No podía dormir; el calor húmedo de la noche, la invasión de mosquitos y lo inquietante de mi pensamiento: el Restaurador, el Restaurador de las leyes. Su presencia me corroía como el gusano al corazón de la manzana, me hostigaba, me perseguía por doquier. Interrumpía mi sueño, mis momentos de ocio, mi vida toda, hasta que tomé la decisión: ¡poner fin a ese tormento! Ya lo tenía decidido, sólo me faltaba buscar la ocasión para ejecutar mi propósito, mejor dicho, sólo me faltaba coraje pues la ocasión se me presentaba a diario.
Como barbero del dictador, manejaba la navaja con que, apenas alzado de su lecho, lo rasuraba. Con ella podía torcer mi destino, el de tantos otros y también, sin que me vanaglorie, el de la Confederación de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
La idea de degollarlo era ya inquebrantable y aunque sabía que consumarla implicaría mi muerte, estaba dispuesto a llevarla a cabo costara lo que costare. ¡Qué importaba mi vida frente a la anhelada libertad! Sin ella, el hombre se asfixia sin más pues, para vivir, le es tan necesaria como el oxígeno.
Al día siguiente, a las seis en punto, como lo hacía a diario, me apersoné a San Benito de Palermo. Amén de mis instrumentos de rasura, llevaba conmigo una decisión ya tomada. Como de costumbre me hicieron esperarlo y esa espera, esta vez, me pareció una eternidad. Mientras lo aguardaba contemplé una vez más los utensilios: una tijera con que la víspera había tonsurado a un sacerdote, una navaja de acero inglés traída desde Leeds según revelaba su sello y un peine de asta. Para distraerme intenté imaginar el cuerno del animal al que habría pertenecido y pensé en un toro de las pampas, muerto y desguasado: un prenuncio, quizá, de lo que pronto sucedería con Él. Miré entorno y vi, como tantas veces, la divisa punzó con la consabida leyenda “¡Mueran los salvajes unitarios!” pero esta vez me pareció que el rojo de la tela comenzaba a deslizarse por la blanquecina pared tiñéndola de sangre.
Me saludó como era habitual, con un gélido “buenos días” ya que era hombre de pocas palabras, y tras sentarse en el acostumbrado sillón, principié mi labor. Entretanto, las conversaciones triviales: que don Braulio se había caído del overo, que la vaca de mi casa finalmente había parido, que principiaban los festejos de mayo y que estrenaría apero nuevo para la ocasión, pero tenía la sensación de que no me escuchaba, como si su mente estuviera en otro menester. He dicho conversación, pero no, era un monólogo que recitaba quizá para tranquilizar mis nervios en ese momento crucial. Él no emitía palabra en tanto su mirada parecía trascender los bosques palermitanos para otear la eternidad, como si cual adivino o agorero escrutara los misterios del tiempo, insondable para el común de los mortales. A pocos pasos de mí, rígido como estatua, con espada al cinto, su guardaespaldas que, con mirada torva, se erguía vigilante ante cualquier movimiento inesperado, ante cualquier actitud sospechosa. La sala, a la usanza federal, de un rojo intenso. El aire a mazorca ahogaba el ambiente preludiando un escenario luctuoso.
Tras jabonar su rostro, tomé la navaja como lo hacía habitualmente, pero en esta ocasión mi mano no se movía con la acostumbrada soltura, como si algo le impidiera ejecutar lo que cavilaba mi pensamiento. Con todo, esperaba el momento propicio, el instante en que un tajo certero en su garganta terminara con tanta crueldad.
Estaba a punto de degollarlo, sí, a punto, cuando de golpe, quizá como intuyendo la cosa, me dijo “¿vos tenés dos chicos, verdad?”.
Con esas cinco palabras me abrió un horizonte impensado y me paralizó. Es verdad que estaba a punto de sacrificar mi vida por la libertad de los demás, pero no había tenido en cuenta que su crueldad pudiera llegar hasta mis hijos en caso de que algo le sucediera.
Sí, le contesté, dos chicos ya algo creciditos pero que todavía dependen de mí. No dijo palabra y yo seguí con mi labor, ahora algo titubeante. Es indudable que había leído mi pensamiento y por eso me hizo la advertencia con ladina sutileza, sí, porque era ladino. La perplejidad y el miedo me invadieron de improviso, mi lengua parecía anudada y un silencio de duelo pobló la sala y sentó imperio.
La mañana se presentaba tormentosa, tal vez funesto presagio del cielo. Un gato que estaba en el recinto se marchó como si olfateara algo ominoso. Frustrado mi propósito y, como vencido, continué con mi tarea, aunque con pánico atroz. Cuando la hube terminado y me despedí con el habitual hasta mañana lo hice no sin titubear. Al irme casi no pude alzar la vista, apenas pude mirarlo. Sus ojos, grises como de acero, me penetraron hasta los tuétanos y sentí que me horadaban. Imaginé el cadalso, la tortura y, por último, la muerte. Cierto escalofrío corrió por mis entrañas y me marché como tanteando el camino aunque lo conocía a la perfección ya que lo recorría todos los días desde hacía años.
Desde esa mañana el Restaurador tomó otra persona para que lo rasurara. Nunca me dijo por qué había decidido reemplazarme, pese a que había cumplido esa labor con puntualidad y corrección durante mucho tiempo. No era necesario explicármelo, el silencio es más significativo y locuaz que las palabras, éstas habrían estado de más.
Desde entonces vivo avergonzado y, ciertamente, temeroso. Aunque sin verlos, percibo ojos que me vigilan incluso en el interior de mi alcoba durante las noches en que fatigado pretendo entregarme al arbitrio del sueño. El pánico ha puesto cerrojos a mi libertad; mi espíritu, ha perdido sustancia pues el terror, instalado a su arbitrio, ha sentado basas en mi alma. He dejado de ser yo a causa de que Él, con sus ojos de acero, traspasa los misterios del tiempo y, con su sombra, empaña ahora cada uno de mis pensamientos.
por Hugo Bauzá