El 2 de abril provocará siempre sentimientos muy profundos. Honor al coraje de todos los combatientes y dolorosa recordación por las jóvenes bajas en un enfrentamiento con mínimas posibilidades, a pesar de nuestros derechos claramente superiores.
Hoy recordemos también un enorme logro diplomático, poco evocado, ocurrido solo cinco meses después de nuestra rendición, que impidió que el Reino Unido consiguiera que se declarase el fin de la controversia de soberanía y la consagración definitiva de la autodeterminación en las islas. Maniobra de gran lucidez, protagonizada no tanto por un gobierno argentino, literalmente fuera de combate, sino por el cuerpo de diplomáticos profesionales conducido por un destacado canciller proveniente de la política, Juan Ramón Aguirre Lanari, y un gran diplomático profesional como Carlos Muñiz. Londres preparaba una declaración de la ONU letal para nuestros derechos. Pero, débiles como habíamos quedado, el Palacio San Martín ingenió una contramaniobra de brillante sensatez: una resolución que mantuviera la controversia de soberanía exactamente igual a la que existía antes de la guerra.
La historia enseña que todo país que pierde en el campo de batalla lo primero que procura es reconstruir la situación previa al conflicto, para comenzar todo de nuevo. ¿Qué hizo entonces la diplomacia argentina? En lugar de una propuesta solitaria, meramente reivindicativa, con poco eco, se las ingenió para que la endosaran nada menos que diecinueve países de América. El resto eran Canadá, Estados Unidos y los miembros americanos de la Commonwealth británica. Militarmente derrotados, podíamos mostrar que políticamente seguíamos fuertes y dispuestos a la lucha por el derecho. ¡Que Londres se las arreglara para presentar un bloque comparable!
Como espectacular resultado, la Asamblea de la ONU emitió la resolución 37/9 de noviembre de 1982, declarando que la histórica resolución 2065/65 mantenía plena vigencia, que la autodeterminación no se aplicaba en las Malvinas, que debían tomarse en cuenta los intereses pero no los deseos de los isleños y que la controversia, lejos de haberse agotado, continuaba plenamente vigente. Con ello, el Foreign Office no pudo avanzar ni un solo casillero aprovechando la victoria por las armas. Obtuvimos 90 votos a favor, con 52 muy significativas abstenciones y apenas 12 en contra, básicamente el Reino Unido y solo algunos miembros de su mencionada Comunidad. Aparte del aluvión de votos favorables, tómese en cuenta que las 52 abstenciones –gran parte de ellas europeas– en realidad fungieron como una muda pero palpable señal de buen retorno. Y con semejante victoria, nuestra diplomacia, en una situación dificilísima, consiguió impedir que, vencidas nuestras armas, no se perjudicaran nuestros derechos.
En nuestra opinión, esa resolución 37/9 los argentinos debemos rescatarla del segundo plano y, en estos cuarenta años y en las próximas recordaciones, exaltarla como un triunfo pocas veces visto en las Naciones Unidas. Un éxito de la Argentina y de los principios que nos otorgaran orgullosa identidad en el mundo. Esos mismos que hoy aparecemos defendiendo tan tibiamente ante la barbarie en Ucrania.
La entretela de semejante gambito permite saber que se desplazaron al menos dos grupos de diplomáticos: a Europa, solicitando apoyo expreso, pero para negociar al menos posibles abstenciones, y, en América, el abierto acompañamiento en la presentación y el apoyo en la votación. Un equipo selecto de juristas se encontraban en Roma, abocados a la mediación papal, por lo que poco pudieron aportar, de manera que se multiplicaron los esfuerzos. Y en América el acompañamiento justamente de Chile, con un Pinochet muy enfrentado a la Argentina, debió ser resuelto directamente por Aguirre Lanari que, en sus memorias, cuenta: “El (canciller) de Chile se negó hasta último momento y le dije: ‘Si no querés firmar, no lo hagas, yo lo presento igual’. Entonces, lo firmó”.
La brillantez de la maniobra permitió no solo derrotar abrumadoramente a Londres en la votación, sino conseguir que Estados Unidos, hasta entonces eternamente votando en abstención, por primera vez sufragara en favor de la Argentina en las Malvinas (¡aunque ello supusiera coincidir con los No Alineados!), cambio de actitud que luego asentó en la OEA.
Thatcher, enormemente disgustada, reprochó amargamente al presidente Reagan y su embajador emitió fortísimas quejas ante el secretario de Estado George Shultz. Pero lo que Washington estaba haciendo era marcarle a Londres de nuevo la cancha: “Hasta la guerra en las Malvinas los acompañamos porque fue una violación argentina a la Carta de la ONU, pero América es un espacio de interés estratégico para los americanos y ustedes ya no juegan en ese territorio”.
En Europa, el vacío fue semejante: por la postura británica solo votaron Antigua y Barbuda, Belice, Dominica, Fiyi, Gambia, Islas Salomón, Malawi, Nueva Zelanda, Omán, Papúa Nueva Guinea y Sri Lanka. Ningún europeo. Todos los demás se abstuvieron. Mensaje evidente: “En la guerra, con ustedes; en la paz, hay que sentarse y negociar”. La victoria no da derechos, cachetazo de Occidente a la historia de violencia imperial de tres siglos de Gran Bretaña.
En tanto, recordable boutade del Foreign Office, que, ante una exhortación del entonces Papa al diálogo, contestó que “considera la cuestión de las islas Falklands como bilateral entre naciones y que (el Papa) no tiene un rol para jugar (en la disputa)…”. Notable contradicción para una cancillería que todo el tiempo está pidiendo considerar a los isleños como tercera parte.
Además del enroque norteamericano, algunos otros hitos favorables despuntaron en esa histórica ocasión. Con Chile, por ejemplo, comenzó un proceso de entendimiento, que a los pocos años terminó con la solución de la totalidad de los límites andinos y con Santiago poniéndose de pie en el Comité de Descolonización de Naciones Unidas para alegar como abogado oficial de los derechos argentinos en las Malvinas. Y con los hermanos de la región y los vecinos más cercanos dejamos de considerarnos hipótesis de conflicto, iniciando un ejercicio de acercamiento que generó al Mercosur y la época de mejor convivencia en toda nuestra historia.
El ejemplo de la resolución 37/9 debería llamarnos a la reflexión. De no cambiar, seguiremos con la política exterior de la permanente frustración, la reivindicada hoy por los Kirchner: perennes campeones morales, buscamos quedarnos con la razón y otros se quedan con las islas, o las pasteras, y así eternamente. Las actitudes del todo o nada nunca produjeron cambio alguno, sino la prolongación del statu quo y la pérdida de oportunidades.
Perder el 2 de abril y ganar con la 37/9 fueron dos batallas de ninguna manera definitivas. La soberanía se va a resolver cuando la Argentina vuelva a ser un país respetado y con alianzas internacionales cuyo peso no se pueda ignorar. La discusión jurídica no es todavía ahora, pero ya es tiempo de convivir y trabajar generando ante el mundo el perfil de país que nunca debimos haber perdido.
por Miguel Ángel Pichetto
La Nación 2 de abril de 2022
*Excandidato a vicepresidente de la Nación (2019) y exvicecanciller (1996/99), respectivamente