Decía Unamuno que la filosofía se acuesta más a la poesía que a la ciencia. Y debe ser cierto, porque el pensamiento ha de ser explicitado y hay verdades que resultan difícilmente explicables en su literalidad, por lo que conviene recurrir a la metáfora, sin que por ello pierda brillo la idea. Porque, la propia vida es farragosa y en ocasiones no es fácil, no ya explicarla, sino explicarse el que la piensa y es vivido por ella.
¡Cuántas veces decimos “no” a lo que no sabemos o podemos explicar con la siempre dudosa racionalidad e ignoramos que el hombre es razón, sí, pero también es intuición y sensibilidad! Y hay realidades que son como los alimentos, mejor digeribles tomándolos bocado a bocado y no atragantándose, procurando ver sus propiedades y no sólo la degustación o el placer del buen yantar.
Una de estas cosas que se atragantan, pues ciertamente traspasan el umbral del raciocinio de la diosa suficiencia es la propia sensación del viviente con respecto a su existencia. De ahí, la frase aquella vulgarizada de “Para dos días que hay que vivir, aprovecha la vida”.
Dos días. O tres. O bastantes más. ¿Qué son? Pero la razón se entrecorta cuando trata de hallar una respuesta categórica a ese deseo de perpetuarse. No sabe. No puede. E incluso la autosuficiencia y el prejuicio humano del qué dirán los falsos intelectuales de cualquier época descreída, guías ciegos que conducen a los otros invidentes hacen echar el freno y decimos: “No hay nada. Comamos y bebamos, por si acaso”.
Es el caso del que niega la resurrección. La suya propia. Y, sin embargo, se queda con la vacuidad de la nada como respuesta, pues, díganme si no; si mantener la esperanza es arriesgado, ¿negar cualquier forma de confianza no habrá de ser aberración?, pues redirige al propio hombre hacia un rumbo que carece de destino: esto es, hacia la nada absoluta. Es algo así como si el piloto de un barco sabe dónde está el ojo del huracán y se deja arrastrar hacia él.
Siendo el hombre tal― si es capaz de pensar esto es porque está dotado de vida―, y manteniendo dentro de él― no sabe la razón, pero la percibe― un sentimiento de vivirse, afirmar la negación equivale a cerrar la puerta del sentimiento del ser. Y es que, releyendo a Spinoza, aquel judío portugués que nació y vivió en Holanda, el esfuerzo con el que cada cosa trata de perseverar en su ser no es sino la esencia actual de la cosa misma. Esto equivale, lector, a que la esencia del hombre― incluidos tú y yo― no es sino el esfuerzo que ha de ponerse en seguir siendo hombre, en no morir con la muerte. Y lo contrario, equivale a negar esa forma de vivirse― no es este el lugar para profundizar el cómo ha de ser la resurrección―, esta corriente de la modernidad de la que hablaba el testamento nuevo acerca de la doctrina del saduceísmo.
Tomando los relatos de Lucas y Mateos, y retomando al vasco Unamuno en su lirismo, en esa obra magna de poesía que es “El Cristo de Velázquez”, capítulo VIII, podemos leer:
“Dobla tu frente, triste saduceo,
contempla el polvo, que es tu fuente,
la vida toda no es sino embuste
si no hay otra allende.
¿A qué saber, si la conciencia al borde
de la nada matriz no espera nada
más que saber? Di: ¿dónde están las olas
que gimiendo en la playa se sumieron?
Eso de “doblar tu frente”, encoger el entrecejo es propio del que estruja la testa y se encuentra al límite de su discernimiento. Ya no da más de sí y ha de reconocer― posiblemente en su fuero interno, que no el externo― su incapacidad de entender. Y, sin embargo, no es cuestión baladí, sino que le afecta directamente, y por ello no puede desentenderse (aunque dé la impresión de “pasar” de largo). Impotencia de la autosuficiencia se llama. Dependencia de lo que no es él mismo. Es la misma sensación― hábilmente presentada por el agnosticismo― de la criatura aquella ante el dios aquel, en “Las moscas”. Como me reconozco, me autoproclamo independiente de cualquier divinidad, pues yo soy mi propio dios. Lo malo, es que el hambre no se espanta pensando que no se tiene, sino saciándola. Extendiendo la mano desde la propia contingencia. Y eso es algo que duele en los tiempos que vivimos. A lo más que se llega es a la aceptación de un humanismo laico, que empieza y concluye en el hombre. Pero, la pregunta viene a ser: ¿cómo autoafirmarse este hombre si no añadimos al humanismo la trascendencia, ― esto es, un “humanismo trascendente” ―si a fin de cuentas es el primero y el último anhelo para continuar siéndolo?
“Saduceo” es el que niega cualquier clase de “re-nacimiento”; lo cual le condena a tener que aceptar su limitación, pues sabe que no puede prolongar su existencia, y también que la muerte le espera a la altura de sus deseos como una liberación o como una condena hacia la nada. Del ser al no ser. Triste destino el así concebido: entender en su afán de emancipación, que su única fuente es el polvo del que procede. Todo lo cual viene a concluir en los últimos versos: una vida así concebida, si no hay salida, si no existe la continuidad de alguna manera, se constituye en un gran embuste. Pues, ¿cómo darle sentido a ese deseo que el viejo erudito mencionaba acerca del perseverar en ser, es decir, que no se extinga la consciencia de vivirse?
De lo que se trata, más que de “saber” ― algo imposible― es de confianza. Opción que grita la voz interna del hombre, que quiere vivir. Es el máximo anhelo. Sabe que el tiempo y el espacio en el que se desenvuelve es finito, no así su espíritu, que tiende a ancharse, hasta el punto de tender a entregarse a ese destino que le susurra muy dentro. Porque, aunque la ola se estrelle en la orilla, no escapa del mar. Es mar. Si desea infinitud habrá de perpetuarse en ella para no desaparecer en la tierra.
por Ángel Medina