En ocasiones, una cosa puede “ser” y “no estar”. Al menos ser captada por los sentidos. Las ondas hertzianas que nos envuelven y que portan la información de lo que sucede en el mundo son invisibles. Basta con abrir un receptor para que se dejen oír. No se ven, pero están.
La manifestación del mal actúa en lo secreto. Y en ocasiones lo hace bajo la apariencia del bien.
Anverso y reverso. Hay quienes opinan que el infierno no existe. Para ello deberíamos estar ciegos, pues con pestañear y dejarnos penetrar por la realidad nos daríamos cuenta que el infierno está aquí. El infierno está en el propio hombre cuando pierde la compasión por los demás. Mas, ¿qué decir del amor? Es un sentimiento humano, quizá demasiado humano para los tiempos que corren, que a veces no se reconoce procedente de una bondad suprema.
Para quien así lo piensa, no existe nada más que el hombre. Aunque, en su discernir no le será fácil comprender que toda la maldad que existe en el mundo pueda salir de manos humanas. A veces es tan refinada y cruel esa malignidad que para justificarla se apela a algo que se nos escapa, a lo cual globalizamos como el Mal. Y como el hombre necesita dar forma a su pensamiento para mejor comprensión, procurando hacerlo morfológico, a su imagen y semejanza, imagina a un ser con cuernos y rabo, de mirada satánica, capaz de contener toda iniquidad, pasando a llamarlo el demonio, una “mega” criatura espiritual dotada de inteligencia y poder, artífice de la iniquidad.
El primer artilugio satánico es pasar desapercibido. Por eso, se puede deducir aquello que decía Baudelaire, poeta y ensayista de lo trágico: “Al hombre de hoy le resulta más difícil creer en el demonio que amarlo”.
Es suficiente una mirada al panorama actual que nos describen los telediarios para ver ese amor no declarado en el horror de una guerra como la de Ucrania, con criaturas esparcidas por los suelos, por no decir de los inmensos crímenes stalinistas, el deseo de dominar el mundo de hombres considerados genios de la Historia, corsos con la mano en el pecho según lo representan, que se ponen el mundo por montera y dejan una inmensa estela de cadáveres a su paso, llámense Napoleón o César, sin olvidarnos de uno de los episodios más sangrantes para la humanidad, como fue el Holocausto. ¿No son excesos que sobrepasan la maldad meramente humana? ¿No se está amando de esta manera el mal?
El espíritu maligno no se hace notar, simplemente nos trata de persuadir de que no existe. No se nos muestra como alguien evidente, pero su maldad es tan persuasiva como corrosiva. Por tanto, no estamos en guardia contra él.
El segundo enredo es hacer creer al hombre que se puede bastar a sí mismo. En el desvarío de autonomía el hombre se ha quedado solo, considerándose su propio dios. Y esto es algo que los existencialistas pregonan en su duda existencial. En el momento en el que el hombre es consciente de ser hombre, se basta. No necesita ninguna tutela de fuera. El cielo está en su presente. No hay ningún después.
El maxime momenti o primer pecado de toda sustancia humana es la autosuficiencia. Y para mantenerla, los que imparten la asignatura de ateísmo, adoctrinados por el tentador proclaman la no necesidad de pensar. Ya lo hacen ellos por la sociedad. Religión secular.
Tanto se confió el hombre a sí mismo, que acabó perdido en su propio laberinto. Mientras más corría, más se mareaba. Y ebrio de su querer ser, acabó confundido.
Baudelaire, retratista de los vicios de la sociedad reflejaba en sus escritos la carencia de probidad. Y, como muestra, se dice, un botón basta.
“Todos los imbéciles de la burguesía que pronuncian las palabras inmoralidad, moralidad en el arte y demás tonterías me recuerdan a Louise Villedieu, una puta de a cinco francos, que una vez me acompañó al Louvre donde ella nunca había estado y empezó a sonrojarse y a taparse la cara. Tirándome a cada momento de la manga, me preguntaba ante las estatuas y cuadros inmortales cómo podían exhibirse públicamente semejantes indecencias”
Es necesario― nos dirá después Baudelaire― el “decadentismo”, esto es, épater la bourgeoisie, que bien se puede traducir como escandalizar a la burguesía, un traje a la medida de la mesocracia. Satanás se reviste de Dior (¡lo que varía una letra colocada en el último lugar!)
La tercera artimaña diabólica es la de apelar a la lógica de la razón a fin de que podamos someter la verdad al conocimiento. Que aquello que creemos nos resulte evidente. Así, pues, en lugar de confianza en la vida― a pesar de la aparente contradicción de ser sojuzgado el bien en aras del mal― desconfianza. La vida, por consiguiente, no ha de tener un último sentido, quedando todo sometido a la explicación del materialismo. El hombre no es otra cosa que un puñado de átomos, y por tanto nace, se reproduce y muere. Y ya está.
Mas, llegado hasta este discernimiento, ¿ no habría de comenzarse el razonamiento partiendo desde el propio hombre que se piensa, tratando de hacerse entender que si posee inteligencia y es capaz de crear el arte― algo que nunca le será posible al mono del cual procede, para lo cual necesita de esa sensibilidad superior que es el espíritu o alma― ha de tener un objetivo trascendente, esto es, que su existencia ha de proyectarse más allá del tiempo, y que por tanto puede mantener una relación confiada con lo divino?
La tentación va más allá. Pretende, ni más ni menos que cosificar a Dios, utilizándolo según las necesidades del hombre. El hombre puede aceptarlo a condición que se le muestre favorable. Existirá para él en la medida en que satisfaga aquello que le pide. De lo contrario, a lo sumo dirá que le oye, mas no le escucha. Luego, ¿para qué lo necesita?
Esto puede valerle al hombre de una fe incipiente en su relación con el Misterio. Sin embargo, el creyente, aun siendo siempre insuficiente el grado de mostaza de la fe de cada uno, podrá encontrar lo sibilino de la provocación en las tentaciones de Cristo en el desierto, donde por tres veces se le ofrece aquello que sirve para dominar el mundo a cambio de que manifieste la divinidad. “Si eres el Hijo de Dios, haz…” Si eres. Lo que se busca es la provocación a fin de que le sea demostrado al hombre aquello que no cabe en su cabeza.
El cuarto engaño del tentador toca el “ego” personal a fin de que se acabe imponiendo el “yo” al “vosotros”. En lugar de solidaridad, egoísmo en estado puro. Para trepar cada cual la escala de su propio bienestar se procura que se invierta el orden que puede humanizar al hombre y des- animalizarlo.
La principal treta del Mal es la de la confusión. Invertir los términos. Es quizá por eso por lo que la sociedad hace una parodia adulterada del mensaje del Sermón del Monte.
Cuando se dijo aquello de “Bienaventurados los pobres”, el tentador puede esconderse insinuando lo superfluo. Son aquellos que se permiten pagar 5.000 euros por una noche en un hotel de lujo de Montecarlo y dejan en la puerta del casino un deportivo que cuesta el equivalente al sueldo de un mileurista durante cuarenta años. ¿Quién tenderá la mano al moderno Midas el día que se dé cuenta que no puede comerse lo que toca, aunque sea del color de la púrpura?
Cuando se dijo aquello de “Bienaventurados los pacíficos” lo diabólico puede insuflar la violencia a personas ávidas de poder y dominio. Gobernantes ambiciosos y expansionistas, ultranacionalismos que montan una guerra para después vender la reconstrucción de un país destrozado, sin tener en cuenta el reguero de víctimas que se dejan en la cuneta. Como un boomerang, podría recoger aquello que siembra. Es conocido el dicho: “Quien a hierro mata, a hierro muere”.
Cuando se dijo aquello de “Bienaventurados los que lloran”, aquellos que han de hacer frente a las vicisitudes de la vida, lo satánico sugiere el hedonismo, haciendo de la vida un continuo jolgorio, Mas, ¿quién consolará al que ríe sin medida, convirtiendo la alegría en pasotismo cuando se dé cuenta de la insoportable levedad de su propio ser?
Cuando se dijo aquello de “Bienaventurados los misericordiosos”, lo demoníaco sugiere que ante la ofensa se responda exigiendo la reparación, creando una espiral de violencia que da lugar a que no se le exonere de sus propias culpas. Aquí, porque si no tiene clemencia con quien le ofende, tampoco la encontrará él. Allá, porque se excluye del perdón cuando pide en su peculiar Páter Nostrum que se le exculpe a él de la misma manera con la que procede.
Cuando se dijo “Bienaventurados los que padecen por causa de la Justicia” lo luciferino puede hacer entender que se puede rechazar las tropelías, pero que eso está reservado para otros, y por tanto no mueve un solo dedo. Pasotismo ante la vida. Ni tibio ni caliente. No se es amigo ni enemigo, no se toma partido y se convierte en neutral ante el mal. Tal vez no cae en la cuenta que en algún momento puede verse él mismo afectado.
Cuando se dijo “Bienaventurados los limpios de corazón”, el Maligno se frota las manos, pues es en el “corazón” donde se concentra el sentimiento último del hombre: la beatitud. Un lugar donde es avistada la trascendencia. Es allí donde ha de escuchar la voz que viene de arriba. Pero, embotado su seso― tal vez poseído por el sexo, el dinero, el prestigio o el poder como meta― prefiere pasar de puntillas y no pararse a pensar. O mejor decir, pensarse. ¿Se ha preguntado alguna vez por el sentido de su vida? ¿Acabar en la nada?
Los anatemas que lleva cada bienaventuranza no son conjuros o condenas, sino advertencias para que el hombre oriente su vida y no acabe devorado por el Saturno que se esconde en la figura del diablo. Más bien, se trata que el “yo” no se imponga al “tú” o al “vosotros”.
Eso sí, teniéndose en cuenta que el demonio mantiene los ojos abiertos durante la siesta. Satanás nunca duerme.
por Angel Medina