Los críticos de la llamada “sociedad de consumo” (generalmente, críticos de los consumos ajenos) suelen argumentar que requiere para su funcionamiento la invención constante de nuevas y ficticias necesidades. Para ello se valdría de un instrumento al cual esta crítica atribuye, contra toda evidencia, un carácter infalible: la publicidad. Esta –aseguran–, a través de los estímulos adecuados, “mete en la cabeza” de las personas el deseo impostergable de cada nuevo producto, como símbolo de estatus o motivo de admiración social. Así, el consumidor, una víctima irreflexiva, termina siendo “consumido” por el sistema.
Esta visión tiene un perfecto paralelo en el campo político. Del mismo modo en que las empresas manipulan nuestros consumos a través de la publicidad, los “poderes concentrados” controlan nuestro pensamiento a través de los medios de comunicación, los cuales, también con formidable eficacia, “nos meten ideas en la cabeza”. En ambos casos, subyace una misma triste visión del ser humano como individuo “programable”, tan incapaz de analizar la utilidad de una oferta comercial en términos de costo y beneficio como de evaluar la credibilidad de una propuesta política por sus méritos y debilidades. Queda excluida, entonces, la posibilidad misma de la persuasión, es decir, de que podamos ser convencidos de tomar nuestras decisiones de un modo libre, a través de un diálogo (aunque sea implícito) y por motivos mayormente racionales.
Este escepticismo sobre la condición humana se filtró repetidamente en la reciente campaña electoral, pero nunca fue expresado con tanta candidez como en las recientes afirmaciones del gobernador Capitanich: “La gente piensa lo que los periodistas proponen”, ya que estos tendrían el poder de inocular en sus mentes indefensas misteriosos “marcos mentales”, lo cual haría indispensable una mayor regulación de los medios de comunicación. Estas palabras, en primer lugar, son claramente ofensivas para cualquier ciudadano, porque presumen nuestra incompetencia para pensar por nosotros mismos. Además, implican que el gobernador Capitanich –junto con los funcionarios del actual gobierno y los futuros reguladores– es inmune a tales influencias, seguramente por estar dotado de una naturaleza racional superior (cuyas prestaciones extraordinarias esperamos con ansias que se pongan cuanto antes de manifiesto).
Pero lo más sorprendente es que, en este razonamiento, no parece que la manipulación en sí misma sea objeto de cuestionamiento ético. Si “la gente” puede ser programada, alguien debe hacerlo para no dejarla a la deriva. El único problema a resolver es que los medios e instrumentos para esa programación están (supuestamente) en manos de “ellos” y no de “nosotros”. Mediante la adecuada “regulación” de los medios de comunicación propuesta por Capitanich, el actual gobierno podrá “meter en la cabeza de la gente” los “marcos mentales” adecuados. Es cierto que la idea de un “gobierno de los sabios” ya la había propuesto Platón en la República. Pero en labios de un pretendido “progresista”, parece un pensamiento elitista y reaccionario.
De aquí al acto del miércoles pasado, la distancia lógica es escasa. No solo fue una manera de “mostrar los dientes” hacia afuera y hacia dentro de la coalición gobernante. Ese extraño espectáculo fue montado para generar estímulos y preservar los “marcos mentales” correctos en sus asistentes. Pero no hay que engañarse. Muchos de ellos concurrieron conscientes de la farsa, por un sobrio cálculo de utilidad, negociando con sus dirigentes. Para estos, el precio de movilizarlos es cada vez más alto y, a la larga, insostenible. Quizá sea hora de abandonar los torpes intentos de manipulación y aprender un poco del arte de la persuasión.
por Gustavo Irrazábal
La Nación, 24 de noviembre de 2021