El magnicidio de personajes políticos o religiosos relevantes, sirve como metáfora para explicar las voces que dan por cerrados los liderazgos y ciclos políticos de ex presidentes una vez derrotados electoralmente. Muchas de ellas son de justicialistas que afirman nunca haber sido menemistas, o radicales que juran no haber colaborado con la caída de De la Rúa. Por su plena vigencia, cabe reflexionar sobre los casos de Cristina Kirchner y Mauricio Macri, sometidos a planteos que repiten intentos jubilatorios anticipados.
Profundizar acerca de esta práctica puede arrojar enseñanzas. Quienes practican los magnicidios verbales suelen obviar sus responsabilidades en los gobiernos que critican, pretendiendo lograr sus objetivos vía renunciamientos ajenos. No cualquiera crea agrupaciones políticas consolidadas en el tiempo, ejerce la máxima responsabilidad ejecutiva, y mantiene un importante caudal de votantes propios. En tal sentido, la actual coalición gobernante nacida bajo la frase “con Cristina sola no se gana; pero sin ella tampoco”, permite dos conclusiones: 1) las alianzas basadas en acumular agrupaciones irrelevantes solo para ganar, no sirven para gobernar; 2) quien pese a su mayor caudal de votos no puede liderar, y debe asociarse a dirigentes utilitarios y mediocres para alcanzar el poder, como señalara Natalio Botana, deja de ser líder para transformarse en un jefe potencialmente vulnerable y pendiente de traiciones. Estas anomias se manifiestan cada dos años en el armado de listas legislativas, que semejan al cierre del libro de pases en el fútbol. Muchas adhesiones dependen de cargos públicos, y no de compromisos programáticos explícitos y concretos ante los ciudadanos.
La desaparición de líderes genuinos o estadistas en sistemas democráticos, no debiera preocupar si se poseen estructuras institucionales virtuosas y sólidas. Ni siquiera hay líderes en Cuba, Venezuela y Nicaragua, sino personajes hereditarios sostenidos por costosos aparatos militares y de seguridad represivos. Tampoco existen en China y Rusia líderes excluyentes, sino quienes encabezan sistemas milenarios de poder concentrado, (emperadores y zares hasta hace un siglo), que poseen un ancestral sustrato cultural que les permite insertarse en variantes capitalistas, con exitosos desarrollos científicos y tecnológicos.
Las coaliciones por su parte, son válidas siempre y cuando se conformen con partidos perdurables y coherentes, como en algunos parlamentarismos europeos (caso Alemania). En nuestro país, por el contrario, al diluirse las identidades del justicialismo y el radicalismo como partidos unívocos en lo programático y con extensión territorial, deben asociarse con agrupaciones minoritarias o testimoniales de actividad nula que se mantienen en estado de hibernación hasta las instancias electorales, para que sus armadores negocien con las castas principales cargos y privilegios, configurando coaliciones inestables y carentes de programas de gobierno explícitos. A lo que se suma absurdos permitidos, como que legisladores ingresados en listas presuntamente opositoras, una vez en ejercicio del cargo las abandonen, y armen bloques “independientes” para negociar nuevas prebendas con el poder. O que procesados por corrupción en y en contra el Estado puedan ejercer cargos públicos relevantes. En esta liquidez política, ni siquiera el comunismo asoma como riesgo, pues nuestros revolucionarios y defensores del pueblo operan desde Puerto Madero, Recoleta y lujosos barrios cerrados. Este es el principal problema argentino, avalado e irresuelto por las castas gobernantes.
Ante la ostensible mediocridad política existente desde hace décadas, es razonable pensar que todo acuerdo y/o consenso que excluyendo impunidades judiciales permitan cambios estructurales con trascendencia a futuro, deben encabezarlo Cristina Kirchner y Mauricio Macri. Ambos ejercieron la máxima responsabilidad institucional, mantienen el mayor caudal de votos, y simbolizan las diferencias llamadas “grietas”. Aunque pareciera irrealizable, históricamente los acuerdos trascendentes en la guerra o en la paz se legitiman suscritos por los reales jefes de los bandos enfrentados, no por los oportunistas o timoratos que quieren reemplazarlos. No es tiempo de entretener a la sociedad con híbridos y falaces debates ideológicos ante el peligro que nos acecha: el caos.
Por Alberto Landau
Buenos Aires, 21 de julio 2021