Algunas muestras de la grieta en los Estados Unidos
Tuve el gusto de conocer a Joe Biden cuando era senador. Muy amablemente recibió a una delegación que yo había formado en representación del Center for Strategic & International Studies y el Club del Progreso. En esa reunión demostró un conocimiento de cuestiones internacionales y de América Latina muy superior al nivel habitual entre dirigentes políticos estadounidenses. Aunque no he tenido la oportunidad de tratar a Donald Trump, sus actitudes y trayectoria pública no inspiran la misma calificación positiva.
Esta impresión personal no debe, sin embargo, influir en mi evaluación de las decisiones políticas del ex presidente. Cualquiera sea el juicio histórico global que merezca su administración, no dudo en aplaudir ciertas medidas puntuales.
En primer lugar, debo mencionar su criterio para designar jueces en general y miembros de la Corte Suprema, en particular. Su legado más importante es el nombramiento de magistrados convencidos de que los textos constitucionales y legales deben interpretarse estrictamente, en lugar de actuar como muchos de los colegas que designan los gobiernos demócratas, empeñados en leer en ellos lo que les dicta su propia ideología. Los argentinos conocemos bien las consecuencias de tener jueces militantes. Para modificar la constitución, lo que corresponde es seguir el procedimiento que ella misma establece para su reforma; no esquivar ese proceso tergiversando el sentido de su articulado.
Un ejemplo muy nítido de la grieta ideológica que divide a los Estados Unidos en las últimas décadas es la posición de cada partido frente a la llamada “Mexico City Policy”. El apodo se debe a que fue anunciada por la delegación estadounidense durante una reunión de la Conferencia Internacional sobre la Población y el Desarrollo, celebrada en la Ciudad de México, en enero de 1984. Implementada posteriormente por el presidente Ronald Reagan, priva de ciertos fondos federales a instituciones que practiquen o promuevan abortos inducidos en el exterior.
Implementada por “executive order” —es decir, decreto presidencial— debido a la falta de consenso en el Congreso, desde entonces ha sido derogada por cada gobierno demócrata y restablecida por cada administración republicana. Es más, cada presidente hace gala de la decisión al dictar el decreto en los primeros días de su mandato.
El caso más chocante del imperialismo cultural que la México City Policy procura limitar fue la exposición de Hilary Clinton en la IV Conferencia Mundial de la Mujer, que se llevó a cabo en Pekín, en 1995. En ella, abogó por el “reconocimiento” del derecho a abortar en un país en que ese método ya estaba legalizado y se utilizaba muy frecuentemente para matar niñas por nacer.
Fieles a la tradición, Trump implementó la México City Policy apenas asumió y Biden la derogó, también pocos días después de su inauguración. Como considero que el aborto inducido es un homicidio en el que la víctima es el ser más inocente e indefenso que uno pueda imaginar, no puedo menos que mencionar este punto como uno más en el que preferí la política de Trump. Pero mi propósito hoy no es discutir el aborto. Quiero concentrarme en otro ejemplo de la grieta cuyas ramificaciones son mucho más extensas.
El informe de la Comisión 1776
El 18 de diciembre de 2020, Trump creó la Comisión 1776. Su misión: proponer lineamientos para la enseñanza de la historia de ese país. Pocos días después de asumir la presidencia, Biden la disolvió.
En exactamente un mes, la Comisión produjo un Informe que mereció la calificación de “pseudohistoria” por parte de academias e historiadores individuales. El adjetivo parece razonable, dado el escaso tiempo en que se pretendió abordar temas muy complejos. Biden fue más lejos al tratarlo de “racista”. No he encontrado ningún elemento que sustente ese calificativo. Más aún, la vicepresidente de la comisión, Carol Miller Swain, es una mujer negra de una familia extremadamente pobre. Forzada a abandonar la escuela secundaria, obtuvo más tarde, combinando trabajo y estudio, varios títulos universitarios en ciencia política y derecho.
Resumo en mis palabras la tesis central del Informe. Hasta fines del siglo XVIII, la nobleza, el clero, la burguesía, los siervos y los judíos se regían en Europa por normas especiales, que establecían derechos y deberes distintos para cada sector social. La ciencia política llama “estado de estamentos” a esta forma de organizar la comunidad. Las constituciones liberales, incluyendo la nuestra, por el contrario, consagraron el principio de igualdad ante la ley. No me defino como liberal pero considero que esa fue la contribución más importante del liberalismo. Derechos civiles y políticos se fueron extendiendo hasta culminar con el voto universal, masculino y femenino, en el siglo XX. En Estados Unidos el proceso se completó con la eliminación de normas que discriminaban en función de la raza de cada individuo.
Apenas logrado ese objetivo, sin embargo, los estamentos volvieron literalmente “por sus fueros”, reclamando derechos especiales. Ahora se llaman “etnias”, “colectivos” y, en nuestro país, “corporaciones”. Se sostiene que la igualdad ante la ley no es suficiente. Y se reclaman medidas discriminatorias a favor de cada uno de estos agrupamientos.
En algunos casos los beneficiarios son integrantes de estamentos que tienen niveles de ingresos o de educación sustancialmente menores que el promedio nacional. En otros, son integrantes de minorías étnicas incorporadas a la población estadounidense más recientemente que otras. Los estadounidenses de raza negra se consideran con derecho a medidas que reparen de alguna manera la terrible realidad de la esclavitud y la discriminación sufrida aun después de la emancipación. Finalmente, el feminismo reclama medidas que compensen la supuesta condición de inferioridad de las mujeres con respecto a sus pares masculinos.
El Informe propugna la reivindicación del ideal original de la Constitución de 1776: la igualdad ante la ley, la eliminación del estado de estamentos. La decisión de Biden confirma, en cambio, la línea en favor de la discriminación positiva. En Estados Unidos esta política ha llevado a reservar, de hecho o de derecho, “cupos” para grupos diversos en instituciones públicas y privadas. En la Argentina ha ocurrido lo mismo pero la creación de regímenes especiales ha alcanzado una magnitud mucho mayor.
¿Es positiva la “discriminación positiva”?
El sociólogo y psicólogo judío Ernest van den Haag fue una personalidad muy controvertida. Activista de ultraizquierda en su juventud, estuvo preso y casi muere bajo el régimen de Mussolini pero se transformó en conservador al emigrar a Estados Unidos. En su libro The Jewish Mystique [1]describió el proceso por el cual los judíos superaron la discriminación sufrida durante décadas en ese país. Al competir sin privilegios con sus pares cristianos, los integrantes de ese grupo étnico debían demostrar que eran mejores que otros candidatos para ir gradualmente ocupando posiciones cada vez más altas. De esa manera, al tener éxito a pesar de ser judíos, dijo Haag, lograron pleno reconocimiento.
La discriminación positiva, en cambio, lleva a que una mujer, un negro o un hispano ocupe una posición por ser mujer, negro o hispano. El resultado negativo es doble: es injusto para los desplazados que, en condiciones de igualdad, hubiesen sido elegidos y para los integrantes de esos colectivos que han triunfado sin necesidad de cupos, al echar una sombra de duda sobre la verdadera calificación de todos ellos.
El cupo femenino es un insulto a las mujeres que han demostrado su capacidad para competir de igual a igual con sus pares varones. Y hace pensar que muchas de las que hoy ocupan posiciones no las hubieran alcanzado por sí mismas. Aplicado a las elecciones para cuerpos colegiados merece mi rechazo pero al menos se aplica a un universo en el que el número de hombres y mujeres es aproximadamente igual. La pretensión de extender esa regla a personas jurídicas de toda naturaleza, cuando en muchas de ellas la integración muestra enormes disparidades en el número de miembros de uno y otro sexo, ya no es simplemente injusta, es absurda.
Etnias y “melting pot”
Estados Unidos es un país admirable, por el que, por razones personales, siento mucho cariño. Me molesta, sin embargo, una de las consecuencias del énfasis puesto en la pertenencia étnica de los individuos. Se habla del “melting pot” -metáfora que equivale a “crisol de razas” en nuestra terminología- pero continuamente se remarca que una persona es afroamericana, hispanoamericana o asiáticoamericana.
Uno no puede ir al dentista sin llenar complejas planillas en las que se exige que uno declare su pertenencia a algún colectivo. Y las opciones no guardan ninguna lógica. Algunas categorías son raciales y otras culturales. Y las definiciones implícitas de las mismas tampoco son razonables. Un español no es hispano porque es europeo. ¿Qué es un sudamericano caucásico? ¿Hispano? ¿Blanco? Yo marco ambas opciones por las dudas.
Conozco hijos de matrimonios compuestos por un cónyuge de extracción europea, no española, cuya familia lleva varias generaciones en Estados Unidos mientras el otro, inmigrante de un país de América Latina, es ciudadano estadounidense y ha vivido varias décadas en ese país. De más está decir que sus hijos están plenamente integrados, nunca han vivido fuera de Estados Unidos y no son objeto de ninguna discriminación. De todas maneras, se declaran hispanos cuando pueden aprovechar algún privilegio.
La verdadera integración se alcanza cuando la pertenencia a etnias es irrelevante. La Argentina ha logrado ese objetivo. A nadie le importa si Fernández es de origen español; Macri, italiano; Kirchner, suizo; o Menem, sirio. Pero el estado de estamentos está nuevamente con nosotros.
Los “derechos” de los “indígenas”
Representantes de comunidades precolombinas pretenden la aplicación de normas jurídicas distintas de las que rigen para el resto de la población, en lugar de exigir el reconocimiento pleno de sus derechos como ciudadanos del país en que viven. Y desgraciadamente pueden invocar la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, aprobada por la 107ª Asamblea General el 13 de septiembre de 2007.
Tal declaración merece una primera objeción: ¿Quiénes son “indígenas”? La Real Academia Española define este término como “originario del país de que se trata”. A nivel individual, todos los nacidos en la Argentina somos indígenas de este país, aunque normalmente usamos el término “nativo” para denotar esa relación. El problema surge cuando se aplica a un colectivo. Estrictamente, no hay seres humanos originarios de América. Todos hemos venido de África, a través de distintos caminos y hemos llegado en diferentes momentos.
Como cristiano, sé que todos somos hermanos porque somos hijos de Dios. Pero sin invocar la revelación, estudios genéticos en base al ADN mitocondrial han demostrado que todos los seres humanos vivos hoy tenemos un antepasado común, una mujer que vivió en África hace unos doscientos mil años. Todos somos negros, más o menos desteñidos según la fecha en que nuestros antepasados salieron de ese continente y el camino que recorrieron después; todos somos primos que merecemos ser tratados como pares.
La Declaración de las Naciones Unidas contiene normas generales de indudable valor, que reiteran principios ya expresados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Es precisamente lo que yo defiendo. Igualdad ante la ley. Otras, en cambio, tienden a fomentar la existencia de regímenes jurídicos especiales. Si se aplicara ese criterio, el resultado sería un estamento separado del resto de la población, un estado dentro del estado, que no se rige por las mismas normas.[2]
No excluyo a priori que los regímenes jurídicos precolombinos puedan contener algún instituto que resuelva una cuestión mejor que su análogo de origen europeo. Pero si así fuera, lo que corresponde es incorporarlo al ordenamiento jurídico general, para todos los habitantes. No fragmentemos nuestra sociedad.
Formas más injustas y hasta grotescas de discriminación
Reconozco que la discriminación positiva persigue un fin altruista. Soy contrario a ella por las razones que he expuesto. Y considero que la forma de hacer más efectiva la igualdad es asegurarse que los niños tengan una alimentación adecuada, que las escuelas públicas recuperen el prestigio y la eficacia del pasado, que la conectividad digital se extienda a todo el país para que nadie quede al margen de la Cuarta Revolución Industrial y que se elimine el flagelo de las drogas que destruyen el cerebro de muchos jóvenes.
La forma más nociva en que el estado de estamentos ha renacido, sin ningún motivo defendible, es el asalto al Estado por diversas corporaciones con el fin de obtener privilegios para sus miembros. En otras épocas, los militares se comportaban como dueños del país. Los sindicatos se han adueñado de hecho de las empresas estatales; los dirigentes políticos, los diplomáticos y los jueces han logrado regímenes jubilatorios especiales, que les aseguran ingresos muy superiores a los del resto de la población, sin ninguna relación con los aportes realmente efectuados; y las reparticiones públicas son refugios para militantes. Todo ello dentro de la ley.
Una versión grotesca del estado de estamentos, sin embargo, corona el proceso: el estado apropiado por los gobernantes. Mikhail Voslenskii popularizó el término “nomenklatura” para referirse a los jerarcas de la Unión Soviética que, mientras levantaban banderas rojas y pretendían gobernar a favor de obreros y campesinos, gozaban de un nivel de vida que nada tenía que ver con las carencias que soportaba el sufrido pueblo ruso. Nepotismo, confusión de patrimonios privados con los del estado y relatos progresistas en los que el “pueblo” reemplaza al “proletariado” caracterizan la versión argentina de la nomenklatura.
[1]Ernest van den Haag, The Jewish Mystique, New York, Stain and Day, 1969.
[2]Menciono algunos ejemplos: “Art. 4: Los pueblos indígenas, en ejercicio de su derecho a la libre determinación, tienen derecho a la autonomía o al autogobierno en las cuestiones relacionadas con sus asuntos internos y locales, así como de disponer de medios para financiar sus funciones autónomas.” “Art. 9: Los pueblos y los individuos indígenas tienen derecho a pertenecer a una comunidad o nación indígena, de conformidad con las tradiciones y costumbres de la comunidad o nación de que se trate. Del ejercicio de ese derecho no puede resultar discriminación de ningún tipo.” Me parece que la discriminación surge precisamente de normas como ésta. “Art. 20, inc. 1: Los pueblos indígenas tienen derecho a mantener y desarrollar sus sistemas o instituciones políticos, económicos y sociales, a disfrutar de forma segura de sus propios medios de subsistencia y desarrollo, y a dedicarse libremente a todas las actividades económicas tradicionales y de otro tipo.” “Art. 26, inc. 3: Los estados asegurarán el reconocimiento y protección jurídica de …tierras, territorios y recursos. Dicho reconocimiento respetará debidamente las costumbres, las tradiciones y los sistemas de tenencia de la tierra de los pueblos indígenas de que se trate.”
por Carlos María Regúnaga*
*Académico Correspondiente, Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires