Aquí no hay grieta. Pesimista u optimista, la sociedad argentina comparte en su mayoría una visión fatalista del futuro. El futuro está dado, y, estemos “condenados al éxito” o resignados al fracaso, el determinismo hace irreversible lo que ya está escrito en piedra.
Varados en un presente angustiante, hay sobradas razones para el pesimismo. Aún en medio de la pandemia, con muchas familias de luto o pendientes de la recuperación de un ser querido, una gran parte de la sociedad argentina padece las consecuencias desoladoras de la degradación económica y social. O porque son parte de los nuevos pobres, en una economía estancada con ingreso per cápita declinante e inflación en alza, o porque con espanto se sienten arrastrados a la condición de excluidos en un país que pierde empleo privado y donde las prebendas del empleo público o el acceso a un plan de asistencia estatal empiezan a insinuarse como el destino alternativo de algunos escogidos. El oficialismo ha explicitado el norte del destino político que asume fijado para la Argentina: reforma constitucional, democracia plebiscitaria con orientación autocrática y un capitalismo con amigos digitado por el Estado (el “socialismo del siglo XXI” no cree en la propiedad colectiva, sino en la propiedad oligárquica). Los más consecuentes con esa agenda son los más consustanciados con el dogmatismo determinista. Para ellos, la Argentina no tiene opciones. O será populista (según la acepción institucional del concepto) o no será nada. Los alineamientos internacionales en política exterior, así como las políticas internas de mayor intervención y la reasignación forzada de derechos de propiedad como parte de las prebendas públicas, aunque resistidas por amplias franjas de la población, son políticas consecuentes con la visión fatalista del futuro que domina el núcleo duro del Frente de Todos. Pero en la oposición también hay fatalismo. Se plantea el cambio y el futuro casi con resignación. Como si la experiencia frustrada del pasado cercenara las posibilidades de analizar y discutir los cambios necesarios y posibles del futuro. Se solapan los diagnósticos descriptivos de nuestra decadencia secular, pero hay escepticismo en la propuesta de las terapias que pueden transformar la realidad. ¿Es modificable el curso de esta realidad decadente para quienes defienden los valores de la república y promueven el desarrollo inclusivo con eje en la inversión privada y el valor agregado exportable? ¿Es posible ganar elecciones si uno reniega de propuestas demagógicas de corto plazo y abreva en planes fundados en consensos básicos de largo plazo? ¿Es posible lidiar con la trama de privilegios y “derechos adquiridos” en una sociedad nostálgica de su pasado de grandeza y adoctrinada en que “los otros” son culpables de sus males? La primera actitud para articular una oferta electoral alternativa y exitosa es convencerse y convencer a muchos argentinos decepcionados de que el futuro argentino no está dado, no está escrito en piedra. Se puede cambiar con lo que hagamos o dejemos de hacer en el presente. No somos autómatas manipulables en un engranaje colectivo con destino dado. Como protagonistas del porvenir que labramos, construimos el futuro a partir de lo que hacemos o dejamos de hacer en el presente.
Desde épocas remotas, el ser humano y las sociedades se inquietan y angustian frente a la incertidumbre que abre el futuro. El oráculo de Delfos era, sin lugar a dudas, el conducto divino más apreciado en la Grecia clásica para consultar el futuro con los dioses. Según el modo de pensar griego, beber de la fuente délfica del conocimiento del futuro se veía como beber el elixir confirmatorio del destino de un gran poder político y militar. Pero se consultaba a los oráculos (y, a menudo, se manipulaban sus mensajes de repuesta) con la convicción de que el destino era fatal. Ya en los tiempos de Roma, Cicerón hizo una crítica aguda sobre el valor práctico de la adivinación del futuro. Refutando argumentos de su propio hermano Quinto, en la segunda parte de De Divinatione, Cicerón comienza distinguiendo la adivinación del conocimiento obtenido a través de los sentidos (la observación metódica), y amplía este razonamiento al atacar el determinismo implícito en la adivinación. Supongamos que se pudiera intuir el futuro por medios extraordinarios. Esto solo sería posible, según Cicerón, si se hubiera escrito el guion de mañana. Si el destino estuviera sellado, entonces, conocerlo sería, en el mejor de los casos, redundante y, en el peor, nos haría del todo desdichados. Si el futuro está escrito en piedra, para qué conocerlo. Si nos es favorable, no se puede anticipar, y, si nos es adverso, no se puede cambiar. En el siglo XX, Bertrand de Jouvenel, refutando el fatalismo determinista sostuvo que el futuro estaba abierto a alternativas condicionadas de futuros posibles (“futuribles”). Las sociedades, advirtió el politólogo y economista francés, se resisten a que el porvenir sea absolutamente desconocido; más bien prefieren que sea preconocido. Crean instituciones, conceden poderes al Estado y planifican el futuro, para acotar la incertidumbre que domina un futuro que está abierto a distintas posibilidades. Para Jouvenel, todo poder es de alguna manera poder sobre el porvenir. Porque el poder es capacidad de acción que afecta al porvenir, y no solo al más inmediato presente. La previsibilidad institucional y el respeto a las reglas de juego políticas facilitan el tránsito desde el presente a la construcción de uno de los futuros posibles y deseables.
El futuro del mundo interdependiente y global, y el futuro de la Argentina no están predeterminados, ambos están abiertos a escenarios alternativos. Vamos forjando el futuro a partir del presente, y es fundamental tenerlo en cuenta, no solo para adecuar previsiones y acotar la incertidumbre que domina el porvenir, sino también para fijar las metas, los planes y agendas alternativos que nos permitan alcanzar un futuro posible y mejor para todos.
Cuando la Argentina en el siglo XIX devino una nación moderna, tuvo un proyecto de futuro. Cuando ese proyecto quedó trunco (la crisis institucional de 1930 marcó el punto de inflexión), el futuro cedió jurisdicción a reivindicaciones presentes, más consustanciadas con situaciones de injusticia pasada que con objetivos comunes de cara al mañana. El optimismo por un futuro de grandeza fue cediendo lugar al pesimismo nostálgico por un pasado perdido. Las elecciones de este año y las de 2023 ponen a prueba el fatalismo argentino. En Ensayo sobre la ceguera, José Saramago escribe: “Sin futuro el presente no sirve para nada, es como si no existiera”. Los desencantados con el rumbo y el determinismo del relato oficial tienen que recuperar la esperanza en otro futuro posible. Habrá necesidad de acuerdos básicos y habrá necesidad de reconstruir confianza y consensos. La república y el desarrollo inclusivo no están dados ni están asegurados, pero es uno de los “futuribles” hacia donde encauzar decisiones individuales y energías colectivas para poder alcanzarlos. Después de todo, fue el italiano Antonio Gramsci, tal vez el más controversial de los pensadores marxistas del siglo XX, quien, tomando distancia del determinismo axiomático del materialismo dialéctico, sostuvo que los esfuerzos colectivos para consolidar consensos y sumar energía social pueden cambiar el rumbo. No hay rumbo irreversible cuando el futuro no está escrito en piedra.
por Daniel Gustavo Montamat
La Nación, 30 de junio de 2021