición y concentración de poder sobre la rama judicial, a partir de circuitos de retroacción que se van potenciando entre sí, con manifestaciones normativas, políticas, mediáticas, económicas, financieras y de adoctrinamiento. En este campo, el de la justicia, nos enfrentamos y nos enfrenta un sistema.
El primer e inmediato objetivo de esta acción sistemática es obtener indemnidad para la ex presidente y sus acólitos, cuestión ya tratada con profundidad y brillantez.
El objetivo mediato es el establecimiento de un régimen político hegemónico, que asegure la continuidad, preferentemente dinástica. Para eso se requiere que la rama judicial, el ministerio público y los mecanismos de designación y remoción de los magistrados y funcionarios están bien disciplinados y respondan a las directivas del poder.
Veamos cuáles los senderos que van convergiendo para facilitar aquella acción sistemática. A comienzos de los años 70 surge en Italia un movimiento del “uso alternativo del derecho”. Mientras el ejecutivo y el legislativo permanecían loteados entre la vieja clase política, la rama judicial debía asumir, por la vía creativa del derecho, la función transformadora y revolucionaria. Esa actitud creativa de la judicatura, desligándose de la norma existente, debía concentrarse en la dialéctica reaccionario (el derecho recibido)/progresista (el derecho creado). La administración de justicia se politiza así, más allá de lo que toda formulación jurídica implica de politicidad, hasta convertirse en parcial, ideológica, tronantemente partidista. Surge la sindicación de los magistrados en “Magistratura Democrática”, que será “Justicia Democrática” en España y, más tarde, “Justicia Legítima” entre nosotros. Llegamos así a mediados de los 80. Los antiguos revolucionarios se han hecho pragmáticos, algo descreídos acerca de cambiar la historia, tentados por el mundo de los negocios. El conflicto principal conservador/progresista sigue manejando el lenguaje forense, pero ahora no al servicio del proletariado sino de la propia promoción del grupo. La militancia es puerta de acceso a la magistratura y vía regia para los ascensos. Por otra parte, el agrietamiento de las instituciones ejecutiva y legislativa lleva a un aumento de la judicialización de la política, lo que aumenta la cuota de poder de la magistratura militante. Y sobre la dialéctica reacción/progreso se monta una corriente de ultragarantismo y cuasi abolicionismo penal, donde destaca Luigi Ferrajoli y, entre nosotros Eugenio Zaffaroni. Por otra parte, en esta apretadísima síntesis, los 90 muestran el desarrollo de una corriente, el neoconstitucionalismo, que señala el fin del Estado de derecho clásico, centrado en la figura del legislador, a ser sustituido por el Estado constitucional, cuyo protagonista es el juez. El juzgador debe apoyar su sentencia en principios, muchos de ellos postulados “ad hoc”, que extrae de la constitución, no de la local, sino de lo que Kant llamó la “constitución cosmopolítica”, conformada por los tratados posmodernos sobre derechos humanos. De esta fuente surgen valores y, en una sociedad pluralista y multicultural como la actual, debe el juez dirimir conflictos de principios y valores ponderando, esto es, pesando, en un ejercicio subjetivo, cuál de esos principios y valores prepondera.
La ley es dejada de lado. El desprecio a la ley puede provenir de dos fuentes. Una es cuando los destinatarios advierten que no se trata de una ordenación de la sociedad en vistas al bien común, sino de un artilugio hecho a medida de un grupo de presión e influencias. Muchas veces, el desprecio resulta del espectáculo de cómo los cuerpos legislativos despachan las leyes, o más bien las reciben hechas, como ha ocurrido entre nosotros al registrar nuestro Congreso, al barrer y sin discrimen, los DNU del Ejecutivo dictados durante la emergencia de la pandemia, con poderes extraordinarios no autorizados por ley alguna. Pero otra fuente de desprecio a la objetividad de la ley, esa “razón sin pasión” que decía Aristóteles, proviene de las corrientes jurídicas que muy rápidamente he sintetizado y, en especial, de las que confluyen bajo el rótulo de neoconstitucionalismo. Tuvimos un ejemplo muy claro de este menosprecio de la ley y de los fundamentos clásicos del derecho cuando, a partir de la asunción de la presidencia por Néstor Kirchner, volviendo nuestra Corte Suprema sobre sus propios pronunciamientos, y dejando de lado las leyes, la Constitución y las convenciones internacionales con jerarquía constitucional se estableció, con la solitaria disidencia del doctor Carlos Fayt, una justicia de dos velocidades, una para las causas comunes y otra para aquellas causas de “lesa humanidad” donde no rigen las garantías fundamentales, según ha venido señalando desde hace mucho la Asociación de Abogados por la Justicia y la Concordia, a la que pertenezco. Y no sólo con aquella composición de la Corte Suprema tuvimos estas demasías. Nuestro alto tribunal actual había decidido que correspondía aplicar el llamado “2 x 1”, la ley penal más benigna, en un caso de “lesa humanidad”, como la ley autorizaba. Pergeñó entonces el Congreso una extravagante “ley interpretativa” que abolía tal aplicación, pero que jamás podía obrar con efecto retroactivo. Entonces nuestra Corte, con la ahora solitaria disidencia de su presidente, el doctor Carlos Rosenkrantz, dio vuelta su fallo anterior, en el sentido de inaplicar el beneficio. Un jurista, el doctor Andrés Rosler, se sintió obligado a publicar un libro cuyo título expresa una verdad del doctor Perogrullo, tan obvia como imprescindible para que la tuvieran presente nuestros ministros del supremo tribunal: “La Ley es la ley”.
Imaginemos ahora un desguace total del poder judicial y del ministerio público, así como el manejo a voluntad del Consejo de la Magistratura, bajo un gobierno que ya sin tapujos pretenda moldear la vida política y social con una ideología “progresista” y neblinosamente “revolucionaria” –“socialismo siglo XXI, Foro de San Pablo, Grupo de Puebla, etc.- , sobre un entramado político y financiero de influencias y negocios que aseguren el dominio de una nueva clase privilegiada sobre la masa de población reducida a la subsistencia y la subciudadanía. Tal sería la culminación de la acción sistemática señalada al principio. Los integrantes del “poder judicial”, del ministerio público, del Consejo de la Magistratura estarían reducidos a marionetas del círculo de poder. Recordemos que cuando se habla de independencia judicial –para la que nuestra Constitución ofrece algunos resguardos- nos referimos ante todo a la integridad, independencia práctica y libertad de espíritu de los que integran el cuerpo. Y estos atributos no pertenecen propiamente a la esfera del “poder” sino, de acuerdo con la antigua distinción romana, a la esfera de la “autoridad”, al saber jurídico y la voluntad de búsqueda de lo justo del caso, socialmente reconocido y refrendado por el ejemplo, el único argumento efectivo en la vida civil. Que hay aún jueces así en nuestros cuerpos tribunalicios, es muy cierto. Que su excelencia está opacada por la sombra del sistema que pretende su sujeción, es muy cierto también. Que se ha logrado echar sobre nuestra agencia judicial un manto de descrédito, lo dicen los sondeos de opinión. Aún estamos a tiempo de remontar la lucha por el poder judicial a que nos enfrenta la acción sistemática que busca anularlo, a condición de tener en claro cuáles son las causas de que el mal avance, y que no se trata de descontentos aislados gestionables con cambalacheos de pequeña política. Un sistema se hunde por inadaptación a las circunstancias o bajo el peso de sus contradicciones internas. Allí están los puntos donde debemos actuar de consuno.-
por Luis Maria Bandieri