Un cuento de María Eugenia Lascano Quintana.

 

Del barrio me voy,

del barrio me fui,

triste melodía que siento al partir,

voy dejando atrás todo el arrabal

en mi recuerdo. *

 

Tomar la leche lo más rápido posible, dejar listos los deberes del cole, sacarme el uniforme y bajar a la vereda. No olvidar las tizas de colores, los patines y el álbum de figuritas con brillantina. Si tengo suerte mi mamá me dará un billete de $100 porque hace días que quiero comprarme ese caramelo de mandarina que viene en gajos, algunos palitos de la selva o una tira de mielcitas de colores.

El ascensor siempre se demora un poco más de lo que yo quiero y cuando llega, tengo que sostener la puerta y gritarles a mis hermanas, Caro y Luz para que se apuren. Al llegar el palier del edificio me preparo para una carrera, que a veces gano, hasta el portón de vidrio que se abre al jardín de adoquines y pocos autos de nuestra niñez.

En mi vereda habitamos siempre las mismas, las dos hermanas Escardó, las tres hermanas Spinetto y nosotras tres. Las voces de los animales, que viajan desde el zoológico de la esquina, se meten en nuestras conversaciones que sólo se limitan a proponer juegos y establecer turnos. Pisa, pisuela, color de ciruela, vía, vía este pie. No hay de menta ni de rosa, para mí, querida esposa que se llama Doña Rosa y que vive en Men-do-za. Sobre el final, cada vez que lo recito, la última palabra se contrapone en mi cabeza, con el Buenos Aires donde, en vez de Doña Rosa, vivo yo. Nos apoyamos erguidas contra la pared y la elegida va tocando los pies de las demás. Una a una quedamos eliminadas hasta que solo queda un pie, que convierte a su dueña en la ganadora y la ronda vuelve a empezar.

En nuestra vereda aprendimos a jugar, a poner reglas y a respetar turnos. “¿Y si jugamos a la escondida?” pregunta alguna. “¿A quien le toca contar?” agrega otra. Tuvimos que ser creativas. Los escondites no podían ser los mismos todas las tardes. “Piedra libre para mí y para todos mis compañeros” grita la última y nos salva a todas las que ya habíamos sido descubiertas al tiempo que sentencia a quien estaba contando a hacerlo de nuevo.

Cuando nos cansamos de correr llega el tiempo de jugar a algo sentadas, como indio y haciendo una ronda. Las opciones son tantas que el acuerdo se alarga en la enumeración de las posibilidades. El juego de la oca ya empezó ia ia ó, es muy divertido, sí, sí, sí. Es muy aburrido, no, no, no …, Antón, antón, antón pirulero, cada cual, cada cual, atiende su juego, y el que no, y el que no, una prenda tendrá… Jugando al huevo podrido, se lo tiro al distraído…

La alegría tiene hora de vencimiento. Dura hasta que alguna mamá llama a su hija por el portero eléctrico. Todas las tardes conseguimos estirar la felicidad un ratito más hasta que los faroles de la cuadra se encienden y los papás comienzan a llegar de sus trabajos. Entonces gastamos los últimos minutos en repasar los juegos que han quedado pendientes y prometemos que al día siguiente vamos a saltar al elástico, a la soga, que vamos a brincar desde la tierra al cielo en la rayuela, que patinaremos y daremos una vuelta a la manzana en bici.

Llevar nuestros cuerpos y juguetes hasta el ascensor. Tocar el timbre de casa. Dejar los patines en el lavadero, bañarse a prisa, ponerse el pijama y sentarse a comer. Nuestras pequeñas voces se funden en el deseo mutuo de soñar con los angelitos y se callan en rezos de manos juntas y ojos cerrados minutos antes de apagar la luz de nuestra niñez.

Me duermo cansada pero feliz y amanezco cuarenta años después.

Nunca más vi a mi barrio, ni a mis vecinas, ni a los juegos que solíamos jugar. No es sólo culpa del tiempo, que corroe la memoria y te obliga a descartar recuerdos para hacerle espacio al presente. Mi barrio, mi cuadra, mi iglesia, la panadería, el almacén y el quiosco de la esquina se alejaron geográficamente de mí cuando me vine a vivir a Chile hace quince años.

Los viajes al pasado son cada vez más costosos y menos frecuentes. Me pierdo en las rutas y autopistas de mi vida y siempre tomo algún desvío o hago una parada antes de llegar. Pero a veces, basta con entrar en cualquier panadería de mi Buenos Aires, para que, el aroma dulce de las medialunas recién horneadas reduzca mi cuerpo, como el de Alicia en el país de las maravillas, me vista de jeans y zapatillas, me suelte el pelo sobre la frente de pecas, me acerque al mostrador con timidez y me anime a pedirle a Gervasio, como cada domingo muy temprano, cuando todos aún dormían en casa, “una docena de medialunas, por favor, media de grasa y media de manteca”.

Entonces recupero un pedazo, tan pequeño y a la vez tan poderoso, de mi versión de niña que quizás, solo tal vez, haya vivido y reviva en el recuerdo de alguien más.

Si en esta andanza un día
me espera la vejez,
ya mi niñez le hará la segunda voz;
y al fin con dos gargantas,
a mi agonía,
le cantaré en la oreja del corazón. **

 

* Ayer – Daniel Melingo

** Milonga del Trovador – Astor Piazzolla