Cada vez que la Argentina vota parece discutir no una plataforma de gobierno, sino el propio sistema republicano; la tentación populista es siempre una amenaza.

Esta tormenta de lodo contra la democracia no empezó ayer. Comenzó hace más de 10 años, cuando la Unión Europa iniciaba la peor crisis de su historia. Entonces, la España de las hipotecas y la Grecia del endeudamiento se hundían en un mar de incertidumbre. Además, Italia y Chipre languidecían, cada una a su ritmo y por diferentes razones. Eran días de angustia y del auge de “indignados”, aquellos parientes que se adelantaron a los “chalecos amarillos”. La cuna de la república, de la libertad, del Estado de Bienestar, de la equidad como meta, desnudaba sus fragilidades. El piso temblaba. ¿Y si la culpa la tiene en realidad el régimen democrático? ¿Y si lo que supimos idealizar -convivencia, pluralismo, apertura- es en verdad lo que causa todos nuestros males?
Plagados sus países de invasores extranjeros, de africanos hambrientos que cruzaban el mar para intentar una sobrevivencia miserable, de latinoamericanos en busca de trabajos dignos, de sobrevivientes del este disuelto, los europeos occidentales -tan abiertos, tan ilustrados y memoriosos de sus propias taras- comenzaban a flaquear en sus convicciones. ¿Y si la culpa la tienen ellos? Son distintos, con otros olores, otros credos, otras costumbres. ¿No serán los verdaderos causantes de nuestras angustias? Antes teníamos la amenaza del comunismo, del clasismo, de los soviéticos y sus agentes locales, del colectivismo autoritario, del agnosticismo de Estado. Ahora, en nuestro reino del mercado, de la libertad de comercio, del Estado benefactor, de las libertades públicas, ¿quién nos quiere jorobar?
No hace falta ser un ogro para actuar como tal. Buscar chivos expiatorios es un atributo que suelen poseer hasta los buenos vecinos. El pánico se fue infiltrando de a poco, y no cedió siquiera cuando las variables macroeconómicas mejoraron. La democracia (“El peor de los sistemas, excepto por todos los demás sistemas”, según Winston Churchill) empezaba a tambalear, y no dejó de hacerlo. Nunca, desde la Segunda Guerra, había estado tan cuestionada. Algunos lo decían sin tapujos, otros lo insinuaban, pero muchos empezaron a militar (¡otra vez!) por otro tipo de sistema. El miedo consagró elevadas dosis de intolerancia. El populismo, el mesianismo y el ultraliberalismo reverdecían. Bienvenidos al “jardín de los cerezos”.

Los extremos suelen convertirse en epidemia cuando el terror se enseñorea entre los frágiles humanos. “No hay nada más peligroso que un burgués asustado”, decía Bertolt Brecht. La sentencia habla de los ricos, de los que tienen mucho que perder; pero bien puede extenderse a toda la especie. Siempre, por mínimo que sea, tenemos algo que perder. En aquella génesis, en aquel contexto enrarecido, Tzvetan Todorov publica un libro urgente, un libro-advertencia. Él, que conocía el autoritarismo por experiencia directa ya que había nacido en la Bulgaria comunista y se hizo francés por amor a la libertad, llegaba a la conclusión de que la desmesura puede matarnos. O hacernos matar entre nosotros. Que es lo mismo, pero más cruel. Los enemigos íntimos de la democracia, tituló aquella obra-proclama.

El potente intelectual -que perdimos hace un par de años a causa de una enfermedad neurológica- vio asomar en su continente la punta de un iceberg que ahora se expande por el planeta (con su dosis de xenofobia, antisemitismo, islamofobia y otras expresiones del fanatismo) y decidió interrumpir sus estudios sobre lingüística, historia y filosofía, para denunciar los males autoinmunes que se estaban incubando en las narices mismas de la civilización occidental. Todorov fue un cultor del pluralismo, una especie de orfebre del equilibrio entre los que piensan diferente. Estaba convencido de que la estupidez humana suele ser más persistente que la propia maldad. “El pueblo, la libertad y el progreso -advierte- son elementos constitutivos de la democracia, pero si uno de ellos rompe su vínculo con los demás, escapa a todo intento de limitación y se erige en principio único, esos elementos se convierten en peligros: populismo, ultraliberalismo y mesianismo, los enemigos íntimos de la democracia”.

¿Y nosotros? Lejos de aquellas tinieblas surgidas en medio de la abundancia, la Argentina suele ser a su vez espejo de las taras de sus parientes desarrollados y campo de experimentación en el que la intelectualidad europea gusta de mirarse cuando bosteza. En la rebelión de los indignados españoles, por ejemplo, estuvo muy presente aquel 2001 que casi borra del mapa la representación política de nuestro país. Más aún, varios de los expertos de aquella pueblada criolla fueron importados por sus émulos hispanos ansiosos por descubrir la fórmula secreta de tan contundente protesta. Los sublevados españoles querían saber cómo se gobierna un país que ha decidido no tener gobierno. Ya se ha dicho, el miedo lleva a la desesperación y esta nubla la inteligencia.

La rebelión argentina de comienzos de siglo, que algunos vieron como un renacer de los sóviets en la posmodernidad, terminó en un fenomenal descrédito del sistema político. “Que se vayan todos” era una gesta de rabia e impotencia. Pero el país que nos dejó no fue mejor que el que teníamos. Solo fue diferente.

La foto de un presidente votado -apenas dos años antes- por el 52 por ciento de los ciudadanos huyendo en helicóptero no es el símbolo de un pueblo triunfal -como lo sería la de un tirano escapando-, sino el de una sociedad que ha vuelto a fracasar. Por suerte nos quedó el consuelo de que el sistema democrático no saltó por el aire. No es poco para un país que solía golpear la puerta de los cuarteles cuando las cosas no funcionaban. Pero es un bálsamo ligero si pensamos que, con cada crisis de representación, se esfuma una porción de esperanza y las instituciones sufren un enorme desgaste.

Todavía seguimos padeciendo las secuelas de aquella patria desmesurada. La que va a las urnas con el corazón en la boca. Porque en cada elección se suele poner en debate, no una plataforma de gobierno, sino el sistema republicano mismo. Solemos plebiscitar demasiado seguido y con cierta liviandad el modelo en que nos gustaría vivir. Y nunca estamos muy seguros de saberlo. La tentación populista -uno de los enemigos íntimos de la democracia para Todorov- asoma y amenaza ahora, nuevamente, con reformar la Constitución, destronar a los jueces, cambiar los mecanismos de representación. Se habla de revancha. De ríos de sangre. “El régimen democrático -advertía el ensayista franco-búlgaro- se define a partir de una serie de características que se combinan entre sí para formar una entidad compleja, en cuyo seno se limitan y se equilibran mutuamente, ya que, aunque no se oponen frontalmente entre sí, tienen orígenes y finalidades diferentes. Si se rompe el equilibrio, debe saltar la alarma”.

Chile lleva dos períodos presidenciales alternados entre la socialdemócrata Michelle Bachelet y el centroderechista Sebastián Piñera. Ambos representan proyectos diferentes. Sin embargo, ni la economía ni la tranquilidad de los chilenos sufren el estrés que suele generarse en nuestro país cada vez que vamos a las urnas. El que se va de La Moneda invita a desayunar al que llega. A ninguno se le ocurre evitar al otro. Es que no se odian, simplemente piensan distinto. No salta la alarma. Porque el sistema no va a remate cada vez que cambia el signo político del gobierno. No se rompe el equilibrio. Porque nadie va por todo. Con el sistema no se juega. Eso se llama normalidad. Para nosotros, anómalos con orgullo y por naturaleza, esa normalidad sería revolucionaria.

Fuente: lanacion.com.ar