Como dije en una anterior colaboración con El Portal, tengo una especial inclinación por las novelas de Arturo Perez Reverte porque, si bien este autor suele mostrar la cara más siniestra de sus personajes, no deja de exhibir también sus virtudes y conductas generosas y heroicas. En definitiva, en mi caso me acerca a esa realidad que sostiene la antropología cristiana que define al hombre como “naturaleza caída”. Fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, pero por el pecado original guardamos una tendencia a utilizar nuestra libertad para apartarnos de Él.
Perez Reverte busca siempre “humanizar” a personajes donde se los pintan como héroes de causas y gestas nobles. Esta vez le toca al famoso “Sid Campeador” a quien conocemos por nuestras lecciones de Literatura Española o en su versión de Hollybood encarnado por Charlton Heston y Jimena –su mujer- por Sofía Loren.
En general tomamos contacto con El Cid a través del “cantar del Mío Cid” escrito por un juglar anónimo quizás a fin del siglo XII o principios del XIII, época en que en la Europa Medieval comenzaron a difundirse los cantares de gesta con la finalidad de enaltecer las ordenes de caballería. Pero las investigaciones históricas descubren al Cid, como un personaje que existió realmente y tuvo una actuación notable en los enfrentamientos y guerras feudales de la España del siglo XI, donde se mezclaban en alianzas circunstanciales o luchas por territorios, los nobles moros y cristianos.
Como lo define Perez Reverte, el Cid fue un personaje de frontera. La frontera en la historia de las Naciones, fue y es una zona donde conviven diferentes razas y personajes que por necesidad, eran y son violentos y, a veces, carentes de escrúpulos. En la frontera la autoridad está ausente o depende de personajes ambivalentes, a veces designados por el rey o el Estado lejano y otras autoproclamados jefes por su carisma o habilidad. En estas circunstancias las conductas de quienes atraviesan el territorio fronterizo o viven allí no están sujetas a leyes o normas establecidas sino que se sostienen solo en la palabra o el honor. En definitiva eran y aún son, zonas peligrosas donde el sustento se gana con la lucha y el esfuerzo.
Nuestro personaje debió abandonar su tierra ubicada en Castilla y perdió su posición social como señor de la pequeña nobleza de ese territorio (Mio Cid movió de vivar, para Burgos a deliñado). Fue desterrado por el Rey Alfonso VI a instancia de sus enemigos (“míos enemigos malos”) y, junto con quienes lo siguieron, entre 70 y 100 hombres, recorrió los territorios del noreste de España, entre Zaragoza y Valencia. Allí estuvo al servicio de reyes moros y cristianos en una lucha donde las lealtades dependen de las ganancias que permiten sostener a sus hombres. En este contexto el libro nos describe con maestría la realidad del enfrentamiento y convivencia entre moros y cristianos.
Nos han enseñado que en la España medieval había una guerra entre el islam y el cristianismo. La realidad que nos describe Perez Reverte es que no era tan clara la separación ni la identificación de ambos bandos. En el entramado del complejo mundo feudal, se mezclaban señores y vasallos cristianos y moros que se debían lealtades o realizaban alianzas cruzadas donde, muchas veces, un Señor cristiano luchaba contra otro de su mismo credo asistido por tropas suministradas por un noble moro que le rendía vasallaje.
Eso sí, al lado de la fiereza del personaje curtido por el sufrimiento de tener que dejar su tierra y ganarse la vida guerreando, Perez Reverte nos describe también la adhesión a su Fe demostrada en sus oraciones y la devoción a las verdades reveladas. También muestra su concepto de lealtad y honor a su rey, aun cuando había sido desterrado por sus mandatos. El Cid, a pesar de sus sufrimientos, conserva siempre la esperanza que Alfonso VI lo reconozca como un buen vasallo, lo cual finalmente logra.
La realidad de la vida en la frontera de la España medieval me recordó a nuestro poema nacional, el Martín Fierro. También el personaje central, perseguido por la autoridad, dejo sus pagos donde estaba sus hijos y mujer, y se internó en la frontera de aquella provincia de Buenos Aires, que se extendía pasando el río Salado donde vivió como matrero y finalmente, con su amigo Cruz se afincó por un tiempo en las tolderías de los Pampas. Esa frontera tampoco tenía los contornos humanos bien definidos. Había en ella una relación ambivalente entre los indios y los blancos que, durante épocas convivían pacíficamente para enfrentarse en forma cruel cuando los malones pasaban el Salado para robar y destruir las estancias de aquellos valientes que se instalaron en esas zonas que ahora recorremos por la ruta 2 cuando nos dirigimos a la costa.
Hoy también existen fenómenos “de frontera” asombrosamente cercanos a nosotros. El conurbano bonaerense donde convive la pobreza con la opulencia separada solo por algunas calles nos muestra esta realidad. En mi caso, la lectura de obras como “Sidi” me enseña a intentar ser más comprensivo con actitudes de vecinos cercanos que habitan barrios carenciados; ver que difícilmente todo es maldad aun cuando se cometan delitos o actos condenables. Siempre hay, en todo hombre, un fondo de nobleza porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Por eso, mi visión heroica del Sid Campeador se mantiene aun cuando este libro lo pinta descarnadamente como lo que, seguramente fue.
por Enrique V. del Carril
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