En un contexto grave, es necesario que haya diálogo genuino y conducente entre los principales actores políticos.
Los argentinos podemos dar fe de que nuestro sistema político funciona de forma más que desastrosa. Somos testigos, sobrevivientes y protagonistas (pasivos o activos) de este mecanismo monstruoso, perverso y resiliente que destruye valor, vidas, ilusiones, proyectos y esperanzas. Hace largas décadas que el país permanece encerrado en un laberinto autodestructivo. Y desperdiciamos demasiadas oportunidades para intentar romper esta patética decadencia.
Todo ocurre como si nos empecinásemos en profundizar complejos círculos viciosos cuya dinámica, como en estos días, se espiraliza a ritmo irregular como resultado de decisiones tal vez bienintencionadas, pero elaboradas de forma improvisada, ejecutadas en el peor momento y sin la necesaria (¿mínima?) coordinación con y entre los principales actores políticos, económicos y sociales. Los resultados, en consecuencia, nunca son los esperados. Más bien todo lo contrario: más temprano que tarde, terminamos advirtiendo que todo salió mucho peor de lo que los más escépticos se animaban a aventurar.
A pesar de que cambian los personajes (sus ideas, sesgos, prácticas, caprichos, obsesiones), los gobiernos, los contextos domésticos e internacionales, los problemas, curiosamente, siguen siendo los mismos. Crisis fiscales, déficits comerciales, inflación, devaluaciones, corridas cambiarias y bancarias, crisis de la deuda, desconfianza, desempleo, pobreza, marginalidad. A pesar de lo recurrente de estos episodios (se trata de la quinta crisis extrema en apenas 44 años), la sociedad argentina no logra aprender de estas experiencias tan traumáticas. No solo no hacemos nada para evitarlas: persistimos en los errores que nos llevan a estrellarnos sistemáticamente contra el mismo paredón.
Un elemento en común entre todos las transiciones desastrosas de la historia argentina contemporánea es que se trata de una batalla sin ganadores. Es cierto: una de las fuerzas se quedará finalmente con el poder. En el camino, perdimos todos los ciudadanos de a pie, en especial los sectores más vulnerables. Pero también -y en especial- los protagonistas. Un país que es ya difícil de gobernar, luego de un vendaval político como el que estamos viviendo en estos momentos, se vuelve prácticamente incontrolable. ¿Acaso Carlos Menem obtuvo una gran victoria luego de haber fomentado la falta de cooperación de los organismos multilaterales hacia el gobierno de Raúl Alfonsín? Controlar la hiperinflación le tomó al caudillo riojano casi dos años. Mirando en perspectiva las crisis pasadas, incluyendo el caos de 2001, podríamos concluir que, contrariando el axioma maximalista que sostiene que “cuanto peor, mejor”, la Argentina es un contundente caso que demuestra exactamente lo contrario: cuanto peor es la crisis, más destrucción y víctimas quedan en el país.
A pesar de que cambian los personajes, los gobiernos, los contextos domésticos e internacionales, los problemas, siguen siendo los mismos: crisis fiscales, déficits comerciales, inflación, devaluaciones, corridas cambiarias y bancarias, crisis de la deuda, desconfianza, desempleo, pobreza, marginalidad
Podríamos adjudicar casi toda la responsabilidad a nuestra mediocre clase dirigente, que, sin dudas, ha desarrollado un papel estelar de este doloroso fracaso colectivo. En esta oportunidad, los principales protagonistas fueron Mauricio Macri y su equipo, quienes tampoco parecen haber logrado capitalizar la experiencia de estos últimos 39 meses para no cometer los errores de siempre. Ayer, por ejemplo, volvieron a banalizar el concepto de diálogo convocando a la oposición luego de haber tomado unilateralmente otro paquete de medidas. De todas formas, buena parte de esta debacle es herencia del anterior gobierno y del flaco aporte de las fuerzas opositoras desde 2015 a la fecha.
Es cierto que Macri, ensimismado en sus fantasías de un cambio cultural tan inmanente como imperecedero, abroquelado con pocos colaboradores, fue el principal responsable de su actual derrotero. Aunque parezca mentira, buscó voces disidentes y escuchó críticas a menudo descarnadas, pero en la práctica nunca se dejó ayudar.
Es también indiscutible que las principales fuerzas de oposición hicieron su aporte a la actual situación de extrema emergencia. Por un lado, dejaron una herencia endiablada. Por otro, la calidad del debate público fue más que insatisfactoria. Si bien todos los actores son de algún modo culpables, la oposición debería haber forzado un intercambio más serio, útil y provechoso.Finalmente, es lógico, legítimo y necesario que los políticos busquen llegar al poder y que en épocas electorales predominen los espíritus animales que enfatizan la competencia, la diferenciación y las tácticas típicas de un momento agonal. Pero frente a un contexto tan grave y con obvios riesgos en materia de gobernabilidad, la dinámica electoral incrementa la incertidumbre y promueve conductas egoístas extremas por parte de los actores económicos. Es decir, se alimenta la crisis, se avanza un poco más hacia el mismo borde del precipicio de siempre.
Es también indiscutible que las principales fuerzas de oposición hicieron su aporte a la actual situación de extrema emergencia. Por un lado, dejaron una herencia endiablada. Por otro, la calidad del debate público fue más que insatisfactoria
Las personas son entonces una parte elemental del problema, pero mucho más importantes son las reglas del juego, formales e informales, que explican, informan o moldean esos comportamientos tan nocivos. Por eso, la Argentina sigue empecinada en sus fracasos mientras muchos otros países lograron progresos enormes en materia de desarrollo humano: supieron cambiar sus instituciones, reformaron sus sistemas políticos, planificaron estratégicamente cómo salir de sus respectivos atolladeros. Para nadie ha sido fácil. Pero al menos intentaron algo diferente.
Nosotros, por el contrario, esperamos curiosamente que las cosas mejoren haciendo siempre lo mismo. O, lo que es peor, sin hacer ningún cambio relevante. La política debe autolimitar su capacidad de daño: cada escalada de esta lógica de confrontación deja un número mayor de pobres estructurales y marginales -número que, por otra parte, suele agigantarse en las siguientes gestiones-, pone de manifiesto nuestra incapacidad de combatir problemas recurrentes como la inflación o nuestras crisis sistémicas y nos expone a la vergüenza internacional por esa costumbre, también repetitiva, de no honrar los compromisos asumidos.
Si no predomina la prudencia, si no se retoma la vía de la moderación y un diálogo genuino y conducente, la Argentina competirá con Venezuela (tanta energía gastada en pretender diferenciarse del chavismo para que los mercados nos hayan puesto casi al mismo nivel), en términos de modelo de lo que un país en serio no debe ser. No merecemos que la clase política actúe de forma tan negativa e irresponsable.
por Sergio Berensztein
FUENTE: La Nación, 30 de agosto de 2019
Comentarios por Carolina Lascano