Por Veronica Chiaraballi
Risas y murmullos suscitó la comediante francesa Blanche Gardin cuando, en la ceremonia de los César y refiriéndose a los abusos en Hollywood, provocó: “De ahora en adelante, creo que está claro para todo el mundo: los productores ya no tienen el derecho de violar a las actrices. Lo que no queda claro es si nosotras tenemos todavía el derecho de acostarnos para conseguir un papel, porque si no habrá que aprenderse la letra, pasar el casting, ¡y no tenemos tiempo para todo eso!”.
La incómoda humorada la registra la revista Le Point como una viñeta de su dossier titulado “La tiranía de los susceptibles”, en el que analiza los excesos de “corrección política” que, en pos de defender derechos individuales y de grupos considerados minoritarios u oprimidos, termina paradójicamente por socavar los principios de la democracia, propiciando la autocensura y debilitando el debate.
El informe abunda en ejemplos de la vida francesa, pero lo más sustancioso lo aportan los sociólogos y profesores universitarios estadounidenses Bradley Campbell y Jason Manning.
Ambos han escrito el libro The Rise of Victimhood Culture (el ascenso de la cultura de la victimización). Según su análisis, esta nueva cultura sucede a la “cultura de la dignidad”, que predominó en Occidente en el siglo XX, derivada a su vez de la “cultura del honor”, propia de épocas anteriores.
Explican que en las sociedades tradicionales el honor está ligado al coraje físico: es importante que un hombre defienda su reputación o la de su comunidad frente al insulto. Eso implica a menudo el recurso a la violencia, aun en caso de meras ofensas verbales. Luego las cosas cambiaron.
“La idea, entonces, era que la persona conservara su dignidad sin importar lo que los demás pensaran de ella -siguen Campbell y Manning-. Esta dignidad es inalienable.
No hay vergüenza en recurrir a la ley en caso de crimen en lugar de hacer justicia por mano propia. Pero tampoco hay vergüenza en ignorar las ofensas menores. Al contrario, es digno ignorar los insultos y respetar la dignidad ajena no respondiendo con otro insulto”.
Ahora, las universidades estadounidenses son epicentro de otra novedad. “Los estudiantes anteponen cualquier acto anodino que los afecte, argumentando que incluso un banal discurso político puede representar una forma de violencia.
Están adoptando una cultura de la victimización. Estos estudiantes rechazan principios claves de la cultura de la dignidad, como la idea de que se deben ignorar los insultos o las pequeñas afrentas, y dirigirse a las autoridades solo en los casos serios. Ser víctima es incluso considerado un estatus de superioridad moral”.
Campbell y Manning explican un concepto crucial en esta nueva cultura: “microagresiones”. Se tata de “breves indignidades verbales, comportamentales o medioambientales, ya sean intencionadas o no, y que comunican ofensa racial, de género o religiosa contra una persona o una comunidad”.
Así, preguntarle a un estudiante de origen asiático de dónde proviene puede ser tomado como una microagresión, porque implicaría que no se lo considera tan estadounidense como a los demás.
También es una microagresión decir que “América es una tierra de oportunidades”, porque refuerza “el mito de la meritocracia”.
Y como solo cuenta la subjetividad del receptor (no la del emisor), basta que un comentario sea percibido como agresivo para que así sea calificado (y sancionado).
Raro clima de época que el filósofo francés Raphaël Enthoven resume de este modo: “Vivimos bajo el régimen de los quejosos. El intercambio de argumentos lo sustituye un diálogo de sordos entre un hipersusceptible y un falso culpable”.
Y recuerda lo fundamental: “Defender la república no es defender una opinión contra otra, sino el régimen que autoriza a cada uno a darse a sí mismo la opinión que elija”.
La Nación / 16.7.2018