Por Antonio Las Heras
“Tener alma de proa” es la ambición de nuestro autor, expresada en “El cencerro de cristal.” Alma de proa implica mucho más que la mirada continua hacia delante. Visión reprochable si, carente de sentido, sólo siembra ansiedad. ¡Cuántos miran hacia la popa presos de recuerdos! ¿Y, acaso, no hay otros con la mirada fija en la cubierta temerosos del hoy? ¿Cómo pedirle a esos que se atrevan a mirar desde la proa?
Se trata aquí de una personalidad que requiere la ineludible presencia de una fuerza interior – perseverante, perenne – que nunca se arredra; ni aún en los momentos inciertos de niebla y hasta aquellos donde la oscuridad del espíritu se asemeja a lo absoluto.
Ese ámbito donde el común de los mortales disuelve su existencia como inútil hoja seca arrastrada hasta su pulverización por el arremolinado viento del otoño, no es obstáculo para quien su alma es proa que abre las aguas con el afán de descubrir nuevos puertos, otras regiones. Aquellas que – parafraseando a Carl Gustav Jung – sólo los poetas comprenderán porque no se trata de sitios físicos, susceptibles de percepción, sino aquellos propios de un mundo interior: el inmundo al que se refirió el filósofo triversitario Miguel Herrera Figueroa.
Místicos, esotéricos y alquimistas hicieron suya la búsqueda de esa región cósmica. No fue ajeno a ello Ricardo Güiraldes.
“Su gran personalidad mística no puede retacearse”, ha dicho Ramachandra Buvanahalli Channe Gowda. Quien agrega: “Estamos frente a un místico que a fuerza de crecer en espíritu es universal, sin dejar por ello de ser auténticamente argentino” (1.-)
Don Ricardo es un verdadero alquimista. No utiliza retortas, alambiques ni crisoles. Él se convierte a sí mismo en laboratorio. Su producto acabado, la Piedra Filosofal que obtiene, la Fuente de la Juventud, es – precisamente – su obra literaria. En particular, claro está, Don segundo Sombra, una novela donde el protagonista atraviesa todos los pasos que corresponden al Héroe Solar de cualquier mitología y época, en su proceso para desarrollar una consciencia adulta capaz de permitirle convertirse en único e irrepetible, sin mascaras, sin engaños, sin hipocresías. Una persona sostenida por tres pilares que hacen a las veces de cimientos: un hombre pleno de libertad, de espíritu desplegado y cabal en la racionalidad para la toma de decisiones acertadas. No es, por supuesto, el alquimista sesgado que suponen los profanos: un solitario mezquino persiguiendo modificar las moléculas de un trozo de plomo en oro.
La búsqueda de los alquimistas está expresada en el texto tradicional Trascendental Magic, de Eliphas Levi, quien sostiene: “La Gran Obra consiste, por encima de todo, en que el hombre se cree a si mismo, es decir, que domine total y absolutamente sus facultades y su futuro; es especialmente la completa emancipación de su voluntad lo que le asegurará el … control absoluto del Agente Mágico Universal. Este Agente, al que los antiguos filósofos disfrazaron con el nombre de Materia Primera, determina las formas que muestran las sustancias modificables: a través de él, podemos muy bien llegar a la trasmutación de los metales y a la Medicina Universal.”
Carl G. Jung vuelve en nuestro auxilio para advertirnos que la “misteriosa sustancia transformable” de la que hablan los alquimistas “es, al mismo tiempo, el espíritu que mora dentro de todos los seres vivientes.”
Por eso no debe extrañarnos que el mismo hombre que redactó una de las obras inmortales de la Literatura de Argentina e Iberoamérica, el poeta que una Nochebuena puso en un verso que hubo “una gran mancha de luz sobre el mundo” y escribió los Cuentos de muerte y de sangre, sea la misma persona que visitó regiones del orbe que – todavía hoy – nos parecen lejanos y exóticos.
Son de cita reiteradas las estadías de Güiraldes en París. Pero pocos han observado que ese argentino, a comienzos del Siglo Veinte, cuando la aviación no existía y la navegación era apenas segura, se aventuró llegando, entre otros países, a China, Japón, India y Ceilán. Probablemente también pocos han leído El Sendero, ese itinerario de viajes espirituales redactado a modo de diario personal, en el que Don Ricardo reseña asistencia a conferencias, en la Ciudad Luz, sobre los temas que despertaban su interés – la yoga el orientalismo, el budismo – ofrecidas por visitantes nativos de aquellas lejanas latitudes.
Güiraldes visitó Oriente con afán diferente al del turista. Indagó creencias, practicó rituales, conversó con “hombres santos“, discutió sobre técnicas para lograr el éxtasis: esto es, la contemplación divina. En su búsqueda utilizó agentes químicos. Es en éste aspecto de importancia una anotación en El Sendero donde afirma su certeza de que a través de esas intoxicaciones nada útil, ni trascendente puede obtenerse. Empero, hay un relato de esos días, producto de su imaginación durante un estado alterado de consciencia, donde el autor describe a los argentinos y qué cambios esperaba habrían de producirse hacia el futuro.
Hugo Rodríguez – Alcalá (2.-) lo comenta de este modo: “Hay un documento privado – una carta, una confidencia – que se publicó veintiocho años después de su muerte, y que ahora resulta esclarecedor. Es una carta a Valery Larbaud. En ella relata el poeta una ‘revelación‘ que tuvo en Ceilán, en un fumadero de haschich. ¿De qué fecha es la carta? De agosto de 1925 ¿Y de que fecha la revelación? De 1911”
“Vale la pena transcribir el pasaje entero. Tras fumar unas pipas Güiraldes cuenta que sucedió lo siguiente:
“….Estaba yo adueñándome de un bienestar lúcido… Y me alejaba de todo esfuerzo por dilucidar problemas intricados. En cambio, se me proponían, sin esfuerzo, paisajes e imágenes que guardaba cariñosamente ante mis ojos un momento para luego alejarlos, cesando de entenderlos. La Argentina era un gran país en el mapamundi, que vino así de pronto. Conjuntamente vi su territorio, su historia y sus hombres. Maravilloso el territorio, que iba desde la nieve al trópico en los dos sentidos de latitud y altura”.
“Unos pocos hombres bravos y duros peleaban en pequeños vértices sanguinolentos, perdidos en aquel mundo, y había en el aire fuertes gritos de rebeldía y de fe en la propia capacidad.”
“Yo veía muy bien todo esto desde mi conocimiento civilizaciones completas y ya en retroceso y cuando en la calma de los momentos actuales el país se me presentó liso y aparentemente hecho, vi que todo en él era imitación y aprendizaje y sometimiento, y que carecía de personalidad, salvo en el gaucho, que, ya bien de pie, decía su palabra nueva “
“No era cuestión para mí, en ese momento, de argüir nada.”
“El hecho tenia carices de axioma y yo comprendía no como quien razona sino como quien constata una evidencia.” (3.-)
¿Qué otro deseo podemos tener que coincidir con Güiraldes en la ambición de transitar este Siglo Veintiuno con “palabra nueva” surgida “de rebeldía y fe en la propia capacidad” creadora de originalidades fuera de toda “imitación” donde ni pizca asome de “sometimiento”?
REFERENCIAS:
- CHANNE GOWDA, Ramachandra Buvanahalli. Introducción a Poemas místicos. Editorial Ricardo Güiraldes, Buenos Aires, 1977 (Pág.7)
- RODRIGUEZ–ALCALA, Hugo. Sobre una interpretación de “Don Segundo Sombra”, diario La Nación, Suplemento de cultura. Buenos Aires, 13 de noviembre de 1966
- GÜIRALDES, Rocardo, Carta a Valery Larbaud en la Isla de Elba. Revista Sur N° 233, mazo /abril 1955 Buenos Aires. ( Págs. 112/113)
(*) Trabajo presentado en las Sextas Jornadas Nacionales Internacionales Ricardo Güiraldes. Mercedes (provincia de Buenos Aires), 18 y 19 de mayo de 2001