Cuidar las palabras, pulir el texto: requisitos de la prosa aceptable. Y un imperativo en tiempos de crisis. Sobre ese compromiso reflexionaba con autocrítica el autor de esta columna por haber utilizado la palabra “extremismo” la semana pasada. ¿No constituye un adjetivo exagerado e inoportuno para caracterizar ciertas asechanzas del presente? Lamentablemente, un llamado a reivindicar la guerrilla de los años setenta, un ligero “sí” para avalar la persecución a periodistas, un insulto soez proferido por un jefe sindical al Presidente, la amenaza a un escritor mostraron la pertinencia de esa palabra, evocadora de aspectos oscuros de nuestra historia. Términos y actitudes que desafían las reglas de juego de la democracia, fomentando la caza del adversario como si fuera un enemigo, o revalorizando a los que la han practicado. Entonces, si hablar de extremismo no es descabellado, con temor y temblor se arriesgará hoy otra palabra cargada de resonancias sombrías: tragedia. Y se sostendrá que hay una serie de elementos en la actualidad que podrían derivar, si no se los modera, en el desenlace que distingue a este género: un final catastrófico porque los protagonistas enfrentan los conflictos con insensatez. No les importan los demás, solo consideran sus metas y se dirigen a ellas desechando las consecuencias de sus acciones.

Dos ensayistas célebres escribieron páginas insoslayables sobre la tragedia, aunque sus visiones fueron divergentes: George Steiner y Raymond Williams. Para Steiner, la cifra de lo trágico es una “visión terrible e inflexible que cala en la vida humana”. Un sino irracional que no puede remediarse con medios técnicos o sociales y conduce a una conclusión fatal e irreparable. Es la actitud de Dionisos cuando condena a Tebas sin contemplación al final de Las Bacantes, de Eurípides, según ejemplifica Steiner: “La sentencia es demasiado dura. No guarda proporción con la culpa. Dionisos no hace caso. Reitera con petulancia que se lo ha agraviado mucho; y luego afirma que Tebas estaba predestinada a su suerte. De nada vale pedir una explicación racional o piedad -concluye Steiner-. Las cosas son como son, inexorables y absurdas”. Con Raymond Williams, en cambio, la tragedia baja del Olimpo. Es social antes que política. Sucede en la vida cotidiana más que en el palacio. Representa la situación de los individuos contemporáneos, no la del héroe clásico. No es sinónimo de muerte, sino de injusticia y falta de solidaridad. De incomunicación y renuncia al sentido. Por eso Williams cita a Camus: “Hoy la tragedia es colectiva”. Una adversidad que contiene dos consecuencias difíciles de eludir: la desesperación y la revuelta.

Si se contempla la Argentina quebrada de estos días a la luz del discurso trágico, se tiene una impresión desconcertante: sus principales líderes no advierten el peligro o lo desechan. Cristina sigue adelante impasible, con una actitud característica. En La Matanza les habló a sus seguidores con palabras cargadas de parcialidad y autorreferencias; transitó sin novedad la cartografía de sus odios y amores, se puso en el centro desplazando al candidato a presidente. Macri, aunque menos ostentoso, tampoco puede salirse de su rol y su argumento: sigue sosteniendo una distinción maniquea entre peronismo y no peronismo, atribuyéndole a uno el pasado equivocado y al otro el futuro luminoso. Alberto Fernández, acuciado por la evidencia de su inminente responsabilidad, busca escapar de la intransigencia de su socia y del actual mandatario, pero sin que quede claro cuánto poder conseguirá para sustentar una postura moderada.

Más allá de eso, la restricción de la que ninguno habla es, por un lado, que la promesa de “poner dinero en el bolsillo de los argentinos” no será factible a corto plazo (excepto que se les coloquen papeles pintados); y, por el otro, que para alcanzar ese objetivo habrá que seguir realizando un ajuste severo, si quieren crearse las condiciones para un futuro crecimiento. Será un vía crucis con dos estaciones dolorosas: primero, asegurarles al FMI y los inversores de los que dependemos que se conseguirá el superávit fiscal; segundo, asumir que para lograrlo no habrá recuperación inmediata del salario y el empleo. Más que decisiones económicas, parecen las condiciones de una capitulación. Pero si no se cumplen es muy probable que la fragilísima situación empeore.

¿Aceptará Cristina este “There si no alternative” casi thatcheriano? ¿Habrá suficiente consenso y legitimidad para contener a los argentinos desesperados? La tragedia latente es que, en estas condiciones, el país estalle y sobrevenga la ingobernabilidad. Para impedirlo, los protagonistas tendrán que abandonar la petulancia de Dionisos. Reemplazar la ceguera por una apertura pragmática. Y los enconos por políticas públicas acordadas. No parece que para eso alcance con el multifacético peronismo, que fue votado antes por despecho que por convicción. Si la tragedia es colectiva, como afirmaba Camus, evitarla deberá ser una tarea de todos.

 

Por Eduardo Fidanza

 

FUENTE: Diario La Nación – Publicado el 28 de septiembre de 2019