Recordad aquello que nos dijo Bloch en “Le Principe espérance”: El hombre es una tarea por realizar. Lo cual significa que aún no es lo que será, y ante una existencia ambivalente entre el bien y el mal necesitará abrirse a una confianza radical, más allá de la indecisión, todo lo cual necesita de interiorización. Y es que la cerradura para acceder al interior de un hombre sólo puede abrirse con la llave que él sólo posee. Una ganzúa que se llama voluntad y determinación. Más precisamente: libertad para dirigir la autoconciencia y la responsabilidad.
Lo incierto forma parte de la vida. Lo que puede palparse, a veces puede ser objeto de incredulidad si se sopesa adónde conduce, a pesar del placer momentáneo que pueda proporcionarnos; en tanto que hay cosas que no se ven, pero se intuyen y podrían colmar las aspiraciones del hombre, sobrepasando sus propias limitaciones. Esta es la frontera entre la inmanencia y la trascendencia. La elección es vivir para morir o morir para vivir. De hecho, de alguna manera el hombre mantiene el principio incertidumbre en su deseo de no dejar de vivirse, más allá del tiempo.
¿Qué es el tiempo? Sencillamente, proyección hacia el futuro. La vida transcurre en presente (los acontecimientos conforme suceden), si bien, de inmediato se convierten en pasado (dejan de ser). En tanto se concibe a sí mismo lo que será el hombre que se piensa (¿nos pensamos…?) se proyecta más allá de la frontera delimitada por Cronos, siendo el futuro la esperanza que no se agota en lo temporal. Ayer y hoy representan la inmanencia y son hijos de lo caduco, en tanto que la eternidad pertenece a Dios. El mañana es trascendente, y en medio el hombre que ansía eternidad.
El ser humano quiere ser feliz, si bien la dicha plena no existe, al menos en el aquí y el ahora. A lo sumo, si se quiere entender, esa felicidad vendrá a ser la estabilidad psíquica o anímica, la paz interior. Para ello, habrá de vivir en armonía con toda la creación y con los hombres. Esto, en el presente. Humanismo, sí. Pero, un humanismo solamente humano se queda chato, pues, lo acepte o no, el ser humano es un compuesto de materia y espíritu, y, por tanto, para completar ese equilibrio interno habrá de conformar lo que ve y lo que palpa con lo oculto que presiente. Algo que de alguna manera busca también el laicismo. En Le crèpuscule des ídoles el anticristiano Nietzsche escribe: “No es condenable que lo que existe aisladamente…en el todo se resuelva y se afirme. No se niega… pero tal creencia es la más alta de todas las creencias posibles”. Y viene a concluir: “La he bautizado con el nombre de Dyonisio”. Cuando esto dice está diciendo dos cosas. Una, el dualismo entre bien y mal. Y se sugiere aquí, que en su lucha el hombre ha de enfrentarse consigo mismo. La pregunta sería si puede el hombre arreglárselas él solo para agarrarse a un principio superior que lo libere. Finalmente, su criatura opta por lo terrenal. ¿Cómo dar el enorme salto que media entre lo caduco y lo eterno?
En su deseo ― que no siempre es búsqueda― de felicidad, de armonía, el hombre ha de moverse desde su autodeterminación, la cual se ve acotada y tomada por rehén desde los poderes políticos erigidos en liberadores de la sociedad, que le venden un progresismo a low cost y que suele coincidir con sus instintos más primarios, viniendo a aherrojar a la ciudadanía. Dardos impregnados de ponzoña.
Esto no es nada nuevo. Ya nuestro sabio del candil, aquel que buscaba un hombre a pleno día en el areópago, un tal Diógenes no tuvo inconveniente en espetar al Magno que “era siervo de sus siervos”, pues él había sido capaz de superar las pasiones, en tanto que Alejandro, no. El guerrero había sometido el mundo exterior, pero no así el suyo propio.
“Yo soy mi libertad”, nos decía Sartre. Sí, aquel que puso en boca apócrifa su pensamiento cuando Oreste se encaró con Júpiter y le gritó: “Me has creado, pero no te pertenezco”. Pero, ¡ay!, cuando la flecha lanzada no tiene la precisión necesaria, o bien se perderá en el infinito espacio, o caerá sobre otros de manera imprevista e incluso encima del que la arroja. No es lo mismo hacer el amor que la guerra. Tampoco el carecer de referente que nos pueda conducir a la autorrealización. Aquel enorme Kant, martillo de demostraciones teológicas hubo de avenirse a la razón práctica para poder entender algo de lo divino y más de lo humano. Si reducimos al hombre por falta de una última referencia― que para él se convertirá en primera―a pura animalidad (por más racional que digamos que sea), lo estaremos condenando a su destrucción. Pues, ¿adónde ir y para qué ir? Habrá de concluir con honradez y sin ambages que su existencia concluye en la nada. Él, que se considera todo, para ser ninguneado finalmente. Atrapado doblemente, pues si trata de sostener su conducta en el cumplimiento de la Ley― aquello bueno que ha de hacer y lo malo que ha de evitar―entenderá que no le es posible justificarse.
El libre albedrío es el camino hacia la liberación y para que se dé la libertad ha de coexistir con la verdad. Mas, ¿qué podemos entender por verdad?
La verdad es aquello que libera al hombre del culto a sí mismo y de la extinción que sobreviene con la muerte. Si el aguijón de la muerte es superado habrá de sentirse retado a su autorrealización, que comienza aquí y ahora, dejando de considerarse como un ego aislado, disponiéndose a compartir su “yo” con el “tú” y el “vosotros”. Este es el inicio de un humanismo trascendente; lo humano injertado por lo divino, lo cual implica ciertas consideraciones.
Ciertamente, para vivir se tiene necesidad de las cosas. Y algunas son imprescindibles. Aquí no se trata de renunciar al mundo, sino que el mundo no atrape al hombre. Tener lo necesario, sí. Pero que lo que se posee no tenga al hombre. Esta dependencia le haría ser esclavo y no dueño. Cuando se posee más de lo que se necesita se corre el riesgo de olvidar el último fin del hombre. Pasar de él y anclarse en esas cosas y en esos momentos. ¿Para qué necesita “el más allá” cuando se es feliz en el “más acá”? Lo contrario, esos momentos de sufrimiento y dolor que se antojan interminables tampoco deben hacerle caer en la tentación de abominar de su fe.
La certidumbre de que late en él ese anhelo de vivirse sin fin, que es hijo de la eternidad ha de estar por encima de triunfos y derrotas. Por eso, es necesario mirarse por dentro y mantener un diálogo sereno consigo mismo. Poder tomar consciencia de que a su temporalidad se le ofrece lo eterno.
Pues, ¿cuál sería el destino del hombre si su vida acaba inexorablemente en el degolladero de la muerte? ¿Venir de la nada para acabar en la nada? Vivirse, sí. Poder, a pesar de extinguirse la materia, creer, confiar y esperar que pervivirá el “yo”. Y llegado aquí, sin dejar de tener los pies asentados abajo, elevar su mirada hacia arriba estirando la mano para coger la que le tiende ese destino definitivo que se llama Dios. Hacia ahí ha de conducir la libertad camino de la liberación.
por Ángel Medina