A veces recuerdo la historia de aquel doctor Jekyll, cuya personalidad se desdoblaba. Es la pugna entre el Dualismo y el Monismo. Para los primeros existen dos principios: el bien y el mal. Para los segundos todo se reduce a un único tipo de materialidad: la física o la no física (el mundo del espíritu)
Existe en mí una coadicción. Un desdoblamiento. Parece que mi “yo” estuviese duplicado, y tirando de mí los dos, consiguen desestabilizar mis emociones.
Conozco lo estresante de las esperanzas que alberga el silencio de la noche, que se repiten como el eco y se propagan como las olas, produciéndome ansiedades; el sabor de besos y caricias que deseo que vuelvan a mí y se retrasan; los delirios de mi alma cansada, que durante el día embriago con el torbellino de los ruidos, pero que, al ennegrecer las horas, entibian mi espíritu. Conozco el dolor que produce el transcurrir del tiempo aguardando serenarme, y sin embargo permanece el desasosiego. Sé de mis derechos, pero la vida se empeña en negarme muchos de ellos. Soy consciente de los gemidos que brotan de lo más anímico y carnal de mí, y de los coloquios demoníacos que turban mi ser. Pero, cuando siento el sinsabor con más vehemencia, es cuando me enfrento a mí, y dudando, me pregunto quién me habita. Éste es mi suplicio, el más desgarrador de todos. Gusanos hediondos que brotan de mis irreflexivas reflexiones.
Siento la fuerza de lo que soy y desearía que no fuese. Y vivenciándolo, transformando ese caudal en río de sangre, inunda mi mente, dividiéndome, sintiéndome un “no-yo”. Sé lo que querría tener y ser, al tiempo que conozco lo que tengo y en consecuencia me hace ser. Porque, mi alma, demasiado frágil, humana, demasiado humana, careciendo de la fortaleza titánica de los ángeles, se turba al constatarlo.
¡Cuántas veces he dialogado conmigo para hacerme entender lo fútil de la quimera, y que he de aceptar la realidad! ¡Cuántas veces he comprobado que mis lágrimas no consiguen hacérmelo entender! ¡Cuántas veces he pactado conmigo continuar adelante sin mirar hacia atrás, tomar lo que tengo y ceder lo que se escurre por entre mis dedos! Y cuando parece que he firmado un consenso con la vida y conmigo, de repente, cuando menos lo espero vuelve el aguijón a picotearme. Se me antoja tal si me sumergiesen en el interior de una campana y comenzasen a golpearla desde fuera, produciéndome una sensación ensordecedora, multiplicada por el eco de mis lamentos, que se confunden con los tañidos.
¿Cuántos años hace que vivo en compañía de mí? ¿Cuántos vengo dándole vueltas a mi cerebro, tratando de barnizar las ideas? ¿Cuántos intentando poner orden en la confusión de mi corazón?
Cuando me miro al espejo y busco gustarme, más allá de lo que veo, observo mis cabellos que se mecen al compás del viento, mostrándome que se hacen más escasos; mi arrogancia ahoga cualquier humildad; mis pupilas escudriñantes, como las de un ave de presa desean confiar en sus propias fuerzas y al tiempo desconfían de sus posibilidades. Mirada serena y a la vez fisgante; los labios se mantienen expectantes, frescos y mustios a la par, porque estando hechos para la caricia, en lugar de recibir una catarata de mimos ha de contentarse con la sequedad que resquebraja su fina piel, de los que brota la poesía más tierna, y a veces, esos versos, constatando la realidad, se tornan en dagas que se clavan sobre la epidermis de mi perceptibilidad. Entonces, soy consciente de la palidez extrema; mis ojos, reflejos del alma arrojan cúmulos negros de tristezas; mi boca queda semi abierta, proclamando la sed de ser enjugada por un rosario de ternuras; las greñas se me enmarañan y toda mi epidermis se torna tensa, como un salvaje que ha perdido la esperanza; así, mis pupilas que quieren mostrar la bondad y lo agradable, se transforman en negras madrigueras de serpientes que arrastran su vida por el fango de los lodazales. Y clavando la mirada en lo que contemplo, se me antoja que el espejo me devuelve la imagen riéndose de quien se la proporciona.
Triste destino el mío: soportarme, sin soporte. Sin un punto de referencia donde hacer coincidir el peso de la carga. Porque… ¿no será esto lo que he de procurarme? ¿No tendré que encontrar un punto de inflexión en el cual descargar mis frustraciones? ¿No podría encontrar un atisbo de certidumbre, si fuese capaz de establecer un diálogo con mi otro yo, en lugar del soliloquio conmigo?
¿Soy cuerpo con alma o carezco de ella? ¿Cómo liberar a ambos del tormento? El cuerpo, de las pasiones que anhelo y necesito, de la embriaguez del vino de la vida, savia que riegue mis arterias más vitales; mi alma, haciéndola descansar en una creencia, más allá de lo efímero del mundo.
¿Cómo transmutar, como hacían aquellos hombres del Medievo, que buscaban convertir el metal en oro, transustanciándolo, es decir, que el oropel que me brinda la vida, si no soy capaz de transformar sus quilates, al menos resulte una aleación que no turbe más mi ánima y me haga aceptar tal cual es mi existir, procurando modificar lo que sea posible, consiguiendo que el resultado sea una ecuación que atempere mi ánimo? ¿Será, acaso, que he apuntado demasiado bajo y la flecha se pierde en el arco, en lugar del infinito cielo al que señala?
Porque, yo quiero ser “yo”. Por encima de tantos “tú” que como la sombra caminan en pos de mí, pero que soy incapaz de atraparlos.
Sé que, quien tiene un deseo, tiene ya la semilla que irá creciendo desde su interior, y tal vez un día pueda plácidamente observar el fruto de lo que antes fue quimera. Soportarme a mí, en lo que tengo de animal y de ángel, en cuerpo y alma. Sé que la perfección no cabe en mí, porque soy humano. Sé que siempre desearé aquello que no tengo. Pero sé también, que, si me planto ante mi sombra, ante los fantasmas que me susurran con sus voces invisibles, y pacto conmigo ser yo, aun a costa de no ser el que anhelaría ser, esa realidad me hará poner la primera piedra del edificio, no de la conformidad, sino de mi propio equilibrio. Y a partir de ella, iré colocando ladrillo a ladrillo mi vida, abrazando lo que amo, aceptando lo que no tengo, rechazando las tentaciones del absolutismo, esto es, o tenerlo todo o no tener nada ¡Mas, ah funestos pensamientos! ¿Podrá la finitud saciarse sin apuntar hacia lo infinito? Y confiando que yo soy infinitamente más que las cosas, buenas o malas; que las personas que me rodean y afectan, me traigan el bien o la ruina, entenderme como soporte de mi propio yo. ¿De lo inmanente a lo trascendente? Tal vez entonces estaré en condiciones de navegar con bonanzas y galernas, hundiendo la proa en los abismos o levantándola hacia el cielo bajo una luna sonriente en cuarto creciente, y siempre tendré la oportunidad, sin estar sometido a las tensiones, de elegir libremente mi propio camino, aunque éste sea tan difícil de trazar como la raya en el agua por la que surca el velero de mi vida. Quizá de esta manera Cronos no echará sus raíces definitivamente en mí y me sobrevendría la armonía, y, trascendiéndola, ser trascendido.
por Angel Medina