Un viento inusual me empuja, y es un andar en una calle de tierra, una mañana de julio de 1971. En todo Fisherton se escucha el temblor de las hojas.
Ese día me sentí inspirado, y comencé a escribir un relato, una especie de evangelio apócrifo. Pero no de la vida de Jesús. Esta vez Dios envía una mujer, la madre de todos los hombres, y no viene a salvar el mundo, sino a consolarlo. Su nombre es Zoraida o tal vez Helena o Arizbeth o Najma o Michelle o Alicia. Tiene una palabra de aliento hasta para los malvados sin salvación.
Mientras trataba de decidirme por un nombre, pensé que nada es mejor para continuar con entusiasmo una tarea que comer algo. Alguien había comprado pan de horno, ese que el abuelo de Zabetta hace en su vieja panadería. Fue muy difícil elegir ahora si hacerme una gran tetera de té en hebras o tomar café. Las dos cosas me entusiasmaban mucho. Finalmente opté por el té. Después, si manteca o queso. En este caso podían ser ambas cosas. Todo estuvo más que bien, el pan crujiente, la manteca, el queso y el carísimo Earl Grey, aunque sospecho que tendría que haber previsto que, después de comer tanto pan, me iba a dar sueño. Para despejarme, salí a trepar a los paraísos de la vereda.
Asustado por el golpe fui hasta el bargueño, saqué la botella de Coñac y tomé un trago. A simple vista algo estaba mal con mi brazo después de la caída. Después papá llegó en un taxi y me llevaron al Británico, donde un doctor muy joven, hijo de un viejo amigo de mi abuelo, me mal arregló para siempre una quebradura supracondílea. Ni bien me dieron el alta, lo primero fue salir a comprar un frasco de colonia inglesa, igual a la que usaba el abuelo y que ahora usaba papá.
El brazo ya no me dolía. En la esquina de Santa Fe y Paraguay me encontré con el padre de un amigo. No me podía acordar de su nombre, así que le decía simplemente señor Buzzatti. Nos volvimos a Fisherton. El largo viaje parecía no terminar nunca. Estoy seguro de que tuvo buena intención cuando me dijo:
– Ya va siendo hora de que te pongas a trabajar.
Ahora mientras él me decía estas buenas cosas, le hice una seña para advertirle, sin tener que interrumpirlo, que me bajaba en Wilde y Córdoba. Nunca me propongo cosas, pero al bajar se me impuso la idea de dejar mis ocupaciones para otro día y salir a dar una vuelta.
Mientras camino, voy notando lo cambiado que está todo. Pasé por lo de los Galende, pero no estaban en su casa. Una vecina me dijo que habían viajado a Chile. Yo quería hablar con Federico de esto y aquello, pedirle algunos consejos, y admitirle que no había sido una buena idea tirar piedras a la comisaria. Después pasé por lo de Alberto. Se sentía mal, y tenía turno con el médico. Mientras salía con el auto se asomó por la ventanilla y me dijo:
– Seguro no es nada. Es solamente para hacerme un control.
– Adiós querido amigo – le dije levantando una mano -.
Lo saludé así, sin mucho sentido, absurdamente, como si fuera la última vez que iba a verlo.
Caminé por Sánchez de Loria. El gran eucaliptus se había partido en dos y una gran rama cruzaba el techo de la vieja casa de los Carrington. Un maravilloso olor de hojas rotas inundaba toda la calle. Allí entré, a ver si necesitaban algo. Desde el portón escuché que me decían:
– Qué raro está Fisherton hoy.
– Es verdad…
La señora Elena estaba sentada sola en el jardín.
– No tiene frio?
– No.
Con tono que parecía confidencial agregó:
– No tengo frio, aunque hace bastante frio. Estaba por tomar algo caliente, querés pasar? No hay nadie.
Entramos. Ella caminaba como hamacándose hacia los costados. Pensé que esto seguramente inquietaría al señor Carrington. Al verla preparar el mate, recordé dos cosas: la descripción que hace Chaucer de la mujer del molinero; y algo que aparentemente se le recriminaba a Séneca: su debilidad por las mujeres casadas al mismo tiempo que profesaba la ética moral del estoicismo.
– Tuve un sueño – me dijo -. Estábamos todos viviendo en una gran casa, un colegio abandonado lleno de cuartos y pasillos y escaleras. Nada malo había pasado y me sentía muy aliviada. Cuando me desperté, pensé que ese alivio era un engaño. Ahora pienso que, al menos mientras el sueño duró, fue verdadero.
Después habló de nuestra diferencia de edad. Al salir le dije:
– Bueno, no te creas, ya hace mucho que dejé de ser joven.
Se estaba haciendo tarde. Para acortar camino, se me ocurrió caminar por las vías. Los fondos de las casas me llenaron de asombro: una selva impenetrable de arbustos silvestres olvidan para siempre la visión de los rieles hacia el horizonte infinito. Me sentí culpable por mi sentido de irrealidad, por mi indiferencia parecida a la del sueño. Si me apuraba, y no me demoraba mirando la soledad en los jardines, podía llegar a tiempo para quedarme a comer en la casa de mi novia. Llegué muy rápido. Ciertamente, las vías del ferrocarril son sorprendentes en eso de llegar a horario. En su casa no había nadie. Nunca antes me había pasado encontrar una nota debajo de la puerta. Era de mi novia. No fue un buen comienzo tampoco: con descuidado tono, pero impecable caligrafía, me estaba dejando. Sin ninguna consideración me explicaba que había conocido a alguien que quería progresar en la vida. La carta venía con el agregado de injurias que, además del suficiente malestar por el abandono, me ofendieron. Quizá no sea injuria la palabra, ya que la mayoría de las cosas eran ciertas. Así y todo, no me parecieron nada oportunas. Agobiado por la noticia volví a casa y fui otra vez al bargueño, ese antiguo mueble familiar, pero no había ninguna botella ni nada, solo los platos pintados a mano que me regaló Carmen.
Esperé más de una hora el colectivo y me fui a ver guitarras, flautas, pianos, y violines a Oliveira. Fueron muy amables, a pesar de que rápidamente se dieron cuenta que no iba a comprar nada. Poco habituado a estar lejos de casa, empecé a extrañar. Me estaba yendo cuando sonó el teléfono. El empleado atendió y me dijo:
– Es para vos.
Era mi mujer, y me dio la noticia de que papá estaba con algunos problemas de salud. Me sentí mal por estar tan lejos.
– No te preocupes – me dijo mi mujer -, esperame ahí que te paso a buscar.
Salimos con el auto para el lado de los hospitales y los sanatorios. En el camino nos enteramos de la muerte de papá, y que mamá estaba internada, aparentemente con un derrame. Llegamos al hospital ya de noche. Nos dijeron que estaba en el segundo piso, pero que por ahora no podíamos pasar. No era el británico. Ningún viejo amigo del abuelo.
– Subí igual – me dijo mi mujer -.
El lugar era abrumadoramente indiferente. El medico era simplemente hostil, parecía molestarle que mamá hablara. Más bien parecía molestarle todo. Y mamá que hablaba tranquilamente, como vencida, o quizá como si ya nada le pesara. Me preguntó dónde estaba la perra, si había comido, si había salido al jardín: pero al nombrarla decía Gertrudis, la lejana perra de sus años felices.
– Otra cosa, a ver si vos sabés…
– Decime…
– Cuántos ladridos entran en el cuarto de atrás?
– No sé…
El médico le dijo que se quedara quieta y que no hablara más. Mamá volvió a preguntar:
– Cual es la partícula anterior a la nada?
Esta vez el mal doctor pareció sentirse tocado, y se dibujó en su cara un gesto de emoción.
– No es apagarse – le dijo -, es dejar de ser en algún lado para ser en algún otro.
Después se hizo un incómodo silencio: si bien el tono había sido amable, me molestó que dijera cosas como dejar de ser y apagarse. Poco a poco se me fue pasando el malestar. Ahora mamá hablaba con el médico y parecían llevarse bien. Ella le preguntaba:
– Cuántos años tiene la distancia del espejo hasta el dormitorio?
– Señora, la verdad no sé…
Al salir me esperaba mi mujer. Caminamos por Sarmiento buscando algún bar que estuviera abierto a esa hora. Encontramos uno con las luces prendidas, pero la puerta estaba cerrada. Desde adentro el dueño nos vio y se acercó.
– Todavía no abro, pero pasen que hace frio. No está prendida la máquina, así que no puedo hacerles café.
– Algún trago reconfortante?
– A esta hora?
– Todavía nos falta ir a dormir…
– Podría ser una copita de licor de huevo…
Como si fuera un homenaje, en la radio se escuchaba una música de trompetas. Tomamos de las pequeñas copitas y pedimos algunas más. Entonces el inevitable corazón se confunde entre el vacío de las despedidas y el consuelo de estar sentado a la mesa acompañado de la mujer que siempre amé, desde aquella inusual mañana de julio. Empezó a amanecer, y llegaron nuestras hijas, sus amores y la pequeña nieta. Ahora sí, pedimos café, tostadas y medialunas.
– Papá, qué estuviste haciendo todo este tiempo?
– Creo que nada. Estoy tratando de escribir un relato, una especie de evangelio apócrifo…
por Nicolás Vila Ortiz