Por Néstor Iglesias
Cosima Liszt, segunda esposa de Wagner, apuntó en sus memorias que su amado Richard le había confiado su fervorosa admiración durante su adolescencia por William Shakespeare. El compositor agrega en sus memorias que cuando tenía 14 años de edad su tío Adolf le proveyó las bases para su formación cultural a través de un profundo proceso de educación informal focalizado en filosofía y literatura, compensando la serie de obstáculos y quiebre de estímulos que padecía en las instituciones educativas formales y que le producían una inocultable tristeza.
Wagner abandonó la escuela de Dresden primero y la Nicolaischule de Leipzig después, y se dedicó precozmente a la creación dramatúrgica, mostrando una fuerte influencia shakesperiana. Durante los años 1827 y 1828 escribió lo que, mofándose de él mismo, catalogó como “gran tragedia” y “gran emprendimiento poético”. Lo tituló Leubald, un drama de seis horas de duración, cuyos textos obviamente replicaban extractos apenas modificados de Hamlet, Romeo y Julieta, Macbeth, El rey Lear y Ricardo III, entre otros. El pastiche logrado emana extrema violencia, con abundantes escenas de delito, asesinato y violación, lo que horrorizó a la familia; el genio adolescente tuvo que adaptar su creatividad a las apetencias del mundo burgués.
No parece ser una mera coincidencia que en su primera ópera, Las hadas (1834), Wagner se proponga reivindicar la idea del “amor verdadero” y del matrimonio como institución indiscutible, parodiando algunos personajes de Shakespeare. Se desprende el propósito del joven compositor de complacer a su familia y de mostrar su expreso repudio al anarquismo costumbrista de su obra para teatro.
Paradójicamente, ni bien finalizó su ópera, Wagner retornó de inmediato a sus convicciones rebeldes, pero esta vez con un sesgo socio-político, acercándose a ideas de vanguardia asociadas a desatar los nudos de la conciencia y al amor libre, que ebullían en Alemania. Fue ahí cuando montado sobre la excitación psicológica de las explicaciones sexuales de todas las conductas humanas que años más tarde teorizaría con rigurosidad y aplicaría en la práctica Sigmund Freud, volvió a la fuente de inspiración shakesperiana para su nueva ópera; su elección fue Medida por medida, escrita por el Bardo de Avon entre 1603 y 1604, y publicada en el compendio “Primer Folio” en 1623.
Indecisamente catalogada como comedia, el drama de Shakespeare tiene el peso moral de una gran tragedia y a la vez la satírica ironía de una comedia. Wagner adapta los personajes y designa a Friedrich como el depositario del poder delegado por el amo y señor, que transitoriamente se retira de la ciudad para otros menesteres. Éste, quien ha prohibido el festejo y los disfraces propios del Carnaval, ejerce justicia condicionado por su intolerancia en un caso en el que condena a muerte al joven Claudio por mantener relaciones con una mujer de la vida. Su amigo Luzio apela a la intermediación de Isabella, hermana del acusado, quien está recluida en un convento, para que interceda ante la inflexible autoridad (el título original de la obra era La novicia de Palermo). Isabella se entera que el gobernador ha intimado con su amiga Mariana, y ante lo extremo de la sentencia reacciona fruto de la indignación. Paralelamente Luzio explota de admiración por la novicia y le declara su amor. Isabella acude ante Friedrich y le implora por el perdón de su hermano, al que el autoritario tirano accede, pero a cambio de los favores sexuales de la joven; ella trama un plan para desenmascararlo.
La heroína de la historia organiza el engaño con la colaboración de la libertina Dorella, citando a Friedrich para un encuentro íntimo en uno de los lugares que él mismo había censurado, proponiéndole que ambos acudan disfrazados y con antifaces a fin de pasar desapercibidos entre quienes celebran clandestinamente el Carnaval. Al mismo tiempo le pide a Mariana que la reemplace en la farsa. Isabella, enterada de la perversidad de Friedrich, quien no solo pretende someterla sino mantener la pena capital para Claudio, incita al pueblo y desenmascara al villano. Claudio es liberado, Isabella deja los hábitos, acepta casarse con Luzio, y la multitud alborozada va a recibir al noble amo que ya está de regreso.
El conflicto parece simple y los enredos bastante primitivos. No obstante, casi doscientos años atrás, en una sociedad puritana, el argumento enfrenta los sentimientos puros y nobles con la bajeza y el desprecio, poniendo en crisis los valores más obtusos de una sociedad maniatada a la rigidez irracional. La obra de Shakespeare, muy valorada por los estudiosos de la literatura y el poema dramático, un antecedente incuestionable de la rebelión y desacato ante el poder civil, se diluye al transponerse a un libreto escrito por el mismo Wagner, ajustado a métricas belcantistas “a la alemana”, sin la gracia natural del idioma italiano, que no es ni cómica ni trágica, dejando a la moraleja desenganchada de la natural vigencia universal que reconocemos en las óperas basadas en textos del gran dramaturgo inglés (por ej. Macbeth, Otello y Falstaf, de Verdi, Las alegres comadres de Windsor, de Nicolai, o Amleto, de Faccio, por nombrar algunas).
Habitués y esporádicos aficionados al teatro musical seguramente llegarán a la conclusión de que la escasísima presencia de este título en los principales escenarios del mundo, y en los que no son tan importantes también, está plenamente justificada. Lejos de la profunda significación orquestal que el gran compositor supo darle a sus obras de madurez, esta aventura de juventud se muestra por demás saturada de rémoras “donizettianas” o de un primo Verdi mal imitado, sin inspiración melódica ni la articulación entre música y texto que abundan en sus óperas de repertorio. Una composición menor, a juicio de este comentarista, cuya virtud excluyente es tener como creador a Richard Wagner. Resulta desencantador que desde la reapertura del Teatro Colón, tras su puesta en valor, ya hace más de 7 años, solamente pudimos presenciar dos auténticos títulos wagnerianos de manera completa, Lohengrin y Parsifal, con algunas versiones para concierto o recortadas de sus obras cumbres, como el 2º acto de Tristán e Isolda y la versión mutilada de la Tetralogía, bautizada como Colon Ring. Y ni que hablar de la frustración de los melómanos por la ausencia de algún Puccini, un Mozart, algo de Bellini, tal vez de Donizetti en la actual temporada lírica. Lo cierto es que nos deberemos conformar con un solo Verdi, por cierto una obra fundamental del género, La traviata, lo que parece una compensación algo amarrete de parte de las autoridades que convalidaron la programación 2017.
Pero la ejecución del proyecto no fue mala ni desastroza; todo lo contrario. Esta coproducción con el Teatro Real de Madrid y la Royal Opera House de Londres contó con una puesta “modernoide” pero funcional al argumento, en la cual la regié del danés Kasper Holten propone una visión grotesca y volumétricamente desproporcionada de la idea reivindicadora de la experiencia sexual masculina pre-matrimonial, obviamente discriminatoria de la mujer como era de esperar para aquella época, frente al acartonamiento y aparente seriedad de una sociedad bañada por la hipocresía. Así, la escenografía diseñada por Steffen Aarfing intenta demonizar al símbolo de autoridad del estrado-tribunal, o representar la maraña de conductas de las clases populares a través de escalinatas angostas y entrecruzadas. El vestuario, también de su autoría, es colorido, casi de “dibujito animado”, y le da un poco de brillo a un escenario en penumbras, que es coherente con la idea de clandestinidad y prohibiciones transgredidas que flotan en la obra. Entre las proyecciones generadas por Luke Halls merece destacarse la que muestra a Wagner sobre el telón gesticulando al compás de los acordes durante la obertura.
A pesar de los comentarios vertidos más arriba sobre la personalísima valoración de la obra, sin duda merecedora de réplicas y cuestionamientos, La prohibición de amar tiene una modulación musical agradable, por momentos típicamente belcantista peninsular, y encontró en la velada del martes 2 de mayo, una interpretación de la Orquesta Estable de gran aplomo, rigurosa marcación de los tiempos y excelente expresividad instrumental, notándose la impronta del maestro eslovaco (o checo) Oliver von Dohnanyi, cuya reputación lo ha ubicado entre los directores musicales más encumbrados del momento. El Coro Estable, bajo la tutela del maestro Miguel Martínez brindó una vez más (y van…) una actuación impecable, tanto en lo vocal como en la coordinación de movimientos. En este sentido, resultó también meritoria la parte masculina de ballet intercalado en la escena del Carnaval, con la coreografía de Signe Fabricius.
No obstante, la gran ovación de la noche fue monopolizada por la joven soprano noruega Lise Davidsen, que interpretó a Isabella. Poseedora de un registro de una extensión asombrosa, tanto en los graves como en los agudos extremos su voz se escuchó firme, bien apoyada, con hermoso timbre y con un caudal que inundó la inmensa sala del Colón. Su canto ágil, perfecto en la entonación, no dejó en zaga a su expresividad gestual y recursos actorales. Sin lugar a dudas, una de las mejores voces que nos han visitado en los últimos tiempos.
El gran bajo argentino Hernán Iturralde encarnó a Friedrich. Fiel a sus antecedentes, brindó una versión impecable del personaje malvado de esta grosse komische Oper, deleitándonos con esa abundancia de recursos dramáticos e histriónicos que, junto a un desempeño vocal seguro, contundente y flexible a las características del libreto, redondeó otro de los puntos altos de la función.
Una interesante actuación fue la del bajo alemán Christian Hübner como Brighella, el personaje que representa al policía que pendula entre su temor a la autoridad y los sentimientos populares, excitado por su ebullición viril. Con buen volumen, aunque un tanto desafinado en algunos pasajes, exhibió comicidad y grandilocuencia. El tenor danés Peter Lodahl cumplió un desempeño correcto como Luzio, pero su voz quedó eclipsada por la de la protagonista. La soprano española María Hinojosa encarnó a una desprejuiciada Dorella con buena musicalidad, enérgicos desplazamientos y presencia escénicas.
Los artistas locales estuvieron a la altura de las circunstancias, destacándose el tenor Carlos Ullán como Claudio, y Marisú Pavón como Mariana. De igual manera, se debe destacar una muy buena performance de Sergio Spina, Fernando Chalabe, Norberto Marcos y Emiliano Bulacios.
El leitmotiev, esa particularidad impuesta por Wagner y solapadamente imitada por todos los compositores contemporáneos y posteriores al maestro, ya se muestra incipiente en La prohibición de amar. Su estructura es tal vez armónica y no tanto melódica, pero acompaña a cada personaje o circunstancia que se va desarrollando. Ese sello inequívoco de la originalidad creativa del joven Wagner, que se supo revelar en el mismísimo epicentro cronológico de la fama y la avidez de las audiencias europeas por la ópera italiana, es el indicador más inmediato de una la singularidad artística signada por la genialidad.
El Teatro Colón de Buenos Aires, embarcado en la exhumación de una pieza ignota, de cuestionables valores dramático-musicales desde la visión del espectador estándar del Siglo XXI, brindó una versión valiosa de una ópera de la cual se habla gracias a su mentor. Tiene el respaldo dramático original del dramaturgo más célebre de la historia, William Shakespeare, y encierra una verdad bíblica: “Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados; y con la medida con que medís, os volverán a medir.” (Mateo 7:2). Richard Wagner no dejó lugar a suspicacias, y él mismo sabiamente la calificó como “un pecado de juventud”.
Nota: El comentario se refiere a la obra puesta en el teatro Colón de Buenos Aires, el martes 2 de mayo de 2017
Comentarios por Carolina Lascano