Regresé a mi pueblo tras una larga ausencia. Todos nos conocíamos, y pregunté por alguien al que pronto noté su falta. Era el fraile que cuidaba de la grey. Al interesarme, señalaron con gesto poco acogedor hacia el caserón que se destacaba en la cima del monte. Debía de ser ya nonagenario, y concluida su labor pastoral dedicaba su tiempo a la ciencia, de la que siempre fue adicto.
Decían que se había convertido en huraño y cuchicheaban que, habiendo sido durante el tiempo que permaneció pastoreando las almas un hombre sumamente recto, fomentando entre los lugareños la virtud, ahora, se dejaba de cuando en cuando entrever en las noches oscuras, carentes de luna, exhibiendo la compañía de una hermosa mujer mucho más joven. Además, tenía fama de oscurantista. De persona que ha pactado con el diablo, pues convive con extrañas criaturas. Yo, por mi parte, hombre versado y mundano decidí acudir a visitarle.
A pesar del paso de los años, mantenía la misma fisonomía. Vestía el hábito de san Bruno, manteniendo la capucha echada atrás, de modo que me era posible contemplar su fisonomía sin mayor impedimento. Una vez allí me pidió que le acompañase a almorzar.
Nos sentamos a la mesa e hizo sonar una campanilla. En tanto que el sirviente nos traía una bebida observé algo que me llamó la atención. Tenía unas manos grandes y negras; la palma era por contraste, rugosa y blanca. Intrigado, recorrí su figura con la mirada, quedando asombrado. Aquella criatura, revestido el tronco por un peto de tirantas y las piernas por unos largos pantalones, poseía unos brazos excesivamente largos y peludos. La miré con aire petrificado, dándome cuenta que había comprendido mi extrañeza, mostrándome una sonrisa cínica a través de su impoluta dentadura, en la cual se destacaban dos enormes colmillos. No acababa de dar crédito a lo que mis ojos contemplaban. ¡No podía ser! ¡No era humano! Era un chimpancé. De inmediato di un respingo, que casi me cuesta asentar mis posaderas sobre la mesa. Mi anfitrión me dijo que me tranquilizara, en tanto que el antropoide permanecía impertérrito, como correspondería a un educado mayordomo. Luego, hizo un gesto y el animal volvió sobre sus pasos, desapareciendo tras una puerta.
― Comprendo su sobresalto- me dijo- pero no debe tener temor alguno. Manuel es completamente manso. He pasado años dedicado a la investigación y el chip que le implanté en su cabeza le hace obedecerme en todo. De esta manera, dispongo de un servidor gratis.
Mientras me hablaba, me fijé en su rostro. Tenía una extraña nariz. Era postiza; parecía de platino. Hice ademán de decirle algo, pero me contuve. Él, muy observador, me hizo un comentario.
― No es lo que piensa; no ha sido el mono. Lo hicieron los hombres del pueblo, supersticiosos y celosos del progreso- apostilló.
No osé insistir. Bebimos el exquisito caldo, y el animal nos sirvió la comida. Esta vez, aun mirándole con obsesión, lo acepté sin dramatismos.
― Supongo que le habrán contado ciertas historias sobre mí; quiero que compruebe la realidad por sí mismo.
Y sin dejarme reponerme, accionó un mando a distancia, descorriéndose las cortinas que ocultaban un escenario tipo proscenio, apareciendo una orquesta de extraños músicos. Eran todos autómatas, a tamaño natural, vestidos con una camisa blanca, pantalón oscuro y zapatos negros. Cada uno se encargaba de tocar un instrumento; fuese de viento (había un saxofón, una flauta y un clarinete); de cuerda (arpa, violín, chelo) o percusión (timbal y platillos). Acto seguido, mirándome con complacencia, pulsó otro y los músicos de metal comenzaron a interpretar una melodía. Programados los artilugios, nos amenizaron el buen yantar (como paso por ser un hombre prudente, no quise preguntarle si la comida la había cocinado el mono).
Percibiendo mi éxtasis, me dijo durante los postres:
― Permítame que le presente a mi androide preferido. Bueno, no- matizó- mi preferida es otra.
Accionó el botón rojo del mando y se presentó ante nosotros un robot con apariencia humana. Su cabeza se asemejaba a una escafandra y tenía dos ranuras, a modo de ojos, emitiendo constante tintineo las dos lucecitas rojas que brotaban de su interior; también una abertura con forma de boca. Caminando basculante, se nos aproximó.
― ¿Qué desea el señor? – preguntó con voz latosa y ahuecada.
― ¡Ande, pregúntele usted! – me invitó.
Después de dudar, me decidí a hacerlo.
― ¿Qué día es hoy?
El cacharro me respondió con precisión. Miré a mi convidante, y asintiendo, volví a interpelarle. Pero cada vez que lo hacía, su respuesta era igualmente precisa. Luego, el viejo le ordenó que se marchase.
― ¡Admirable! – no pude menos que decirle.
Como si el adjetivo sirviera de conjuro, comenzaron a piar un grupo de pájaros coloreados; a batir sus alas otro de mariposas. Advirtiéndolo, aquellas pequeñas máquinas nacidas al amparo del ingenio de mi anfitrión, quisieron saludar mi presencia.
― ¡Fantástico! ¡Fantástico! – se me escapó la lisonja.
― Esta es mi ciencia, mi querido amigo- me replicó- Máquinas que he creado y que imitan los movimientos de los seres animados. Otros, antes que yo, también crearon artilugios. Fueron notables los autómatas de Vaucanson; el águila voladora de Regiomontano; las cabezas parlantes del abad Micol; e incluso las máquinas de Leonardo. Pero todo esto viene de antes. Fíjese, que en siglo XIII se le atribuía al rabino Ye´hiel construir autómatas que le servían como fieles criados; también haber dotado a su casa de un sistema de seguridad, que le permitía ver fuera de ella. Invenciones inéditas, hasta el punto de querer desvelarle sus secretos al rey San Luis de Francia, pero el rey santo, temeroso de Dios, se negó a compartir sus conocimientos. Incluso san Alberto Magno, que vivió en aquella época, hombre por otra parte amante de la alquimia y los saberes ocultos construyó un ingenio, que, como el mío, daba respuestas acertadas a los problemas que le formulaban. La misma leyenda afirma que su discípulo, santo Tomás de Aquino, destruyó aquel maléfico invento, por considerarlo obra del tentador.
Volví a fijarme en su apéndice, y creí haber comprendido lo que antes no alcanzaba a entender.
― Todo ha sido maravilloso! – le mostré mi agradecimiento, no solo por su amable hospitalidad, sino por haberme hecho participar de todo lo que le rodeaba.
― ¡Aún queda lo mejor! – me insinuó al despedirme- Es posible que algún día lo vea.
Pasaron los días, y como era habitual en el pueblo la única noticia era que no había nada de qué hablar. Una noche, oscura como la boca del lobo, estando sentado plácidamente en mi terraza, advertí cómo se deslizaban dos sombras. Observándolas, me resultó que una se correspondía con la del inventor; y, precisando, me pareció que su acompañante era una mujer. Aunque dudé por un instante, me decidí por acercarme hasta ellos. En efecto, era él. Y si bien el hábito no hace al monje, él debía de seguir sintiéndose como tal, llevando puesta la misma vestimenta. No se sorprendió al verme, pues, aunque no lo esperaba, sabía que cada vez que bajaba de su casona para efectuar alguna compra, su presencia suscitaba las miradas oblicuas y malintencionadas de los lugareños. Entonces, me fije en ella. Era una mujer joven, de extraordinaria belleza, larga melena negra que se confundía con las tinieblas; sus ojos eran de un verdor profundo, semejante al de la hierba cuando es regada por la lluvia, su nariz correcta y los labios carnosos. Vestía una túnica de una sola pieza, de color blanco. Caminaba parsimoniosa, prestándole su brazo para que el viejo pudiera apoyarse, facilitándole el pasear. La belleza correspondió a mi admiración, mostrándome una sonrisa a través de sus dientes de perla. De pronto, la mueca quedó truncada a modo de una película que congela las imágenes. Al observarlo, el sabio accionó un mecanismo que portaba en la espalda, dándole cuerda (cric-cric-cric), y de inmediato el autómata volvió a sonreír.
― ¿Recuerda que le dije, que aún le quedaba por ver lo mejor?
― ¡Sí! – admití estupefacto.
― Le presento a mi última creación: Eva. En tanto que los lugareños no me comprenden, me censuran, se apartan de mí y me toman por un loco y un pecador que se hace acompañar en su vejez por una mujer joven, ella no hace preguntas, no se inquieta, no murmura, no peca, no muestra extrañeza por nada, es amable, y, además, no me considera un diablo.
Cuando se marchó quede dubitativo. ¿Por qué somos tan rápidos en emitir juicios, en suma, en criticar a los otros y tan perezosos en procurar entenderlos? ¿Será acaso por aquello de “ver la paja en ojo ajeno y no ver la viga en el propio”?
por Angel Medina