Es indudable que ser honesto en esta sociedad corrupta tiene su precio. A la corta o a la larga te lo hacen pagar.
René G. Favaloro
Mi padre, lo he reiterado en más de una oportunidad, fue buen lector. Pero fue, además, un hombre con talento; sensible, honesto. Había nacido en una pequeña y casi olvidada aldea de Galicia, Espenuca, en 1898. Trabajó la tierra desde los seis años, cuidó cabras en el monte, fue el mayor de siete hermanos. Y mis abuelos – jornaleros, analfabetos – lucharon contra viento y marea en la indigencia. Mi padre padeció la pobreza, pero también desde su infancia padeció la epilepsia. Una enfermedad en aquellos tiempos que todavía olía a hoguera inquisitorial, brujería, creencia demoníaca. Ignorancia, rechazo, obscurantismo. Ora pro nobis.
Con los años, al conocer en Buenos Aires a unos obreros anarquistas y socialistas, descubrió las primeras letras. Luego la literatura. El naturalismo francés, la novelística rusa, los grandes pensadores del siglo XIX. En su tierra padeció el caciquismo, el carlismo, el franquismo. Luego padeció en nuestro suelo el peronismo. Lo irritaba profundamente la demagogia, el engaño, el cinismo. Y la vulgaridad, la obsecuencia, que todo eso representa. Lo recuerdo discutir enfervorizado contra nuestra picaresca, nuestro nacionalismo criollo o el estalinismo, el fascismo, el nazismo. También recuerdo su ternura, su sentido del humor, su mirada.
Era gran lector de Valle-Inclán, Pardo Bazán, Pirandello, Curros Enríquez, Baroja, Galdós, Cervantes… Pero también de don Gregorio Marañón. De éste evocaremos una frase: “La multitud ha sido en todas las épocas de la historia arrastrada por gestos más que por ideas. La muchedumbre no razona jamás”.
Mi padre le enseñó a leer a mi madre. Ella fue analfabeta hasta pasados los veinte años. Recuerdo un libro que protegía con amor, un libro encuadernado, con letras doradas. Un libro de cuentos, un papel bellísimo e ilustraciones en blanco y negro. Era de la Colección Calleja, Biblioteca Enciclopédica. La alegría de los niños, ilustraciones de Ángel, Picolo, Alberti y Díaz-Huerta. Una edición de 1910. Lo leía en casa a los seis o siete años. Aun lo conservo. Mi madre, además de cocinar, planchar, lavar, educar a sus hijos, protegerlos y guiarlos comenzó a amar el cine. Llegó a ver las cintas de Bergman y de Fellini. Poco antes de morir, yo tenía trece años, había terminado de leer Los Thibault de Roger Martin du Gard.
Con el célebre aforismo del médico alemán Johann Georg Zimmermann según el cual “quien no sea capaz de observar al hombre moral, jamás conocerá las enfermedades del cuerpo” intentaremos señalar algunos temas. Desde joven – Camus, mediante – comprendí que la división entre los seres humanos no es política sino ética. Creo en la dimensión moral de una persona más que en una división política. Eso no implica que existan excepciones. Y que las obras de muchos artistas tengan poca relación con su conducta. Ejemplos sobran, no perderemos tiempo en recordarlas. La lista sería casi interminable.
El ideólogo Jean-Louis Alibert, jefe del Hópital Saint-Louis de París, uno de los médicos más influyentes de la Restauración, entregó en 1825 a la imprenta un libro que imprimió un giro sustancial al discurso de los médicos franceses. La Fisiología de las pasiones o nueva doctrina de los sentimientos morales -prontamente traducida al castellano y con reediciones en 1831 y 1840. Se abría, de hecho, con una declaración que no podía pasar desapercibida: “Para conocer al hombre, escribió, es preciso estudiar el espíritu que le anima, y no los órganos materiales de su estructura corporal”.
Lo poético nos trasmite un mundo interior, un universo que en líneas generales, precisa del silencio, de la búsqueda secreta y a veces incoherente. La ficción literaria es parte del sueño, de la utopía, del idealismo. Ante una obra de arte el hombre ennoblece su espíritu, la conciencia forma su visión del cosmos, el sendero que une al ser con el tiempo. El creador va en busca de la Belleza – inalcanzable – en cada línea, en cada instante que conmueve su ser. La lectura – sobre todo la lectura de los clásicos – el no hablar de las circunstancias personales, al decir de Flaubert, y el trabajo diario. Eso nos transporta. Por supuesto lo poético nos habla del “yo lírico”, ese “yo” que está fuera de lo narrativo.
Juan Rulfo nos aclara ciertos aspectos al confesar que “uno de los principios de la creación literaria es la invención, la imaginación. Somos mentirosos; todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación”.
Cuando nos referimos a los griegos sabemos de su actualidad porque Homero nos habla de los hombres. Ese hombre que hoy vemos lo plasmaron los griegos. Cervantes, lector de los clásicos helenos, hace una burla de la sabiduría libresca y abstracta. Otra vez su genio, su visión que muchos no terminan de ver. Cervantes es la encarnación del espíritu del Renacimiento, la insurrección del espíritu helénico en una España de tinieblas. El otro es Shakespeare, el poeta que representa la concreción de una humanidad real y esencial. Es también el poeta de la piedad y la revelación. La poesía es entonces – como nos reveló Luis Franco – significación no sólo de la exploración y exaltación del ser, sino de su ennoblecimiento.
En Argentina la decadencia es imparable. No solamente es imparable sino que parece que gran parte de la sociedad no entiende que el mundo tiene otros conceptos, otra realidad, otra visión del futuro. Vivimos atados a estructuras básicas de pensamiento. Desde hace setenta años la corrupción, la impunidad, el latrocinio, lo genuflexo y una suerte de pandemia populista, irracional, nos viene acosando. No tenemos que comparar nuestra situación con otros países, sean de Latinoamérica o de Europa. Debemos comparar nuestro presente con ese pasado de hace setenta años. Para aquellos que no entienden, o no quieren entender, vemos desconcertados como hoy en día cierto progresismo tiene pensamientos psicodélicos, un sistema de clientelismo, una juventud que sacraliza personajes caricaturescos, repitiendo falsedades históricas, revoluciones y canibalismo intelectual. Y actitudes camaleónicas, batallas imaginarias, proclamas delirantes. Así estamos en el populismo del siglo XXI. Con telefonía celular, espejos, Zoom App, modas y la cabeza con un termo en el cerebelo. Un claro ejemplo en Europa es España. Un claro ejemplo del delirio en América es Argentina. Para no hablar de Nicaragua, Venezuela o Cuba. Sobre todo si comparamos esta Argentina con otro país; la Argentina de setenta años atrás.
Por supuesto, siempre hay islas, excepciones, gente que siente y piensa con un grado de sensatez y honestidad. Pero en la mayoría se mezclan mitos, relatos, tergiversaciones, despotismo. Golpes militares, líderes populacheros, sindicalistas enriquecidos, caballeros normandos y una runfla de votantes fueron construyendo esto que somos. Todo se evangeliza y todo tiende a la burocratización. Crecen los “socialismos nacionales” que es una forma del fascismo histórico. La juventud, al desconocer la historia, la filosofía o la cultura clásica, toma como revolucionaria las ideologías de derecha no tradicional. Y crece una pasividad que se disfraza de activismo. Los gritos de entusiasmo, la euforia enfermiza en grandes manifestaciones, el delirio colectivo que se parece a la rebeldía, a una suerte de lucha social. Todo se convirtió – va de suyo – en una suerte de guiso nacional y popular donde entran carteristas, bonos, pensamiento único, planes sociales, alcahuetes, lenguaje inclusivo, plegarias, miserables, bombos, pancartas antediluvianas, crucifijos, payadas, vinchas, bancos, especuladores, escritorzuelos, estudiantinas, dogmas, barras bravas, informática, defraudadores, grosería, choripán y lo que usted – querido lector – pueda imaginar. Una anécdota breve: cuando Luis Bonaparte instauró la primera dictadura moderna con un sufragio universal. Como vemos no siempre el sufragio universal es el camino a la democracia. En aquella oportunidad Marx calificó a las masas populares de “ignorantes y estúpidas”. Marx no era populista. Marx describió en el Capítulo V de El 18 brumario de Luis Bonaparte al lumpen proletariado.
Hace ya tiempo manifesté que en los poemas homéricos o en Hesíodo – gracias a Mondolfo – pude advertir el tránsito del juico moral desde la exterioridad divina hasta la interioridad humana que determina conciencia moral. La responsabilidad y la conciencia ética encontraron en el pensamiento antiguo el universalismo de la norma ética. La individualidad es auténtica por su apertura al ser de los otros y a la realidad de lo social. El poeta perdura en el fervor de la belleza y la utopía.
Una nación que olvida su pasado no tiene futuro
Winston Churchill
Por Carlos Penelas
Buenos Aires, 20 de mayo de 2020