En la época en que se iba a llevar a cabo la gran travesía a América bajo el mando de Cristobal Colón, España contaba con uno de los más poderosos ejércitos de Europa, pues esa institución se encontraba conformada por hombres preparados y educados para la guerra.
Ese espíritu guerrero, tal vez la característica excluyente del español de esa época, se fue formando como consecuencia de la larga lucha de la Reconquista que culmina con la toma de Granada en 1492 bajo el reinado de los Reyes Católicos. Es que la fe y el coraje eran las dos virtudes que más de destacaban en el corazón de esos hombres prestos para el sacrificio más extremo.
Desde pequeño se le inculcaba al futuro soldado, aquellos valores que iban a convertirlo en un hombre de acción, en un hombre de honor. La espada debía ser ceñida por todo aquel que fuera apto para el combate, sin distinción de clases, ni de fortuna. Al respecto nos dice José María Rosa que a un español, el epíteto de cobarde, la hubiera dolido más que el de ignorante o hereje.
Todo hombre de la Península debía estar presto para el combate; tanto el noble como el artesano, tanto el rústico como el mercader o el sacerdote, consideraban que era un deber ineludible acudir en defensa de la tierra natal, cuando así lo exigían las circunstancias. No hay duda que esa sangre guerrera fue la que heredaron aquellos bravos hombres y mujeres que con su solo valor y entrega, lucharon en 1806 y 1807 para expulsar al invasor inglés que con todo su poderío, intentó someter a Buenos Aires.
Este es el soldado que llega a América, a un territorio desconocido, enfrentando una naturaleza hostil, plagada de dificultades y de terribles obstáculos. Este es el soldado que debe combatir no sólo contra el indígena natural del lugar – muchos de ellos indómitos, valerosos y aguerridos- sino también contra un enemigo mucho más temible y poderoso: el hambre. Es que no había solución frente a tan terrible flagelo; el alimento escaseaba, la necesidad por comer se tornaba cada vez más desesperante, y sin embargo, el español se resistía a caer vencido por la falta de comida, pues estimaba que el deber estaba por sobre todas las cosas. Ese hombre que muchas veces caía por su debilidad debido a la escasez de alimentos, no se resignaba, no se rendía. Debía seguir peleando hasta el final, pues Dios y la Reina así lo exigían. Es que su firme fortaleza espiritual, como así también su apego al suelo español, lo mantenían con las suficientes fuerzas como para seguir adelante.
Con crudeza, el destacado investigador Roberto Levillier – citado por Federico Ibarguren en su obra Nuestra tradición histórica-señala que comer para sobrevivir fue en todas las aventuras, obsesionante pesadilla. Al trasladarse los conquistadores de un punto a otro, ignorando las vicisitudes del camino, no les era posible prever cantidades, ni fijar raciones como en el mar. Además con ásperas laderas, picos escarpados, vados de ríos con puentes improvisados y marchas por extensas ciénagas , no era factible llevar fardajes voluminosos, porque éstos se perdían en las aguas de los bañados, y si allí no desaparecían, acababan con ellos las hormigas y la humedad. Preciso era fiar de la suerte “será lo que Dios quiera” era la ley diaria. Desde los primeros pasos conoció Francisco Pizarro ese martirio. En el camino de Tumbez a Trujillo no halló comida ni agua. Deshechos sus soldados, se tiraban sobre lo que fuera capaz de sostenerlos en pie. Así murieron unos por comer serpientes y escuerzos, y otros por haber tragado crustáceos pesados…. Sin duda, un relato estremecedor.(* *)
Así como el hambre se convirtió en una tortura usual cobrándose centenares de vidas, también los insectos y las alimañas hacían lo suyo, pues tanto las hormigas como los mosquitos y los tábanos se hacían un festín sobre esos hombres débiles y andrajosos. Apelando nuevamente a Levillier, éste expresa en relación a los implacables insectos que el español tenía que padecer. Los mosquitos, el jején, los tábanos y sobre todo las hormigas eran los más asiduos enemigos del blanco . De estas últimas era peor la sunchirón que cava en el palosanto, haciendo suyos esos árboles altos, de color claro y madera blanda…Siempre voraces se lanzan esas horribles sobre los seres humanos, siendo la huida y el agua las únicas defensas posibles. Variedades son las tangaranas rojas y las negras, tocandeiras, diabólicos engendros de cuatro centímetros de largo, dotados de pinzas dignas de un cangrejo.Brama quien las siente, pues donde toca arde la piel y sangra…(***)
Esto es apenas un pequeño relato del padecimiento al que estaban condenados esos hombres que se instalaron en el continente americano. Bichos voraces que disponían de los pobres soldados con un dominio total y absoluto, hasta dejarlos exhaustos y con la única esperanza de conseguir agua en algún arroyo con el fin de aliviar el ardor de las picaduras de esos implacables y tenaces insectos. Había grupos de temibles hormigas que se las conocía con el nombre de La Corrección; estas depredadoras eran carnívoras y según un investigador existen en África y en la región tropical de América. Pues bien, los soldados provenientes de España tenían que defenderse del mortal ataque de estas hormigas asesinas, pues de caer en sus redes se convertían en seguro alimento de ellas.
El dolor, la tragedia y la muerte fueron los aliados inseparables del español en la Conquista; es por tal razón que la epopeya española se agiganta en el tiempo. Una empresa única, donde el fervor y la constancia de los que tuvieron a su cargo la inmensa aventura, convirtió esa travesía en una de las hazañas más admirables realizadas por el hombre.
Es que como señalamos antes, el soldado español fue quien hizo posible la empresa colombina, pues cambió el rumbo de la historia universal.
Tanto fue su prestigio que el gran historiador inglés Hilaire Belloc en su biografía sobre el Cardenal Richelieu, llegó a decir de él que en aquellos comienzos del siglo XVII cuando sonaba la palabra soldado, inmediatamente se pensaba en un español.
por Julio Borda
(*) cit. por Federico Ibarguren en Nuestra tradición histórica, pág.54, edit. Dictio, 1978
(**) ídem, pág.55/6