Son cada vez más los trámites que solo admiten la modalidad virtual, lo que puede generar desigualdad e inequidades.
Una especie de prepotencia digital está complicando la vida de muchos ciudadanos. Contribuyentes, profesionales, clientes de bancos o empresas de servicios, docentes o abogados (por citar algunos casos) se ven forzados a tramitar cada vez más cosas por circuitos virtuales, sin posibilidad de intercambios ni consultas presenciales. Es un fenómeno que se ha acelerado a partir de la pandemia, y que si bien tiene que ver con la modernidad, con los avances tecnológicos y con evoluciones que podrían considerarse virtuosas, también genera desigualdad, inequidades, trastornos y, para muchas personas, pérdida de autonomía y hasta mayores costos.
Son cada vez más los trámites que solo admiten la modalidad virtual. Para realizarlos, no solo se necesita contar con una computadora (un bien al que, por supuesto, solo accede una minoría), sino además tener cierta destreza en el uso de determinados programas, en la conversión de documentos a formatos específicos y en el manejo de herramientas que para algunos pueden ser básicas, pero que para muchos son inaccesibles. Al cerrar la alternativa de la gestión presencial, mucha gente queda condenada a lo que, técnicamente, se define como “exclusión digital”. En la práctica, se levantan barreras que, por factores generacionales o culturales, así como por falta de experiencia o de acceso a las nuevas tecnologías, les impiden a millones de personas realizar ciertos trámites u operaciones sin pedir ayuda. Es algo peor que un engorro o una incomodidad: es un fenómeno que provoca una discriminación negativa, genera dependencia y lesiona la igualdad de oportunidades.
Está muy bien que los sistemas se actualicen, incorporen opciones digitales, abran otros canales de gestión y migren hacia la modernidad tecnológica. Pero en ese tipo de transformaciones el gradualismo debería ser obligatorio. Resistirse a los cambios tecnológicos es tan absurdo como intentar imponerlos a martillazos. No se pueden establecer sistemas exclusivamente virtuales sin reparar en las brechas de conectividad ni en las barreras generacionales.
Tenemos que aprender a convivir con los robots y la inteligencia artificial, pero sin dejar por eso de convivir entre nosotros. Hay trámites, gestiones o consultas que necesitan la interacción con un ser humano. Necesitan alguien que distinga matices, conecte información, comprenda, interprete y relacione datos con cierta sensibilidad. Hay situaciones que “no encajan” en las opciones de un contestador automático ni en las respuestas programadas de un asistente virtual.
Muchos organismos públicos, sin embargo, han acelerado la clausura de canales presenciales para obligar a los ciudadanos a realizar trámites de manera únicamente virtual. Así, un jubilado bonaerense, por ejemplo, para tramitar un reintegro en el Instituto de Previsión Social debe registrarse y subir documentación en formato PDF. Si no sabe, que se arregle. Un buen negocio para gestores e intermediarios.
En la Argentina –hay que decirlo– la administración pública hace décadas que ha dejado de ser accesible y eficaz. Ir a cualquier ventanilla implica, muchas veces, exponerse a una atención ineficiente y desaprensiva. Pero uno tenía, al menos, la opción de argumentar, de apelar a una instancia superior o hasta descargarse con una queja o un reclamo. Ahora mandan al ciudadano a hacer un curso de Excel y PDF para interactuar con una máquina que también forma parte de la burocracia argentina. La tecnología no ha venido a mejorar aquella administración deficiente. Es una tecnología al modo nostro, en la que el sistema se cae en la mitad del trámite, el programa se tilda, no reconoce el DNI o le dice que su clave es incorrecta porque no identifica las mayúsculas.
El problema tiene aristas diversas y complejas. Además de generar desigualdades y dependencias, la digitalización de muchos sistemas desvaloriza el talento, la creatividad y la experiencia. Hay que ver, por ejemplo, lo que pasa en ámbitos como la educación y la Justicia. El “expediente electrónico” que se ha instrumentado en los juzgados bonaerenses suena muy moderno e innovador. ¿Ha mejorado la calidad y el acceso a la Justicia? No. Lo que ha hecho es marginar a muchos abogados que, por razones de edad o solo de experiencia y modos de trabajo, quedan excluidos del manejo del “e token”. No importa que sean brillantes profesionales, juristas muy formados y tengan un rico bagaje doctrinario: si no manejan el pendrive están afuera. O tendrán que pedir auxilio para encorsetar su brillante y fundado alegato en el formulario digital. Falta poco para que los abogados sean reemplazados por técnicos informáticos.
En la educación, siempre inclinada a hacer lo simple complicado y a crear nuevas exigencias burocráticas, la virtualidad conspira contra la creatividad docente, el tiempo de estudio, el diálogo con el alumno y hasta la originalidad discursiva. Hoy, por ejemplo, cualquier profesor o investigador universitario –si quiere figurar en el circuito académico– debe cargar toda su trayectoria (y actualizarla constantemente) en un sistema informático que se llama CVar. No importan los tecnicismos. Importa decir que completar esos formularios exige una destreza informática que no es para principiantes. Exige, además, una dedicación de tiempo y de energía que el docente resta a las cosas importantes para cedérselo a la burocracia digital. Un profesor que no sabe subir datos a las planillas Excel se convierte en un paria. No importa que sepa transmitir en sus estudiantes la pasión por la filosofía, las letras o la historia. El sistema está hecho para que se destaquen los más ágiles y habilidosos en el uso de programas informáticos (incluso los más pícaros para copiar y pegar), no los más sabios ni los más creativos o estudiosos. Borges, probablemente, hoy quedaría postergado en cualquier universidad por dificultades para cargar sus datos en el CVar o completar, en casilleros predeterminados, los OPA (objetivos pedagógicos anuales). Las siglas, los eufemismos y el lenguaje burocrático son una pasión del sistema educativo, donde está mal visto llamar a las cosas por su nombre.
En todas las actividades debe prestarse una especial atención al “autoritarismo digital”. No se trata de nostalgia por los tiempos manuales, sino de entender que los avances deben ser eso, avances, y no retrocesos disfrazados de modernidad. La telemedicina puede abrir caminos muy interesantes, como los diagnósticos hechos por inteligencia artificial. Pero ¿puede reemplazar el diálogo entre médico y paciente? ¿Puede ocupar el lugar del ateneo y el intercambio de experiencias entre profesionales?
En estos días vimos, con el tema de la vacuna, las dificultades de millones de ciudadanos para sacar turnos a través de una aplicación web. Es cierto que también había una opción telefónica. Pero la burocracia digital ha sido otro de los factores que dificultaron el acceso a la vacuna. Al final, lo que mejor funcionó fue el sistema más antiguo: el acomodo. Entre vacunatorios vip, dificultades para inscribirse y turnos que no llegan, solo cabe la paráfrasis de Atahualpa Yupanqui que hizo Pablo Mendelevich: “Las penas son de nosotros; las vacunas son ajenas”.
Para quejarse por esas penas habrá que bajar una aplicación, crear un usuario y registrar una contraseña, subir copia de DNI en PDF y escanear un formulario para después “exportarlo” en una plataforma 4.0. Eso sí: al final habrá que recurrir al milenario sistema de rezar y esperar a tener suerte. Estamos en el siglo XXI, pero ¿las cosas funcionan mejor o peor? Los ciudadanos saben la respuesta.
por Luciano Roman
La Nación, 2 de marzo de 2021