Las incógnitas de la que hablan especialistas de diversas áreas al imaginar lo que viene ratifican una afirmación que he realizado repetidas veces en mis notas: el futuro es opaco y lo es cada vez más desde hace varios lustros. Quien se tome el trabajo de leer los pronósticos de especialistas de todo el mundo, principalmente economistas, en los últimos treinta años y los coteje con lo que realmente pasó lo verificará en forma incontestable.
En este caso, la convicción se acrecienta por la diversidad de campos afectados por la pandemia, que ha atravesado desde la economía y la política hasta la convivencia cotidiana y la cultura. Seguramente varias cosas volverán a ser iguales. Otras habrán cambiado sustancialmente.
Seguramente cambiarán las opciones geográficas de vida. Si las grandes ciudades atraían como poderosos imanes, es posible que -al igual que la gran pandemia europea del siglo XIV- recuperen valor los pequeños pueblos, la vida en el interior y en el campo, las casas con terrenos propios frente a los departamentos, la vida más sobria y menos espectacular. Porque habrá nuevas pandemias y el recuerdo de ésta estará grabado a fuego en la memoria de todos.
Las dos grandes guerras dejaron países paralizados. La pandemia también. Pero, a diferencia de esos momentos, hoy los países no están destrozados, como sí lo estaban -muchos de ellos- luego de los grandes conflictos del siglo XX. El desafío global ahora no será reconstruir, sino reactivar. Debiera ser sustancialmente más sencillo, si se apoyara en la confianza para restaurar el crédito.
Las crisis económicas dejaron a muchas familias endeudadas. Hoy, no pareciera que sea ese el problema mayor -la deuda de las familias- sino en todo caso el crecimiento enorme de la desocupación, difícilmente recuperable hasta que no se recupere toda la cadena de producción, que seguramente seguirá controlada por mucho tiempo y seguramente se pondrá en marcha con menos demanda laboral y más automatización, trabajo on-line e incorporación de tecnología.
Las economías paradas necesitarán “combustible” monetario para volver a funcionar y ésto muy probablemente se dará a través de fondos públicos volcados a la reactivación. Podrán recurrir a este mecanismo más o menos facilmente los países o uniones estratégicas de países con “espaldas económicas” para sostenerlo, con sociedades maduras y un aceptable nivel de cohesión social.
Estados Unidos está volcando ingentes sumas para mantener en pie su economía y Europa debate mega-ayudas que cubren desde las moratorias de deudas estaduales y empresarias hasta la emisión de deudas sin retorno, sólo generadora de intereses, para volcar a las empresas grandes, medianas y pequeñas y también a los emprendedores y las familias.
Si esto es así en el mundo, qué decir de la Argentina. Sin muchas espaldas económicas, su “resto” para ayudar a su propia economía no está en su mejor momento. Su gobierno ha optado por el aislamiento, lo que la priva de potenciales aliados. Su alejamiento de su espacio prioritario de inserción internacional, la región, se debilita con las decisiones asumidas con respecto al Mercosur.
Su actitud amenazante con los organismos internacionales la aleja de la potencial ayuda para conseguir fondos externos, y su voluntarismo ubicándose fuera del gran consenso político global -el G20- no abre precisamente las puertas a una relación fluida con el mundo que importa.
Internamente, el voluntarismo se repite. La dramática paralización provocada por la cuarentena llevó a la decisión de fogonear la demanda con una alucinante emisión de papel moneda -papel de colores, sin respaldo- mientras se mantiene aplastada la oferta por la conjunción de la paralización del comercio, la incertidumbre sobre el futuro y la actitud de destrato y desinterés hacia los actores económicos productivos y sus problemas de subsistencia.
La “realización de la ganancia” que hace funcionar la cadena económica descansa en última instancia en la venta final a los consumidores. Pero…la gente no gasta y probablemente no gastará, aunque tenga dinero. Ello se prevé en el mundo, y con más razón es previsible por nuestros pagos. ¿Por qué habría de ser diferente aquí?
Ante tantas incógnitas, todos prefieren guardar. Ahora bien: en EEUU se guarda en dólares, en Europa en Euros, en el Reino Unido en Libras, en Rusia en Rublos, en China en Yuanes. En todos esos países el consumo se derrumbó y el cambio de actitud de la sociedad fue similar.
El gran problema en nuestro caso, es que la única forma de ahorrar que ve posible cualquiera -desde un empresario grande, mediano o chico, hasta un jubilado con la mínima que guarda el 0,1 % de su sueldo para “lo que pueda pasar”- es lo que aprendió en ochenta años de inflación: comprando activos externos y entre ellos, principalmente dólares, en los que confía más que en cualquier acción o promesa del gobierno, de cualquier signo.
Ante una oferta de productos que desaparece y una actitud de consumo en franca retracción, la presión sobre la moneda norteamericana es y será exponencial. Peso que se vuelque a la economía, peso que buscará comprar dólares. Cueste cien o cueste mil. Cualquier valor es mayor que un peso inexistente en el que no cree nadie, desde el presidente del BCRA y el de la República para abajo.
Entonces… ¿qué es lo que viene?
El futuro es opaco, porque tampoco hay actores visibles que puedan catalizar un proceso de cambio dentro del conglomerado oficialista. En ese conglomerado pueden verse, a grandes rasgos, dos líneas diferentes: quienes adhieren a una especie de “eje V-V-” (Venezuela-Vaticano), cuyo imaginario apunta a lo que se ha dado en llamar “el pobrismo” -una inmensa mayoría de pobres, dependiente del Estado, muy pocos ricos gestores de ese Estado o sus socios, y en el medio nada-; y quienes sueñan con volver a mediados del siglo XX -empresariado rentista protegido, corporaciones gremiales corrompidas, nacionalismo de cartón-, ambos modelos incompatibles entre sí, con la marcha del mundo y con un curso exitoso del país en su conjunto. Coinciden sin embargo en su propósito de aislamiento internacional, su indiferencia ante la perfomance nacional y la concepción del Estado como botín, así como su despreocupación por el sistema legal y la limpieza institucional.
El desemboque de la cuarentena y el regreso de la agenda a los temas normales retirará un velo tras el que hoy se ocultan ambos proyectos, pero no aclarará el futuro. Es previsible que en lo económico la cantidad portentosa de papel moneda y la escasez de divisas para el ahorro provoquen un deterioro terminal del peso, el que para evitar un proceso hiperinflacionario, se intente controlar con medidas policiales cada vez más leoninas -prohibición de tenencia de divisas, nuevos impuestos a los titulares de activos externos, estén en el país o en el exterior, medidas policiales de persecución a la negociación de divisas, etc-.
Es previsible que lo que no falte sea dinero -al fin y al cabo, es fácil de obtener con una imprenta- sino bienes para comprar y divisas para ahorrar. El derrumbe del valor en divisas de los precios inmobiliarios y empresas exportadoras es una probabilidad cada vez más posible, así como el derrumbe de las exportaciones agropecuarias, desalentadas por una presión fiscal y una discriminación cambiaria intolerables.
¿Hay camino alternativo? Por supuesto que lo hay, aunque es difícil imaginarlo en los actuales actores del poder. El apoyo externo, el respaldo a las iniciativas productivas grandes, medianas y chicas, la liberación de la capacidad de innovación, la vinculación con el mundo para aprovechar las posibilidades de un comercio que estará en expansión luego de la pandemia para los productos que genera la Argentina, especialmente el complejo agropecuario y agro-industrial e industrias del conocimiento, servicios “cerebrointensivos” y empresas nacionales con inserción global, etc., son caminos al alcance del país. Lo logran todos los vecinos, desde Brasil hasta Uruguay, desde Perú hasta Chile y Bolivia, todos cuyos niveles de “riesgo-país” oscilan en los 200 puntos.
El desajuste fiscal tiene solución, a condición de recuperar seriedad. La nivelación fiscal debería figurar entre los propósitos respaldados por un gran acuerdo sociopolítico, el que requeriría la condición de una inserción internacional sensata y un funcionamiento institucional impecable, con independencia de la justicia y respeto a los derechos y libertades constitucionales de los ciudadanos.
Con estas bases, la renegociación de la deuda pública sería de rápida solución, como lo fue en el 2016 apenas la Argentina comenzó a hablar con el lenguaje universal abandonando su autoencierro.
Pero todo ésto es una incógnita que recién comenzará a disiparse cuando al fin de la pandemia vuelva la normalidad del debate político y la agenda hoy oculta. Al despertar, el país verá claramente las consecuencias institucionales, económicas y sociales de su elección en 2019.
Será el momento de los realineamientos en el frente oficial y en el frente opositor. Y recomenzará la marcha de la historia. Con el futuro abierto.
por Ricardo Lafferriere
Comentarios por Carolina Lascano