Desde hace un tiempo referentes del kirchnerismo, entre los que se destaca la expresidenta Cristina Fernández, manifiestan la necesidad de reformar la Constitución, hablan de su sustitución por otra que se adapte a los tiempos que corren. Estas declaraciones nos sorprenden, dado que en el difícil momento que está viviendo el país no están dadas las condiciones que definen a la oportunidad y a la necesidad de llevar a cabo tan trascendente decisión. Estas voces reformistas parecieran desconocer la importancia de una Constitución, que es la piedra basal en la que se sustenta la República, resguardo de las libertades y del respeto de la persona humana para impedir que el gobernante se transforme en un déspota.
El carácter supremo de una Constitución la erige en fuente de validez de todas las normas y demás actos de gobierno que se dicten en consecuencia. Regula las relaciones entre gobernados y gobernantes y entre los poderes del Estado, de modo de asegurar entre ellos equilibro y control recíproco. Brinda previsibilidad y la seguridad jurídica que permite el normal desenvolvimiento de la comunidad, cuyos miembros pueden emprender sus actividades sin temer un cambio de reglas sobreviniente.
La Corte Suprema la considera el palladium de la libertad, que no es suspendible en sus efectos ni revocable según las conveniencias públicas del momento; es el arca sagrada de todas las libertades, de todas las garantías individuales, cuya guarda severamente escrupulosa debe ser el objeto primordial de las leyes, la condición esencial de los fallos de la Justicia Federal (Caso “Sojo”, 1887). Es un instrumento que debe tener una vigencia lo más dilatada posible en el tiempo. Por eso, si bien la Constitución contempla su reforma, para ello se prevé un procedimiento mucho más exigente que el que rige para la sanción de una ley. El ejercicio del poder constituyente reformador requiere del pronunciamiento de la mayoría absoluta de los miembros de las dos cámaras del Congreso y, luego, de la elección de los integrantes de una convención constituyente, que es la que realizará la reforma.
Alberdi consideraba la Constitución una transacción política fundamental y, en consecuencia, que la reforma debía ser el fruto del consenso de las fuerzas políticas y sociales. En el mismo sentido, Madison sostenía que es una obra colectiva de sucesivos acuerdos. Los padres de las constituciones argentina y estadounidense expresan la importancia de los consensos entre los miembros de una comunidad para lograr que aquellas sean legítimas y aceptadas por todos. La historia argentina muestra un número inmenso de desencuentros.Ya en 1810 se había manifestado la necesidad de contar con una Constitución. En 1819 y 1826 quedaron en el camino dos constituciones luego de cortísimos períodos de vigencia. El unitarismo y un marcado elitismo fueron las causas del fracaso. En 1830, una convención reunida en Santa Fe para elaborar una Constitución fue malograda por la guerra civil de 1828-1831, la cual, sin embargo, propició el nacimiento del Pacto Federal (1831), virtual Carta Magna argentina por años. Este acuerdo establecía que el gobierno de la provincia de Buenos Aires (la mayor y más poblada, así como la que tenía contacto directo con Europa) estaba “encargado de las relaciones exteriores de la Confederación Argentina”. El gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, se mostró renuente a realizar la convocatoria a un Congreso Constituyente tal como lo exigía el Pacto, por lo que hubo que esperar a su destitución por parte del gobernador de Entre Ríos, Justo José de Urquiza, para la realización del mismo.
La organización nacional lograda en 1853 con la sanción de nuestra Constitución no fue suficiente para impedir que la provincia de Buenos Aires se separase de la confederación. Fue necesaria la batalla de Cepeda y la firma del Pacto de San José de Flores para que, en 1860, luego de una reforma, Buenos Aires se incorporase a la Federación y naciera la Nación Argentina moderna. En 1866 y 1898, se sucedieron dos reformas menores. En el siglo XX la Constitución fue modificada en 1949, 1957, 1972 y finalmente en 1994. La de 1949 importó prácticamente la sustitución de la Constitución histórica y fue el producto de la imposición del peronismo, que, forzando la mayoría requerida, consideró que era suficiente la mayoría de los miembros presentes de las dos cámaras del Congreso para la declaración de la necesidad de la reforma, en violación del artículo 30, que exige la mayoría de la totalidad de los miembros. Su duración fue muy efímera, pues el golpe militar de 1955 la dejó sin efecto y luego el gobierno de facto que siguió a la denominada “Revolución Libertadora” convocó a una convención constituyente a través de una proclama y con la proscripción del peronismo. Solo se modificaron dos artículos para luego disolverse la convención por falta de quorum y sin haber finalizado su agenda de trabajo. La denominada “enmienda Lanusse” fue realizada en 1972 por un gobierno de facto y rigió solo unos meses, ya que fue derogada por el Congreso elegido en 1973. Este derrotero institucional ilustra por sí solo las dificultades que hemos tenido para conseguir acuerdos pacificadores que permitieran contar con una Constitución en el siglo XIX, y que las reformas fueran el producto de consensos.
Recién en 1994 se produce la reforma que consideramos más legítima de nuestra historia, pues fue el resultado de un acuerdo y luego sancionada por unanimidad de los convencionales constituyentes que representaban a 19 partidos que abarcaban a todo el arco político. Saldó una cuenta pendiente; por una parte, se aceptó la derogación de la reforma de 1949 y, por la otra, se aceptó la incorporación del artículo 14 bis, que había sido sancionado en 1957. Sin embargo, no se cumple gran parte del nuevo articulado. Destacamos la falta de sanción de la ley convenio de coparticipación federal de impuestos, que, conforme a una disposición transitoria, debió dictarse, como máximo, el 31 de diciembre de 1996.
El cambio frecuente de las reglas constitucionales puede producir la idea de que las mismas tienen carácter coyuntural, impidiéndose que el transcurso del tiempo permita su mejor conocimiento y comprensión. Todo lo cual aleja en el espíritu de los habitantes la necesaria vivencia de que se trata realmente del edificio institucional de la República. Hoy se impulsa una propuesta de reforma que, lejos de unir, divide y contradice los principios más elementales de un Estado de Derecho. Se habla de eliminar el Poder Judicial convirtiéndolo en un servicio, de colocar jueces militantes en la Corte Suprema, entre otras modificaciones similares. A quienes están detrás de ellas, cabe expresarles que el problema de que adolece la Argentina, con la vigencia de su Constitución, no reside tanto en la bondad de sus cláusulas, sino, más bien, en la poca inclinación al cumplimiento de las mismas. Empecemos respetando lo que tenemos, antes de apresurarnos en modificarlo, con el grave riesgo de perder en el intento la base mínima de seguridad jurídica, que constituye el insumo básico de toda comunidad que aspire a vivir en democracia.
por Daniel Sabsay
Profesor titular y director de la carrera de posgrado de Derecho Constitucional de la UBA
FUENTE: La Nación, 24 de octubre de 2019
Comentarios por Carolina Lascano