Si lo correctamente político fuera lo que en millones de tuits se dice a cada hora al voleo, en el mundo habría que olvidarse de la libertad de expresión. Quedaríamos así expuestos a la prepotencia de las turbas que pululan por los conductos digitales con toda clase de pasiones destructoras de lo que se encuentra establecido y puede decirse. Vale para la izquierda, vale para la derecha.
Esta semana, otra editora más de The New York Times renunció al diario. La carta de Bari Weiss, publicada por The Wall Street Journal, agitó el avispero periodístico. Esa reacción concierne en realidad a un fenómeno que traspasa las fronteras norteamericanas y va bastante más lejos que el de las normas a que debe sujetarse el buen periodismo.
La carta de Weiss ha sido un nuevo golpe inesperado para los movimientos progresistas que han acentuado estos años su condición de comisarios de una nueva atmósfera de rectitud moral servida a la carta. Siguen tan ciegos como siempre ante lo que no quieren ver. En América Latina tienen el tic de mostrar la espalda ante cualquier crítica por las violaciones de los derechos humanos y cívicos en Venezuela y en Cuba.
Weiss produjo la derivación última de la dimisión que debió presentar semanas atrás a su cargo en el Times James Bennet, editor de la página de Opinión. Fue a raíz de haber publicado la nota de un senador republicano que instaba a enviar tropas para aplacar disturbios desencadenados por la matanza de George Floyd. Este murió en un incidente con policías de Minneapolis, y su voz giró por el mundo con el repetido gemido de “I can’t breathe” (“No puedo respirar”). El artículo del senador Cotton había provocado en el Times una ola de quejas de periodistas y empleados de otras secciones.
La cuestión de fondo planteaba algo más: si era de interés público conocer o no el pensamiento de un legislador cuyas opiniones suelen estar a la derecha de Trump. El embrollo trajo a la superficie desavenencias que en el terreno periodístico no son menos relevantes que los actos de violencia en varias partes de Estados Unidos y Europa por la paliza policial a un negro, seguida de muerte. En lo que antes se conocía como revisión histórica, han tomado el vuelo de ajustes de cuentas inclusivos de hechos de bastantes siglos atrás.
Weiss ha dicho que había procurado dotar a las páginas del Times de otras perspectivas que las dominantes en el diario al que los viejos críticos imputan un liberalismo de limusina. Weiss ha llamado la atención sobre algo inaudito: “Presentarse a trabajar como una persona centrista en un periódico no debería requerir valentía”. Pues bien, es eso lo que está ocurriendo en otros órdenes con gentes tolerantes, pero que se resisten a mimetizarse con las costumbres de mayorías aparentes o de minorías de fuerte activismo público, o que directamente callan lo que piensan para no ser víctimas de humillación, intimidaciones u ostracismo. Si el hombre está por encima de todo, ¿por qué no habrían de estarlo los derechos individuales de absolutamente todos?
Hace doce días, en igual sentido que la confesión de Weiss, la revista norteamericana Harper’s publicó una declaración en la que 150 escritores, periodistas y artistas de renombre internacional se unieron para defender los principios de tolerancia y las normas del debate abierto. Lo hicieron consternados por las demasías que en nombre de la inclusión y de la igualdad, derechos que no están en discusión, se cometen en el mundo. Si lo que acaban de decir se midiera por los antecedentes en el tiempo histórico, tal vez no habrían dicho nada de nuevo. En todo caso, se han presentado como continuadores de los pensadores clásicos de la Ilustración.
Fueron Locke, Hume, Voltaire, y otros quienes en el siglo XVIII fomentaron con sus ideas la independencia de los Estados Unidos y la Revolución Francesa, dos de los grandes acontecimientos de la modernidad. Con alegatos persistentes, impulsaron al mundo a demandar la libertad de expresión y a contrariarse por los dogmas que desde la política a la religión propendían a establecer, en nombre de Dios y del Estado, un pensamiento único.
Harper’s es una publicación mensual entre las más antiguas en circulación. Se fundó en 1851. Entre sus colaboradores ilustres ha contado con Jack London, Mark Twain y John Updike. Pero seguramente nunca ha rebozado como en la edición del 7 del actual con tal cantidad de firmas de clase congregadas al pie del texto que glosamos: Martin Amis, Anne Applebaum, Margaret Atwood, John Banville, David Brooks, Noam Chomsky, Francis Fukuyama, Roger Cohen, Wynton Marsalis, J. K. Rowling, Salman Rushdie, Enrique Krauze (alter ego de Octavio Paz), Michael Ignatieff, y Garry Kaspárov, excampeón mundial de ajedrez y disidente de Putin, que en el pasado habría asegurado un jaque mate o un amistoso final en tablas.
Ahora ni eso: los firmantes han sido denunciados en las redes de integrar un club de hombres blancos, occidentales, viejos y heterosexuales, aunque eso no sea cierto, pues integran un concierto calificado de hombres y mujeres de diversa condición identitaria. Han logrado que por lo menos una de los firmantes, Phoebe Maltz Bovy, autora de Los peligros del privilegio, presentara disculpas en una columna publicada por The Washington Post.
Si en lugar de entregarse los progresistas radicalizados del común solo al hábito de lanzar proclamas y lo hicieran por una vez aupándose unos sobre otros, no superarían entre todos a Noam Chomsky para hablar de uno de los temas candentes de la hora. Ha sido este un golpe que ha de dolerles: pocos intelectuales han atacado más al capitalismo y la política de Estados Unidos y sus aliados que el célebre lingüista y filósofo de verbo iconoclasta. Acaso barruntarán, como otros lo han hecho, que Chomsky está viejo, que tiene 91 años; pero lo han cansado y no podrán desmentir que su inclusión entre los 150 firmantes de aquel llamado constituye un síntoma de aguas en grave desborde.
Habituados desde hace cuatro meses a que nos digan con asombrosa regularidad que el mundo va a cambiar como consecuencia de una pandemia devastadora es posible que hayamos perdido de vista que llevamos años en una nueva rueda de transformaciones sociales inimaginables hasta hace poco. El siglo XXI ha ahondado en la separación de épocas. En un sentido sus vientos de fronda han ido más lejos que los de fines de los sesenta.
En el período abierto en 1968 esos vientos hicieron temblar a las buenas gentes desde Nanterre, en Francia, a las universidades de la costa oeste norteamericana en cuyos líderes gravitaban las ideas nihilistas de Marcuse; se abatieron sobre Europa y Estados Unidos, y terminaron por propagarse a América Latina con las llamas de movimientos subversivos que costó tiempo y sacrificios monumentales apaciguar. En nombre del pensamiento correctamente político, aquí mismo, suele todavía estar mal visto que se discuta el mensaje de marketing político dirigido al exterior, y reconocido como tal por jefes de la subversión, para anunciar en medio de la violencia entonces desatada que en la Argentina había 30.000 desaparecidos.
El informe de la Conadep, prologado por Sabato, redujo la cifra a menos de la tercera parte, pero la Legislatura de Buenos Aires prohibió por una norma todavía en vigor a los funcionarios bonaerenses afirmar otra cosa. La gobernadora María Eugenia Vidal se abstuvo de vetar esa cláusula, a pesar de que como en el caso de Floyd, víctima de la violencia policial, nadie justificara una muerte o negado que hubiera existido un terrorismo de Estado que compitió en saña con el terrorismo subversivo que lo había precedido.
En los años sesenta era posible encarnizarse, sin demasiadas consecuencias políticas o morales, en la discusión de si había llegado el momento de echar al viejo general De Gaulle de la presidencia de Francia, poner patas arriba los modelos de enseñanza educativa universitaria, como se había hecho en 1918 en la Argentina; acabar con la guerra en Vietnam o acelerar la caída de gobiernos que se sustentaban en Latinoamericana en estereotipos de más de cien años de regímenes militares. En esa horma de nacionalistas y liberales cabía en la Argentina el gobierno del general Onganía (1966-1970).
A mediados de los sesenta, Lyndon Johnson presidía los Estados Unidos. Un tejano duro, con aires de caudillo que sabe cómo manejar a la propia tropa, se apuró en cerrar un ciclo histórico dándoles las últimas puntadas a normas que cerrarían para la ley lo que quedaba de siglos segregacionistas en el sur. Pero una cultura de siglos tarda en desarmar hábitos de relación cotidiana más de lo que puede resolverse por una legislación o una innovadora doctrina judicial, según lo atestiguan las manifestaciones de este verano en Estados Unidos y Europa.
En el otoño de 1964 quien esto escribe viajaba en gira de estudios por los estados de la Unión con otros once colegas, sin más afinidad objetiva que la edad de 25 años en promedio. Pertenecíamos a diferentes etnias, en nuestra piel se reflejaban los más variados matices de que la naturaleza ha dotado a la humanidad y la lengua madre de cada uno de nosotros era incomprensible para casi todo el resto del conjunto. Sin embargo, compartíamos lo esencial: una misma sensibilidad que debería ser común en el género humano.
Un mediodía, el alcalde de Nashville, capital de Tennessee, nos declaró ciudadanos de honor de la ciudad; por la noche, al serle vedada la entrada en un burlesque de mala muerte por el color oscuro de su piel a uno de nuestros compañeros de viaje, Ademola James, de Nigeria, emprendimos al unísono la retirada. Más al sur, en Atlanta, fue peor. Hubo que emplear largas horas hasta hallar un hotel habitable para todos, es decir, sin excluir a James. Lo logramos por la comprensión del propietario de un albergue de siete pisos que se confesó “liberal del norte, pero que deberá quedarse aquí cuando mañana ustedes partan”. Cumplimos lo acordado: James solo entró y salió del hotel por la puerta de servicio. Todavía en 1964 el sur profundo era eso, con los blancos, que viajaban en los buses en la parte delantera, y los negros, en la de atrás, sin integración que se permitiera.
Ahora los debates también conciernen a cuestiones importantes, pero algunos son, si cabe, de trama más delicada y compleja. Ahora los objetores se encuentran con frecuencia de manos atadas por la escrupulosidad de tacto para abordar algunos de los problemas que se suscitan -de identidad o de lo que fuere-, o por la precaución en evadir la zona de eventuales agravios en un mundo que ha ensanchado el espectro de los derechos humanos y potenciado las voces antidiscriminatorias.
“Rechazamos cualquier elección falsa entre justicia y libertad”, dijeron los firmantes de la declaración publicada por Harper’s. Y denunciaron que el libre intercambio de información e ideas, el alma de una sociedad liberal, se está volviendo cada vez más restringido. Que los editores son despedidos por publicar piezas controvertidas, en referencia a la renuncia de James Bennet. Podrían haber hecho notar de igual modo que 293 académicos pidieron que Steven Pinker, uno de los firmantes de la declaración, fuera expulsado por el equívoco de un tuit de la Sociedad Lingüística de América. También denunciaron, como una mancha en propagación, casos de periodistas que tienen prohibido escribir sobre ciertos temas y que un investigador hubiera sido despedido por distribuir un estudio académico revisado por sus pares.
Ese párrafo de la declaración ha tenido el indiscutible sentido de ocuparse de medios que han sido tradicionalmente pluralistas en sus contenidos, como el Times, y han restringido su amplitud de miras por la presión que proviene de la calle y las redes sociales y no por sus principios. A nadie se le ocurriría denunciar por estrechez de conciencia a un órgano del Partido Comunista o a una publicación de extrema derecha: no han sido fundados para reivindicar el pluralismo, sino el pensamiento único.
En el granito del monte Rushmore, en las montañas negras de Dakota del Sur, entre 1927 y 1941 se tallaron los bustos de 18 metros de altura de cuatro hombres que encarnaron momentos cumbre en la historia de los Estados Unidos. El enorme conjunto escultórico constituye el monumento nacional al que los norteamericanos peregrinan, año tras año, en homenaje a George Washington, Thomas Jefferson, Abraham Lincoln y Theodore Roosevelt.
He allí una formidable obra de arte y de memoria colectiva, admirada por generaciones de ciudadanos y turistas. De pronto, se halla en el centro de una inesperada polémica por haber sido los dos primeros, entre los cuatro personajes del conjunto, dueños de esclavos. Una estatua de Washington, héroe de la independencia y primer presidente, ya fue derribada en Portland, Oregon. Tenía pintada una leyenda: “Colono genocida”.
Hawk Newsome, uno de los fundadores del movimiento Black Lives Matter (“Las vidas negras importan”), dijo en un discurso en el Bronx: “No queremos a la gente blanca”. No era por cierto la manera de abrir un diálogo empático, pero sí de demostrar la profundidad de las heridas en la piel de los descendientes de esclavos, y de cómo se lavan otros resentimientos, incluidos los de la marginación y la pobreza. Cuando la onda contagiosa de las protestas llegó a Londres, hubo que proteger nada menos que la estatua de Churchill que se levanta en Parliament Square.
El Imperio Británico abolió la trata de esclavos en sus colonias por una ley de 1833, pero en tiempos de ajustes de cuentas no se distingue demasiado entre la bravura de quien lideró al Reino Unido en la Segunda Guerra Mundial y los negocios de un tal Edward Colston, traficante de esclavos del siglo XVII y benefactor de instituciones de Bristol, cuya estatua un grupo de manifestantes arrojó al río en junio. Sobre el pedestal vacío alguien colocó la escultura de una muchacha negra, con aires de rebeldía.
Sociólogos e historiadores se preguntan si estamos en una nueva era puritana, curiosa y de renovadas premisas. Keir Starmer, el nuevo líder del Partido Laborista británico, ha invitado a los afiliados a dar el ejemplo y anotarse en cursos sobre “prejuicios inconscientes”. Un filón que los psicoanalistas no dejarán pasar por alto. Las autoridades públicas del Reino Unido alientan esa capacitación en condados de Inglaterra y Gales.
“La restricción del debate -dice la declaración de los 150 firmantes-, ya sea por parte de un gobierno represivo o una sociedad intolerante, perjudica a quienes tienen menos poder y reduce la capacidad de participación democrática”. En medio del desconcierto generalizado después de que protestas por la muerte de Floyd se irradiaran en relación con todo tipo de conductas e historias posibles, incluso remotas, aquella declaración ha hecho un llamamiento a restaurar en el lugar del que no debió haber salido el valor estratégico de la libertad de pensamiento y de expresión.
“Los abusos de la memoria”, de los que Tzvetan Todorov habló en 1992, en una conferencia en Bruselas, remiten inevitablemente a lo que Orwell decía en 1984: quien controla el pasado controla el futuro; quien controla el presente controla el pasado.
La amoralidad de aplicar esta definición a la que Orwell apeló para desnudar los mecanismos totalitarios proviene de que el pasado constituye, de buena fe, algo irrepetible. Siempre interesará por lo que ilustran y sirven sus hechos de manera más o menos análoga, no para juzgar el presente en función de los cartabones que imperaban siglos o milenios atrás.
¿Denostar a Aristóteles por sus contribuciones al estudio de la esclavitud en la Grecia clásica, poblada por un tercio de esclavos? ¿Dónde colocar -ha observado un intelectual inglés-, en los debates de hoy, con mínima seriedad, la Carta de San Pablo a los efesios?: “Esclavos, obedezcan ustedes a los que aquí en la tierra son sus amos. Háganlo con respeto, temor y sinceridad, como si estuvieran sirviendo a Cristo (6.5)”.
¿Se juzgará literalmente como si en vano hubieran transcurrido dos milenios a quien hablaba a los congéneres de su tiempo, ajenos a la conciencia de la igualdad racial que después de luchas eternas terminaría por configurarse a mediados del siglo XX en la escena internacional?
Por José Claudio Escribano
La Nación, 7 de julio de 2020