Es frecuente oír y leer, en estos tiempos, que los políticos son una casta de inútiles e ignorantes, que sus ingresos son exagerados -cuando ocupan alguna función pública- ; que tienen colaboradores, también inútiles, que perciben cuantiosos sueldos; y como si esto fuera poco agravio, que no cumplen con sus obligaciones y lo que es más grave aún, que no están preparados para sus funciones de dirigentes, que se contradicen, que no proponen nada nuevo para mejorar el funcionamiento institucional de nuestra república ni para enfrentar las tremendas falencias en materias económicas, sociales, educacionales, de seguridad, sanitarias y tantas otras áreas.
Quienes hacen estas lapidarias afirmaciones no son seres de otras naciones: son los mismos que votan a quienes se presentan como candidatos prometiendo generalidades y vaguedades. ¿Será porque también aspiran a generalidades y vaguedades?
Pero además, muchos de tales críticos, evaden sus obligaciones impositivas, quieren servicios de electricidad, gas, teléfono y transporte a un precio ridículo por lo bajo, pero se quejan del excesivo gasto del Estado. Exigen seguridad pero no quieren pagar sueldos dignos a las fuerzas destinadas a brindarla, a las que además tildan de innecesarias. Reclaman educación y atención pública de la salud, pero no están dispuestos a asumir los costos, que no son solo económicos, son también de respeto y reconocimiento a quienes se ocupan de educar y curar; así como poner en caja a los sectores sindicales en todas las áreas.
Quieren trabajo pero no están dispuestos a generar condiciones de inversión y rentabilidad a quienes pueden brindarlo. Todo lo expuesto exige sacrificios y tiempo, que parece no están dispuestos a cumplir ni esperar.
Como si este descalabro fuera poco, no confían en la justicia, pero nada hacen para mejorarla; los dirigentes, por cuestiones de conveniencia o preferencia, y los ciudadanos, porque siempre es bueno “tener palenque ande ir a rascarse”.
Es bastante evidente que la clase política, tan denostada, es muy similar a la clase ciudadana: superficial y arrebatada, ya que ambas exigen conductas que no respetan, descreen del esfuerzo, del cumplimiento de las leyes y hasta de la normas sociales más elementales, como no mentir, cumplir con las promesas, no agredir ni insultar, no impedir el tránsito por las ciudades y no destruir bienes ajenos.
Va de suyo que no todos los ciudadanos ni los dirigentes se comportan del modo descripto hasta aquí. Las generalizaciones suelen ser exageradas e injustas, pero algo de verdad encierran. Cada uno de nosotros, los argentinos, deberemos hacer un examen de conciencia, especialmente ahora, que se avecina una elección crucial de legisladores, para no ser, otra vez, víctimas o cómplices, por ignorancia o conveniencia, de lo que suceda en el futuro, que es nuestro y de nuestros descendientes.
Esforcémonos, entonces, por separar la paja del trigo; analicemos la conducta propia y especialmente la de quienes asumen el compromiso de representarnos. Cotejemos las promesas con las realidades, veamos qué han hecho otras naciones para ser exitosas, como alguna vez fue la Argentina. Pidamos explicaciones y, sobre todo, exijamos a quienes se postulan que piensen en nosotros y no en ellos; que dejen de lado declaraciones altisonantes, promesas incumplibles o demagógicas.
Y además vayamos paso por paso: ahora renovando el Congreso, es decir el órgano legislativo. El gobierno tendrá dos años para seguir el camino correcto o persistir en la demagogia incomprensible. Quienes aspiren a cambiar el rumbo tendrán que proponer planes razonables y cumplibles, discutirlos y convencer a la ciudadanía de forjar un futuro mejor.
No ilusionemos a las jóvenes generaciones con paraísos inalcanzables ni recurramos al agravio, la mentira o la violencia.
por Guillermo V. Lascano Quintana