Primera parte.
Estoy inmerso en el monte del casco. Lo forman centenares de robles. Cuando llegué, días antes de que se decretara la cuarentena, aún era verano y el esplendor del follaje daba una sombra refrescante. Pasó el otoño, el invierno y sus heladas hicieron más cerrado el aislamiento. Antes de caer las hojas tenían un color dorado que preanunciaba su muerte. Las que yacen en el suelo, abundantísimas y un poco más oscuras, forman una tupida alfombra que cubre el parque. El viento, que tanto ha soplado en estos cinco meses, las lleva y las trae.
Pienso en la memoria de este monte. Tantos hechos y escenas camperas habrá contemplado desde que fue plantado en los primeros años del novecientos. Las vidas y las vicisitudes de quienes lo poblaron, los innumerables temporales que soportó y sigue soportando de los que son doloroso testimonio los claros, los restos de los árboles caídos y las grandes ramas que faltan en no pocos de ellos.
En el margen del monte que da para el lado del campo abierto y el cañadón hay un roble probablemente cinco veces más viejo que algunas acacias que lo van invadiendo y cinco veces más grueso y mucho más alto que cualquiera de ellas. Un gran roble cuyo tronco tiene cuatro metros de circunferencia, con muchas ramas quebradas desde hace tiempo y con la corteza agrietada cubierta de antiguas heridas. Con sus enormes brazos y sus dedos cortos, separados sin ninguna simetría, se alza como un viejo monstruo airado y despreciativo en medio de las jóvenes y sonrientes acacias. Su vista me genera ideas y sentimientos contradictorios sobre las estaciones del año, sobre la vida y la muerte, sobre el amor, sobre mis hijos, sobre la suerte de nuestro país. Una cadena de pensamientos a veces reconfortantes y a veces no, pero melancólicamente tiernos.
Recordé que los robles eran venerados ya desde los tiempos primordiales, eran “el Árbol”, sus bosques más hermosos estaban consagrados a la divinidad, eran intangibles. Según Virgilio los primeros habitantes del Lazio habían nacido de los robles, como también las Ninfas y las Dríadas que exultaban junto con los hombres cuando las aliviaba la lluvia impetrada por los sacerdotes agitando ramos de roble hacia el cielo.
Julio César cuenta en “De Bello Gallico” que sus soldados rechazaban hacer leña de los bosques de robles. Tan sagrados los consideraban que creían que si usaban el hacha contra sus troncos les habrían arrancado lágrimas y sangre y que cada golpe se habría vuelto contra ellos en el campo de batalla.
Recordé mis tantos años gozando de este monte y a mis hijos y a los hijos de mis hijos deambulando y jugando en él…Nunca pensé que un día frente a una maldita peste le pediría abrigo y que hoy me hallaría en él recordando y divagando mientras inciertos rayos de sol atraviesan el cielo, casi como una respuesta al llamado de los robles.
De muchacho uno puede enamorarse de todo; pero si de tantas cosas con el pasar del tiempo se puede desamorar, el roble es el árbol que todavía me renueva aquella emoción. Y así fue como me llevó a reencontrarme, en una suerte de viaje de retorno en el juego enmascarado de la vida, con lugares y personas de mi propio pasado, o paseando con mi novia, o divirtiéndome con mis amigos, o siendo chico en compañía de los personajes de Julio Verne, de Dickens, de Salgari, o en las primerísimas luchas ideales, tan lejos de imaginar que pronto me habría perdido en los meandros de la vida inevitablemente llena de claroscuros. De todas esas cosas quizá se podría hablar, en recogido coloquio, solamente con aquellos que estuvieron en contacto con su espíritu. Exponerlas a los demás en la sociedad de hoy sería, muy probablemente, una tontería. Hasta podrían ser motivo de ironía, porque no me conocen. ¿Por qué deberían conocerme? Uno se encuentra, acá y allá, con mucha gente que va y que viene, nos conocemos y no nos conocemos. ¿Acaso nos conocemos a nosotros mismos? Nosce te ipsum, ya estaba escrito en el templo de Apolo, y conocerás el universo.
La muerte está presente ante nosotros desde que nacimos, es un hecho, pero al mismo tiempo está hoy delante nuestro porque estamos amenazados por una peste contra la cual hasta ahora no hay remedio ni vacuna. Los que transitamos los años altos sabemos que si la peste nos alcanza casi seguramente moriremos. Por más que soy consciente de que he vivido mucho y de que me queda poco nylon en el “reel” como dice un viejo amigo pescador, la idea no me gusta en absoluto. Amo la vida: la amo en mis hijos, en los hijos de mis hijos, en mi familia, en mis amigos, en el espíritu fraterno que me une a mis semejantes, en el estudio, en la lectura, en la escritura, en la música, en la poesía, en el campo, en los atardeceres pampeanos, en el mar y en la vela y, aunque menos que antes tengo proyectos: ¡la alternativa es…pésima!
No ignoro que una evidencia ineludible del mundo al que pertenezco, cristiano o ateo, es la muerte, cualquiera sea el sentido que le demos. Algunos preferimos el arte de vivir mientras otros, los poderosos, prefieren el arte de matar. Las guerras de todo tipo han proliferado y proliferan. El horror se repite. No bastaron las decenas de millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial. Solo la Unión Soviética tuvo 27 millones. Apenas terminada la guerra, hace apenas 75 años, dirigentes de buena voluntad se reunieron para discutir sobre el mundo por venir, un mundo que se quería unido, regido por reglas que mantendrían a las naciones unidas en la amistad y la cooperación. Fue en vano. Fueron propósitos en el aire, salvo algunos sectores en los que sí se ha avanzado, porque la acción real no se dirigió a solucionar los problemas reales: el subdesarrollo económico, la injusticia social, el empleo, los derechos humanos, la salud pública, la educación, la vivienda, el medio ambiente. Agrego que si bien es cierto que hay que tener los pies sobre la tierra también lo es que nuestra mente y nuestro corazón no deberían estar a ese nivel.
Se requiere un elemento esencial, un elemento espiritual. ¿Cual? Para algunos, la religión. Pero debería atender más al ser humano. Para otros -para todos, incluyendo a los creyentes- los valores fundamentales. Ante todo, la libertad individual en el marco insustituible de la justicia que consiste en dar a cada uno lo suyo a nivel social e individual. ¡Justicia, justicia perseguirás! Está visto que es difícil.
¿Quién lo dijo? Nuestros dioses parecen haber muerto, nuestros demonios están vivos…La cultura no podrá reemplazar a los dioses muertos, pero sí podría transmitirnos la herencia de lo que hay de noble en el mundo.
Dijo Einstein que la cosa más extraordinaria es que el mundo tiene, seguramente, un sentido. ¿Pero, por qué ese sentido habría de preocuparse de nosotros?
¿Cómo superar la situación de indefensión en la que estamos? ¿La vida será la de antes o el comportamiento de las personas cambiará? ¿Subsistirá la sociedad consumista y egoísta que excluye a tantos? No lo sé. ¿Quién lo sabe? ¿Servirán los recuerdos del infierno, nuestros sentimientos? Enfrentamos lo peor, pero cuando nos restablezcamos ¿olvidaremos el infierno? ¿Cual será el comportamiento de los países más poderosos? ¿Cada Estado pretenderá arreglárselas por si sólo? ¿O finalmente el mundo habrá aprendido la lección y esta vez se dará la verdadera cooperación real y concreta que no se ha dado hasta ahora?
Recuerdo aquellos versos … “Laissez-nous doucemente réapprendre la vie…Ne nous montrez pas encore un chien que mord…”.
¿La marea de la vida confundirá todo, como la del mar borró los castillos que de chicos construíamos en la playa de Ostende?
En Argentina la pandemia y la cuarentena larguísima no solo han traído consecuencias irritantes para mucha gente que se siente, con razón o sin ella, amenazada en sus libertades y que desafiando al miedo al contagio participa en marchas de protesta.
Me pregunto: ¿qué pasará con la vacuna?
No se sabe que inmunidad dará, por cuanto tiempo, frente a un virus que muta. ¿Será gratuita? La cooperación que se da en el mundo científico ¿cómo se conciliará con los fines de lucro de la industria farmacéutica?
Está visto que las repercusiones de la peste y en particular el larguísimo aislamiento producen graves consecuencias en la salud mental de muchos argentinos. Ante todo, un estado de stress crónico. Causan depresión, altos niveles de ansiedad, cansancio, insomnio, dolores musculares, malestar, irritación, impaciencia. Nos ponen en estado de alerta permanente, nos hacen vivir una incertidumbre profunda, un angustioso sentido de precariedad que concierne a la vida y a la muerte, a la salud, al trabajo, al tiempo, nos preguntamos cuándo terminará esto. No hay certeza en las respuestas. Las personas solas corren el riesgo de la apatía. Se de algunos, desesperados, que han caído en el más absoluto desconsuelo y han pensado en el suicidio: la última tontería que podrían hacer porque es la única que no tiene ningún remedio.
Estas consecuencias psiquiátricas podrían durar muchos meses y aún años según he sabido de distinguidos expertos en la materia.
Me pregunto: en Argentina ¿hay acaso una estrategia de prevención y de reconocimiento de estos problemas psíquicos, respecto sobre todo de las mujeres, los adultos jóvenes, las personas de edad, las que se encuentran en condiciones de precariedad, sin olvidar a los niños?
La pandemia amenaza la paz, produce desconfianza en el seno del pueblo, aumenta la desigualdad entre las naciones más poderosas y las más subdesarrolladas. También agudiza la desigualdad en el interior de las naciones: baste pensar en la situación que atraviesan las clases y sectores sociales más vulnerables de la población, los pueblos indígenas, los afroamericanos, los migrantes p.e. en América Latina el caso de los nicaragüenses que no son aceptados en los países adonde se dirigieron y tampoco en su propio país que no los deja reingresar. Ha producido un aumento de la violencia de género, v.g. en la provincia de Buenos Aires, para no ir más lejos. Ha afectado en especial a las personas de edad y a los niños: según la ONU hay 672 millones de niños en el mundo que corren grave riesgo de contagio para no hablar de la pérdida de tiempo de educación que afecta no solamente a los niños sino también a los adolescentes y a los jóvenes. Agrego que, a nivel mundial, más del 75% de los jóvenes se desempeñan en trabajos informales con todas las consecuencias negativas que van adosadas a esa situación en el campo de la salud y la seguridad social.
Todas estas desigualdades son males preexistentes a la pandemia que ésta ha agravado. Por eso el reclamo de volver a la “normalidad” es un desatino. Volver a la normalidad sería volver a los males anteriores a la pandemia, a la injusticia, a la exclusión, a la pobreza, a la miseria. Hace falta un nuevo contrato social que traiga menos desigualdad, tanto entre los países cuanto en el interior de éstos.
Con entusiasmo idealista fui uno de los participantes en aquel singular viaje que millones de argentinos emprendimos en 1958. Fue un prodigio que en aquel tiempo deslumbró como un meteoro que después cayó rápidamente. Muchos vieron y siguieron su luz y otros, movidos por el rencor y la ceguera, lograron apagarla. Desataron e hicieron prevalecer las fuerzas del mal, que nos harían descender a los infiernos de la tragedia y la decadencia. No bastaron, para impedirlo, intentos bien intencionados, pero así y todo llegamos a esta época turbia, caracterizada por el protagonismo indecente de lo subalterno, en cuyo seno subyace un extraño estado de irrealidad, de vocación surrealista para considerar los problemas fundamentales, adornada con discursos perimidos e invocaciones a riquezas y grandezas evaporadas…
A veces pareciera que la historia de nuestras últimas nueve décadas no fuera sino una historieta que refleja el más agudo y ciego deseo de los hombres: el de olvidar. Olvidar y, por lo tanto, tropezar una y otra vez con la misma piedra, insistir en hacer lo que te llevó a la ruina y persistir inevitablemente en seguir haciéndolo.
No se me pida que haga la lista de esas insistencias.
¿Donde vamos? ¿Una vez más, al desastre? ¿Esa es nuestra casa? ¿Es que no se toca fondo? Ugo La Malfa decía que un país puede no tocar fondo. ¿Será nuestro caso?
Hemos tenido brillantes individualidades (aún tenemos), gobiernos civiles de diferentes partidos, gobiernos militares, gobernantes probos y gobernantes corruptos, dictaduras y tiranías, terrorismo guerrillero y terrorismo de estado, una guerra descabellada y perdida, que han llevado al país al estado en que se encuentra. ¿Qué más se necesita? Me invade una gran humillación cuando viajo al exterior y soy objeto, en el mejor de los casos, de tantas manifestaciones de afectuoso pesar por Argentina.
¿Dónde estará el centro de los hechos que explican la tragedia argentina? ¿En la economía, en la política, en una identidad no encontrada? ¿O más bien en la cabeza de la gente, en el espíritu, en el que se han hecho pedazos los valores en los que creíamos y que muchos, aún, seguimos creyendo? ¿Donde está, cómo hallar, una unidad imprescindible para entender el proceso sin maniqueísmos? No veo que haya un factor determinante, que explique todo, la teoría de los factores es carente. Hay que empezar por el método: privilegiar la verità effettuale della cosa, non l´immaginazione di essa, por que verum ipsum factum. Hace más de quinientos años lo enseñó Machiavelli.
¿La historia avanza al revés? Resurge el antisemitismo mientras Israel, creyéndose una vez más el pueblo elegido, busca su expansión territorial a expensas de los palestinos. ¿Volvemos a las Cruzadas con el enfrentamiento entre el Islam y la Cristiandad pese a los esfuerzos de los Papas? En muchos países gobiernan regímenes de un variopinto “populismo” mediático. Los hay de todos los colores. Muchos están parados gracias a aquellos que han fundado un sistema propio de valores a partir de la educación denigrada impartida desde hace décadas en la televisión, a aquellos que leen pocos diarios y libros o directamente no leen nada, a los que cuando viajan compran indiferentemente revistas de izquierda o de derecha con tal que tengan en la tapa, según el caso, un lindo trasero o anuncios de los amoríos o las peleas de los “famosos”.
El fantasma de hacer tabla rasa de un pasado que no se quiere más siempre existió. Ha sido la lucha de todas las revoluciones. En el tiempo de los faraones Akhenaton quiso suprimir, quitar o destruir las figuras del politeísmo y especialmente del dios Amon. En Francia los protestantes del Mediodía trataron de borrar la herencia católica. La Comuna de Paris derribó la Colonne Vendome. Antes, la Revolución Francesa fue más lejos: con una batería de decretos trató de expurgar el espacio público y privado de todo aquello que recordaba a la monarquía. Después, la Revolución Rusa hizo lo mismo. Ahora, en Europa se la toman con Colbert y con Churchill. En Estados Unidos con Colón y con Lee. ¿Y en Argentina? También con Colón, con Roca, con Sarmiento… ¿En virtud de qué revolución? ¿Donde está la Revolución? Más bien hay involución, predominio de la mediocridad, de la deshonestidad, de la deslealtad y de la avidez de poder y riqueza. ¿Hay un pueblo que duerme? Una parte, no todo. La parte que está despierta tiene la chance de volver al Estado a su principio. Ha empezado a moverse. ¿Para donde rumbeará?
¿Ante la evidencia de un país en ruinas prevalecerá la discordia que separa en lugar de la fraternidad que une? No pretendo una sociedad de santos o de héroes, pero…¿Seguir enfrentados por discusiones de museo? Sí, es posible. Ya hemos visto que ni siquiera las pruebas más terribles -el terrorismo de la guerrilla y del estado, una guerra perdida, la ruina económica, la pobreza y la indigencia que manchan de vergüenza a la Nación, el crimen y la descomposición social- garantizan cierta dosis de sabiduría elemental y necesaria. En el fondo volvemos siempre a lo mismo porque hay quienes se creen depositarios de la verdad y siguen comportándose como si no hubiera pasado nada. ¿Nacimos para compartir el odio o el amor? Ambas cosas, irremediablemente, porque ambas están en el alma humana. La gran pregunta sigue siendo ¿Qué haces en la tierra donde reina el dolor?
por Roman Frondizi*
* El autor es jurista, ensayista, escritor