Uno de los pilares básicos de la vida social, según la enseñanza de la Iglesia, es el llamado “principio de subsidiaridad”. Definido de un modo general, consiste en que la instancia “superior” (por ejemplo, el Estado nacional) no debe invadir el ámbito propio de la instancia “inferior” (por ejemplo, los gobiernos locales, la sociedad civil, las asociaciones, las personas). Tal vez sería más preciso decir que la instancia más lejana a un determinado asunto no debería sustituir, en principio, a la más cercana. La razón es que cada grado de centralización, si bien en algunos casos podría brindar un panorama más amplio, comporta siempre un costo: la pérdida de información particular relevante, la que suele provenir de la experiencia directa, y que es esencial para encontrar soluciones ajustadas a las circunstancias de cada situación. Todos sabemos esto cuando manejamos nuestros asuntos particulares, a veces muy complejos, valiéndonos de conocimientos concretos de los que jamás podrían disponer un extraño, por instruido que sea.
Esto vuelve muy problemática la idea –hoy recibida con tanto entusiasmo en algunos sectores– de un Estado que nos “cuida”. “Cuidar” en sentido propio tiene un carácter íntimamente personal, afectivo y concreto. Una madre cuida a su hijo enfermo velando a su lado, y escrutando en su rostro el menor signo de mejoría o malestar. En cierto sentido, su saber va más allá de las prescripciones del médico. Por eso no es conveniente describir como “cuidado” la tarea del Estado, por ejemplo, en materia de políticas sanitarias. En el contexto de la pandemia, le cabe al mismo una responsabilidad prioritaria en la provisión de vacunas, el plan de vacunación, los testeos, la precisión estadística, etcétera, evitando que criterios ideológicos o proselitistas, desprolijidades o privilegios, comprometan la eficacia de estas actividades. Pero la subsidiariedad indica que la tarea del Estado nacional debe desarrollarse de un modo articulado con las autoridades provinciales y locales, y con el sistema de salud privado, sin intentar en ningún caso sustituirlos. Pero cuando el Estado se aferra a la pretensión de “cuidarnos”, paradójicamente nos pone en peligro, porque carece de los medios adecuados para esa tarea eminentemente personal: sus normas y prohibiciones deben ser generales (omitiendo datos particulares relevantes) y de carácter coactivo (prescindiendo de la responsabilidad y el discernimiento personal). Cuanto más lejana es la instancia que decide, menos capaz es de proponer soluciones articuladas, de buscar compromisos viables entre exigencias contrapuestas, de entrar en el cálculo (inevitable) entre riesgos y necesidades. Si el Estado cumple adecuadamente con sus funciones específicas, el cuidado es innecesario. Si no lo hace, el cuidado es inútil, y hasta contraproducente.
Víctima de su propia e ineludible torpeza, el Estado “tutor” es un Estado quejoso, malhumorado e incluso despechado hacia la ciudadanía, siempre díscola e ingrata. Los funcionarios, olvidando su calidad de tales, nos culpan, nos retan, nos amenazan, e incluso nos someten a sus alardes de crudo poder, por ejemplo, bloqueando las salidas de la ciudad en horarios de libre circulación con excusas banales, o interrumpiendo con intervención policial una celebración litúrgica al aire libre con una módica concurrencia, solo días antes de que los medios difundieran las imágenes de la abigarrada “unidad” del partido gobernante.
Sin perjuicio de nuestro afecto filial, pensar en una madre que nos diga (probablemente con tono martirial) “yo estaré siempre a tu lado para cuidarte” nos produciría un incómodo escalofrío. No es el tipo de vínculo al que aspiramos como personas adultas. Hoy, merced a la pandemia, el Estado derriba una a una las barreras de la subsidiaridad, y parece haberse empecinado en asumir para sí la misión de cuidarnos, ahora y para siempre. Pero ¿quién nos cuidará de aquellos que nos cuidan?
por Gustavo Irrazábal
La Nación, 13 de mayo de 2021
Sacerdote católico, miembro del Consejo Consultivo del Instituto Acton