La persistencia de alzas de precios generalizadas, a pesar de la retracción notoria en la actividad económica, particularmente en los tramos de consumo masivo, configuran un cuadro que ha sorprendido en muchos aspectos a los operadores políticos que esperaban una reacción más rápida de la fuerza productiva del país. Lo cierto es que, como fenómeno complejo y largamente arraigado en nuestras estructuras económicas e institucionales, la suba de los precios se retroalimenta a través de muchos factores. Ahora bien, cuando la inflación se convierte en una situación crónica, como ocurrió en nuestro país, esto tiene efectos culturales e institucionales.
El dinero es, básicamente, un título de crédito que permite adquirir bienes y servicios que produce la sociedad que emite ese dinero. Concretamente, con pesos argentinos vamos a comprar principalmente bienes y servicios en la Argentina. De ahí que el dinero existente en poder de los argentinos y los bienes y servicios que se producen y venden en la Argentina, forman un correlato estrecho. En consecuencia, una moneda vale en términos del cambio con otras, en la medida de la pujanza y creatividad de la economía nacional que la emite.
Toda economía moderna implica en su base tendencia al crecimiento, entre otras razones, impulsado por el incremento vegetativo de su población que hace que haya más personas demandando y produciendo a lo largo de los años, o sea que se produzcan progresivamente más bienes y servicios, que además de reponer lo que se desgasta, provea al nivel de vida de la población. Esta sencilla reflexión permite advertir que si quienes cuentan con pesos optan por otra moneda, esto está vinculado no sólo con la producción sino con la productividad del conjunto. La moneda dólar fácilmente accesible y utilizable en gran parte del mundo, remplaza una función de reserva de valor y universalidad en la transacción que antiguamente cumplían el oro y la plata. John Maynard Keynes observó que si el excedente entre el ingreso y el gasto se invertía, por canalización a través del sistema financiero, tenía un efecto benéfico en la formación del capital y la inversión, y el consiguiente crecimiento de la economía. Si en cambio, se “atesoraba” resultaba estéril desde el punto de vista macroeconómico, de modo que la virtud privada de ahorrar devenía en un mal para el conjunto. Y esto ocurre con nuestros ahorros en dólares, que no son fruto de la malicia, sino de la protección ante la pérdida de valor adquisitivo del peso, vinculado a la baja productividad de vastos sectores de nuestra población y organización económica, que por insuficiencia de capital de trabajo o de recursos humanos capacitados para movilizarlo, determinan un estancamiento que se está convirtiendo en secular. No es la distribución del ahorro no gastado lo que soluciona este problema, sino su canalización adecuada hacia el trabajo productivo. Que no debe confundirse con el mero “empleo que genere ingreso”, que es lo que tiene gran parte de nuestra población teóricamente activa y casi con desesperación buscan los desocupados, sino la generación de un orden económico de mayor productividad per cápita, lo que no significa trabajar más horas, sino más eficientemente, aplicando más capital, incorporando capacitación, innovación y tecnología.
Son notorias las trabas que impiden que una fórmula que confía en el mercado pueda funcionar. No tenemos mercados dotados de transparencia, variedad de ofertantes, libertad de entrada y salida de los factores, sino de competencia más que imperfecta, altamente distorsionados por las concentraciones de poder económico y por nichos políticos e institucionales de garantías sectoriales de rentas. Concurren factores complejos –baja productividad, secuela de la baja inversión, la poca capacitación y consiguiente lenta respuesta ante el cambio tecnológico, lucha de sectores (capital, grande o mediano, sindicatos, el Estado mismo en sus diversas variantes –federal, provincial, municipal- con sus impuestos, los jubilados y pensionados, los desocupados o marginados), conformando las capas de una torta de la que el público ve solo la superficie, el precio final de los productos en las góndolas de los supermercados o en las facturas de los servicios.
No cabe duda que hay una firme política antiinflacionaria sectorial por parte del Banco Central, empleando una de las estrategias más conocidas, consistente en operar sobre las tasas marginales de recupero de las inversiones a través del costo del crédito, subiendo o bajando la tasa de interés de los bonos públicos, que es en sí válida, pero sólo en períodos cortos, pues puede volverse contraproducente, pues no funciona bien si a la vez no están aún seguros y estables los aspectos institucionales, ni se tiene un presupuesto equilibrado en el sector público. Es un instrumento de sintonía fina que recién resulta eficaz dados dichos supuestos de seguridad jurídica e institucional.
Esto está manifestando efectos colaterales, de transferencia de ingresos a favor de la especulación financiera y de impacto recesivo y desorientador de las decisiones de inversión productiva, lo que, a su vez, choca contra el aliento a la innovación y la creación de puestos en el sector real.
Es que, siendo la inflación un fenómeno complejo, no tiene ninguna solución sencilla ni de “escuela”, pues las acciones orientadas a la tan ansiada estabilidad monetaria con crecimiento deben fundarse en una estrategia obligadamente también compleja, abarcativa y multisectorial , que, como tal , no puede ser hecha por los particulares, siendo de clara competencia del gobierno, pero no exclusiva del mismo, pues le corresponde a éste liderar e involucrar a todos los actores sociales en el acompañamiento y participación en sus políticas.
Por exceder el marco editorial he preferido, para quien tenga paciencia , insertar esta nota complementaria sobre la correlación ente la destrucción de nuestra moneda y las devaluaciones. Luego de décadas de relativa estabilidad, la tasa promedio de inflación entre 1948 y 1974 fue de un 28% anual. En los primeros veinte años (1946-1966) la depreciación fue del 9056,5% (con un promedio mensual del 20,7%) y las devaluaciones frente al dólar el 1580%. Hacia 1970 se hizo una primera cirugía cosmética, al sacarse dos ceros a la moneda nacional, que había sido creada en 1881 (m$n 100 pesos: 1$ ley 18188) con una paridad de 1US $:3,50$ ley. Duró poco este maquillaje, pues en 1983 fue preciso sacar otros 4 ceros ($10.000: 1 peso argentino), dado que se había acumulado una depreciación del 8228%. Y, casi de inmediato, en junio de 1985, se lanzó el plan Austral, y se sacaron esta vez tres ceros ($a.1000:1 Austral) pues en esos pocos años, desde 1982, se había superado el 52.504%. Pero la inflación no pudo ser contenida, conformándose un panorama de estancamiento con inflación (stagflation). En 1989 se produjo una corrida hiperinflacionaria, que elevó los precios al consumidor durante el año siguiente en más del 4923%. En julio de ese año era del 196,6% mensual. Entre 1989 y 1991 se declaró la emergencia económica-otro persistente indicador relevante de la fractura cultural e institucional- que inmovilizó y licuó el gigantesco pasivo público, más la devaluación, unida a la generalizada dolarización de facto emprendida por la gente como autodefensa, lo que facilitó la salida por vía de la convertibilidad de una nueva moneda atada al dólar. La moneda se había desvalorizado un 1350% adicional, y se llegó a una debacle completa que terminó en otra declaración de emergencia, cesación de pagos y reforma del sector público, (leyes 23695 y 23696 de 1989) más consolidación de la deuda pública (ley 23982 de 1991), lo que tampoco fue suficiente para detener la aceleración, que culminó nuevamente en hiperinflación, ya que hasta la ley de convertibilidad-ley 23928- se acumuló un 1500 %. En enero de 1992 se cambió nuevamente el signo monetario, sacando cuatro ceros a la ratio A10.000: un peso. Para calzar esto se dejó flotar libremente la cotización de las divisas. El dólar que cotizaba a A17 en 1989, pasó a A10.000 en diciembre de 1992, redondeándose así la nueva paridad un peso: un dólar. Aunque la década de 1991/2001 fue de relativa estabilidad de precios – con un total de 29,14% en el nivel del consumidor, esto se debió a artilugios financieros y a fuertes endeudamientos, que capotaron en 2001. O sea que diez billones de pesos moneda nacional de 1969(diez millones de millones, $10.000.000.000.000) equivalían a un peso, en paridad con un dólar de veinte años más tarde. Esa paridad hoy es un dólar, cuarenta y dos pesos, lo que significa una devaluación del 4200% entre 2001 y 2019. La devaluación frente a las monedas extranjeras no es sino el espejo o réplica de la inflación. La percepción ciudadana varía según las canastas, por existir distintos tipos de consumo, y la incidencia en determinadas épocas de precios controlados por vía directa o compensada con subsidios como ha ocurrido con el transporte y la energía.
Como se ve, hemos logrado destruir varias veces el sistema monetario, viéndonos obligados a sucesivos cambios de su signo ( moneda nacional, pesos ley 18188, pesos argentinos, australes, pesos convertibles dolarizados, pesos sin convertibilidad), sin poder siquiera a veces realizar cuentas confiables, entre el exceso de ceros y la necesidad de acudir a índices de corrección, no siempre fiables.Es un hecho notorio y evidente que seguimos en alta inflación, pues el más elemental manual de economía califica de ese modo a la que supera dos dígitos (10% anual). Nosotros venimos sufriendo porcentajes potenciados que triplican ese piso, y digo potenciado porque no se suman año a año sino que cada período implica una suerte de interés compuesto sobre la anterior.
Por Roberto Antonio Punte