Por Gregorio A. Caro Figueroa
“La esencia de una Nación consiste en que todos los individuos tengan mucho en común, pero también que todos hayan olvidado bastantes cosas”, dijo Ernesto Renán en “¿Qué es una Nación”?, su conferencia en la Sorbona en 1882. Proust apuntó que “el olvido es una de las formas que reviste el tiempo”.
Añadió Renán: “todo ciudadano francés debe haber olvidado” la Noche de San Bartolomé cuando, entre el 23 y 24 de agosto de 1572, se produjo en París el asesinato en masa de protestantes franceses de doctrina calvinista, uno de los episodios más sangrientos de las guerras de religión.
Cincuenta años después de aquella conferencia de Renán, en otra disertación en París, Paul Valery recordó un episodio que le contó Edgard Degas, el pintor impresionista. Ocurrió en los primeros años de la década de 1840, cuando Degas tenía 7 años.
Una tarde, el niño acompañó a su madre a visitar a la viuda de Joseph Le Bas, quien fuera partidario de Robespierre y miembro del Comité de Salvación Pública. Le Bas se suicidó de un balazo en 9 de termidor (julio) de 1794.
Terminada la visita, la madre de Degas se detuvo en una sala cubierta de retratos. Al ver los rostros lanzó un grito de horror “¡Cómo! Todavía guardan aquí las caras de esos monstruos”. “Cállate, Celestine – replicó ardientemente la viuda de Le Bas- ¡Cállate!… ¡Eran unos santos!”. Obviamente, memoria y sentimiento de la viuda de Le Bas eran, no solo diferentes, sino opuestos a los de madame Degas.
El historiador Bernardo Frías refirió que en 1893, en Salta, visitó a Francisca Valdés para pedir datos sobre Güemes. Por única respuesta, aquella dama de 90 años dijo: “Cállate hijo mío, no me hables más de ese bandido”. Cuando murió Güemes, Francisca tenía 18 años. 72 años después, su rencor permanecía intacto.
En su libro “Exégesis de lugares comunes” (1913) Léon Bloy incluyó un capítulo con esta pregunta: “¿Qué hacía usted en 1870?”. Según él, aquel interrogante, convertido en síntesis de todos los lugares comunes, todavía era frecuente a comienzos del siglo XX, pero consideró que “no tendrá ya sentido para la próxima generación”.
Para Bloy, ese lugar común era “una tangente para huir del momento de peligro”. Aquel año, ante el eclipse de Napoleón III, el derrumbe del Imperio, y las vísperas de la guerra con Alemania, gentes de buena posición huyeron despavoridos, presas “del infame, ingenuo y clásico terror del rentista”.
Para el apasionado Bloy, exponente de la vieja generación, aquel rancio resentimiento no se había extinguido.
En 1913, 43 años después, Bloy decía asistir al “desfile en la gran ruta del silencio” de los que, habiendo podido hacer algo en 1870, nada hicieron, mientras los campesinos pobres afrontaban la guerra solos, sin pan y con frío. “¡Vaya uno a preguntarles a nuestros grandes hombres que han pasado los cincuenta años de edad qué hacían en 1870!”, bramó Léon Bloy.
Si de modo parecido pero no idéntico, creencias, memoria e historia eran factores de cohesión de una Nación, también lo era, y lo sigue siendo, el olvido de “bastantes cosas”.
La obstinación en mantener intactas memorias e historias sesgadas, realimentaba una inagotable fuente de discordias, de rechazo a lo diferente y a convivir en paz.
Frente a la afirmación de George Santayana: “Los que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo», no solo se alza aquel poder olvidar “bastantes cosas”. David Rieff, en su reciente libro “Elogio del olvido. Las paradojas de la memoria histórica”, radicalizó esa idea. Plantea que la memoria histórica puede resultar tóxica y que, a veces, lo correcto es olvidar.
Contra la afirmación de Santayana Rieff refuta: «No hay ninguna evidencia de que esto sea cierto». Al contrario, «desde el punto de vista empírico, sobran las razones que respaldan el argumento contrario: en muchos lugares del mundo no es la renuncia sino el apego a la memoria la causa aparente de que las sociedades sean inmaduras».
Polémico y provocador, Rieff critica que el elegir entre recuerdo y olvido sea cuestión de vida o muerte. “Es verdad que si optamos por el olvido cometemos «una injusticia con el pasado». Pero recordar significa cometer «una injusticia con el presente». La conmemoración «podrá ser aliada de la justicia», pero «pocas veces es aliada de la paz»”.
Para Muñoz Molina, Rieff propone, cautelosamente, reflexionar sobre la conveniencia de cierto grado de olvido, que ha de ser sobre todo no el olvido de lo que sucedió en la realidad, “sino una visión crítica del pasado que ponga el rigor de la historia por encima de una memoria volcada en el fortalecimiento de la identidad colectiva, dedicada a proveer justificaciones para los fracasos y coartadas ennoblecedoras para los abusos y los crímenes (…)”.
Renán también afirmó que una Nación se asienta en “la posesión común de un rico pasado de recuerdos”. Pero Todorov alertó sobre los riesgos de “los abusos de la memoria” y de las memorias selectivas.
Paul Ricoeur exploró en profundidad ese campo y buscó encontrar la posibilidad de un buen uso de la memoria, saliendo del laberinto, superando la paradoja “demasiada memoria/memoria insuficiente. Mejora del olvido/imposibilidad del mismo”.
Ricoeur postuló la trabajosa búsqueda de una “memoria justa”. Aproximarse a ella consiste en mantener una prudente distancia respecto al pasado: el no estar demasiado apegado ni demasiado alejado de él. “La sabiduría de la que hablo consiste en esa proximidad que traen consigo algunos distanciamientos”, añadió.
Es un gran desafío. También lo afrontamos los argentinos. Es extraño que, en nuestro joven país, reverdezcan y se agiten viejos odios.
Recuerdo que, hasta comienzos de los años de 1970, en paredones de Salta se pintaban consignas como “¡Viva Rosas” y “¡Muera Rosas!
En 1910 Joaquín V. González buscó semillas del odio y raíces de nuestras luchas fratricida. Ese torrente de memoria rencorosa, “nos arrastra por un vértigo sangriento”, concluyó.
Borges escribió: “Somos nuestra memoria, /somos ese quimérico museo de formas inconstantes, / ese montón de espejos rotos”. Memoria y olvido, mezclados hacen “ese montón de espejos rotos”.-