Por Ángel Medina
(Nos introduce en el relato, este fragmento de “La vida es sueño” de P. Calderón de la Barca, cuyos versos concluyen así: “Quejoso de mi fortuna/Yo en este mundo vivía/Y cuando entre mí decía: / ¿Habrá otra persona alguna/ De suerte más inoportuna?)
El señor “X” se encontraba deprimido. Mileurista, había roto con su pareja y le fallaba la próstata. Psicosomatizado y deprimido, consideraba a Job un émulo suyo. Un día encontró en el periódico un anuncio que llamó su atención y decía así: “Viaje a ninguna parte, pero con vuelta. Si está usted deprimido, insatisfecho, aburrido o cansado de la vida o es un Buda que se mira el ombligo le devolveremos el equilibrio perdido”, decidiendo comprobar de qué se trataba.
El empleado que le atendió vestía como una ficha de dominó, mitad blanco y mitad negro, y cuando fue requerido del por qué de aquella extraña vestimenta le respondió con una enigmática respuesta: ellos le mostrarían la negrura de la vida para que él pudiera encontrar la luz. Y también- algo importante- que el viaje correría por cuenta de la Agencia. Escéptico a la vez que intrigado pudo más lo segundo que lo primero y aceptó.
El vuelo duró varias horas. Aún no había amanecido, percatándose que el cielo estaba iluminado por deflagraciones. El país estaba en guerra y una vez desembarcaron fue trasladado al escenario de las operaciones e introducido en un búnker. Los obuses caían sobre el refugio. Después, se produjo el asalto del enemigo y los dos ejércitos mantuvieron una lucha cuerpo a cuerpo. La carga de bayonetas fue terrible, quedando tendidos sobre el campo de batalla un reguero de caídos: muertos, heridos y mutilados que se retorcían entre alaridos. En un improvisado hospital de campaña los cirujanos se aprestaban a amputar aquellos miembros que yacían colgados de los soldados macerados. El espectáculo era sobrecogedor y entre todos llamo su atención la figura yacente de un muchacho barbilampiño con el cuerpo deshecho y pegado a cuatro muñones. Envuelto por un coro de quejas y quebrantos de los que aguardaban su turno, la respuesta le dejó frío. Yo no cuento. He entregado la vida por mi país y estoy orgulloso de ello. No debo quejarme, a pesar del inmenso dolor que padezco, sabiendo que si sobrevivo seré un perfecto inútil que dependerá de la caridad de los demás.
Interiorizado, con el eco de sus palabras golpeándole la cabeza fue sacado de aquel lugar y conducido hacia su nuevo destino.
El siguiente lugar elegido fue el Estado de Virginia, en los Estados Unidos, llevándole su cicerone a la prisión estatal. A través de una amplia ventana podía ver el interior de la sala, fijándose en el robusto sillón de madera maciza, de cuyos brazos y patas brotaban como raíces unos correajes gastados por el uso. El grupo de visitantes permanecía en silencio sepulcral, penetrando en ella un sacerdote y dos fornidos guardias que custodiaban al condenado, al cual obligaron a sentarse en el armatoste inventado por Harold P. Brown, el que fuera polifacético empleado de Thomas Edison. En tanto le ataban el clérigo recitaba unas frases de la Biblia. Luego, le adhirieron unos electrodos a la cabeza y las piernas, comenzando a gritar como un poseso en un baldío esfuerzo por librarse de las ataduras. El verdugo conmutó una palanca y le fueron aplicados dos choques eléctricos durante varios minutos que vinieron a romper la resistencia de la piel, y, una vez conseguido, redujo el voltaje, aumentando la intensidad para que no acabase quemado como un bonzo, alcanzando la temperatura corporal los 59 grados, con el consiguiente daño mortal para sus órganos internos. Pero el hombre era fuerte y pudo soportar el trance, por lo que continuó aplicándole la elevada carga, hasta el punto de que su cabeza comenzó a arder como una tea. Finalmente, una vez certificada su muerte le desataron, teniéndose que separar de los cinturones los trozos de la piel quemada.
Con los ojos desorbitados por el infernal espectáculo, el señor “X” sintió cómo se mojaban sus entrepiernas hasta quedar empapado. ¡Relájese! Le aguardan más emociones- le anticipó el guía.
El tercer destino estaba en España, dirigiéndose hacia el valle del Laguar en el cual se encuentra el sanatorio San Francisco de Borja. A la entrada había un monolito a la memoria del doctor Hansen, descubridor del bacilo en 1873. Los jesuitas cuidaban a los internos. Se diferenciaban de los de la antigüedad porque no vestían harapos ni debían advertir de su presencia haciendo sonar una campanilla, pero los signos de la terrible enfermedad eran los mismos. Las úlceras laceraban sus cuerpos produciéndoles hinchazones, además de la pérdida de sensibilidad en sus extremidades. Algunos, desahuciados por una sociedad cuya estética se basa en la belleza y repudia la repugnancia tenían una tronera en la cara, un boquetón carcomido por el mal al que habían de alimentar poniendo en su rostro un trozo de carne para que fuese fagocitada. En tanto se lo explicaba se cruzó en el camino una pequeña leprosa, que en lugar de mano tenía muñones, sorprendiéndose al verla sonreír.
El periplo finalizaba en Viena, donde se halla el mayor manicomio del mundo y cuyos pabellones se encuentran enlazados por un ferrocarril, albergando hasta tres mil internos. Un grupo de ellos reían estridentemente, sin ton ni son. Más allá, un hombrecillo desaliñado se esforzaba por dar caza a una mosca invisible; a algunos le resbalaba la baba y asomaban los mocos por sus narigones invadidos de vasos capilares que denotaban el alcohol que presumiblemente llevaban en la sangre desde quién sabe cuándo. Todos desheredados de la tierra. Gente segregada de la sociedad, algunos, tal vez por el delito de ser diferentes. Quizá una muestra de cordura ante la locura colectiva de los que están fuera de los muros.
Antes de marcharse se les acercó una mujer con el pelo alborotado, ojos inteligentes y llorosos, espetándole a modo de despedida. No todos estamos chiflados. También los hay cuerdos. Muchos de los que están al otro lado podrían acabar sus días aquí. La sociedad está enferma y desequilibrada. ¿Sabe por qué?: Porque al mundo le falta la esperanza.
Al punto, dos robustos celadores la asieron por las axilas y se la llevaron en volandas hacia la enfermería para aplicarle una sesión de electro shock.
El viaje había concluido y regresaron a la Agencia. El señor “X” fue llevado al despacho del director, encontrándose con un hombre que debía frisar los sesenta y pico. Era adiposo y se mantenía erguido en el sillón sujeto por una abrazadera a la altura de la cintura. En seguida se percató que no podía ver, pues las cuencas de sus ojos estaban vacías. Tampoco oír, al carecer de orejas. Era, además, mudo, pues su boca no tenía labios, faltándole media lengua y tampoco tenía brazos ni piernas.
- El despojo de persona que tiene ante usted- le dijo el guía- es mi padre. Hasta no hace mucho, habiendo amasado una fortuna vivió como un crápula pensando sólo en él, hasta que sufrió un grave accidente que le dejó en la situación que puede ver. De nada le sirvió todo el dinero que tenía y los médicos no pudieron hacer otra cosa que operarle varias veces para salvar su vida, quedando en el estado actual. Lo último que perdió fueron los brazos y antes de que le fuesen amputados dejó escrito un testamento que habría de ser su postrera voluntad. ¡Venga, se lo mostraré!
Entonces, abrió una caja fuerte y extrajo un papel, ofreciéndoselo para que lo leyese.
- “Mientras vivimos plácidamente nos despreocupamos de lo que nos rodea. Viví como un animal y quiero morir como un hombre. Por eso, lego toda mi fortuna a la institución para que pueda hacer entender que la vida es hermosa a pesar de todo. Y que, si echamos la mirada atrás, nos daremos cuenta que hay otros más desgraciados que nosotros. Somos hombres y no cosas. Nunca debemos perder la paz interior. El alma.”
Finalizada la lectura el señor “X” le prodigó una mirada de ternura. En ella podía advertirse que había asimilado las experiencias vividas. A pesar de la problemática realidad, debía apreciar lo que tenía, desde la sonrisa de un niño, la ternura de quienes nos aman, el aire que respiramos, el calor del sol o el equilibrio emocional, que sólo cuando las perdemos aprendemos a valorarlas, entendiendo que siempre habrá quienes soportan mayores sufrimientos. Y conmovido, superando la repugnancia abrazó aquella mole de carne que le había congratulado con la vida.