Por: Jesús Rodríguez
Fuente: LA NACION – Crédito: Alfredo Sabat
Nuestro país ha experimentado, en materia económica y social, un retroceso relativo respecto de otras naciones del mundo y, también, de nuestra región de América Latina. En el hemisferio occidental, con la excepción de Cuba, no hay otros casos de declinación secular comparables.
Adicionalmente, hasta hace tan solo dos años la Argentina padeció una combinación de populismo político, facilismo económico y extravagante alineamiento internacional.
Los resultados de ese experimento político -el más extenso desde los años 30 del siglo pasado- se reflejaron en una economía estancada, un tercio de la población sumergida en la pobreza, desequilibrios en el plano fiscal y en el sector externo e imposibilidad de acceso al crédito.
Además de tiempo, ese proceso tuvo amplio acompañamiento institucional -con mayorías holgadas en el Congreso y en los gobiernos subnacionales- y dispuso de recursos abundantes, resultado de casi duplicar el gasto público, con relación al producto, y de haber consolidado una presión tributaria sin antecedentes históricos
Ahora bien, así como es falso adjudicar a esa última experiencia el origen del estancamiento argentino, es ingenuo creer que el cambio de administración alcanza, por sí solo, para dejar atrás ese pasado de retroceso relativo.
Así, la singularidad del fenómeno obliga a rechazar los razonamientos superficiales y las explicaciones fundadas en causas únicas y exclusivas.
En ese sentido, entre las razones que permiten entender esa declinante trayectoria se destacan, por un lado, los extensos períodos autoritarios incapaces de gobernar una sociedad conflictiva y la recurrencia de regímenes populistas en que derivaron varios de los gobiernos elegidos democráticamente.
Es sabido que la puesta en marcha de un sendero de crecimiento sostenible requiere condiciones económicas y, también, políticas.
Diseñar y ejecutar una política macroeconómica prudente, que procure el descenso gradual de la inflación y apuntale el nivel de actividad y el empleo, al tiempo que induzca el incremento de la inversión -evitando desbalances que después obligan a correcciones abruptas y que, invariablemente, tienen costos sociales muy elevados-, es sin duda una condición necesaria en la que la administración está empeñada.
Pero la decisiva condición suficiente es -además de la percepción acerca de la estabilidad de las reglas de juego por parte de los actores involucrados- la disponibilidad de instancias políticas que procesen de manera eficaz el conflicto distributivo, tanto en lo referido a su asignación entre consumo e inversión cuanto al impacto en el territorio y, por cierto, con relación a la desigualdad y la exclusión social. El arbitraje de estas tensiones de naturaleza económica es tarea de la política.
En rigor, la eficacia del capitalismo exige certidumbres que, fuera de la democracia, le pueden ser provistas por dictaduras: el “fascismo de mercado” del cual habló el premio Nobel Paul Samuelson al referirse al Chile de Pinochet, o regímenes de partido único como el de la República Popular China.
Bajo reglas democráticas, esa estabilidad de las reglas de juego se alcanza si la satisfacción social con relación a la situación económica es de aprobación y acompañamiento en un grado tal que no existan incentivos para que los actores políticos promuevan cambios estructurales.
En nuestros días, con la hipoteca de alrededor de uno de cada tres compatriotas en situación de pobreza, es inimaginable alcanzar esas cotas de satisfacción social.
Al mismo tiempo, queda claro que la agenda de reformas necesarias para encarrilar un sendero de progreso exige la formulación de políticas públicas que afectan intereses sectoriales y corporativos de grupos que, aun siendo minoritarios, disponen de amplias capacidades de veto, ya sea por su influencia económica y social o por su propensión a medidas de acción directa.
Así, en la Argentina democrática y republicana de este tiempo, con su saludable rutina de elecciones periódicas y efectiva división de poderes, esa certidumbre sobre la estabilidad de reglas de juego que promuevan las reformas solo puede garantizarse con la existencia de mayorías estables en los poderes legislativos, además de acuerdos políticos sustantivos, con horizontes temporales que exceden los turnos electorales.
Los últimos años de la dinámica política de Alemania son un buen ejemplo de este planteo.
En efecto, hace pocos días comenzó el cuarto gobierno de amplia coalición, desde la posguerra, entre la Socialdemocracia y la Democracia Cristiana.
Esos gobiernos, que no diluyen las diferencias entre los socios de la coalición, pero sí consolidan la fuerza necesaria para promover cambios paulatinos y progresivos sin sobresaltos políticos, han demostrado ser extraordinariamente aptos para desbloquear reformas que posibilitaron, entre otras cosas, que la evolución de la riqueza por habitante entre los años 2008 y 2017 haya sido más del triple de la observada en la zona euro.
Los acuerdos tienen espesura y son minuciosos, no meramente declarativos, y no están exentos de concesiones recíprocas.
Por caso, la Socialdemocracia consiguió que la señora Merkel concediera decidir la clausura de las usinas nucleares de generación eléctrica y, por su parte, los socialdemócratas aceptaron reformas en el sistema de seguridad social, al tiempo que consiguieron, por primera vez en sus 155 años de historia, que en Alemania se sancionara una norma que establece un salario mínimo para los trabajadores.
Más cerca en la geografía y en el diseño institucional, en nuestra región de América Latina los casos de los presidencialismos de coalición de Chile y Uruguay muestran la vitalidad para gestar acuerdos políticos que permitan promover reformas y avanzar en la modernización del capitalismo.
Si aspiramos a vivir algo más que un modesto fin de ciclo populista y pretendemos protagonizar un auténtico cambio de época, debemos dejar de concebir el poder como un juego de suma cero y, al mismo tiempo, abandonar la idea de que todo diálogo, político o social, es sinónimo de debilidad o transacción espuria.
Los acuerdos entre los actores políticos y la cooperación entre los agentes del proceso productivo y el Estado son el camino para procesar el conflicto distributivo en sus tres dimensiones: consumo presente versus consumo futuro entre regiones y el que se manifiesta en la distribución del ingreso que presenta su expresión más aguda en el fenómeno de la desigualdad y exclusión social. El conflicto distributivo está en la base de la tensa relación existente entre el capitalismo y la democracia.
La histórica incapacidad del sistema político argentino para procesar eficazmente esa relación conflictiva explica, en buena medida, el retroceso relativo de nuestro país.
En suma, se trata de aplicar las mejores prácticas contemporáneas en la acción política, que es, según el pensador francés Paul Ricoeur -de quien fue discípulo el presidente Emmanuel Macron-, el arte de administrar y arbitrar los conflictos.
Economista y dirigente de la UCR