Yo cursé la segunda enseñanza en un colegio situado a menos de trescientos metros de mi casa. Por el portón de la calle Humboldt entrábamos los alumnos (todos varones); por la puerta de El Salvador lo hacían los profesores y demás personal adulto. Estacionaban sus autos frente a este ingreso.
Andábamos por los catorce años. Teníamos una materia llamada Educación Democrática. El profesor era un abogado del que sólo recuerdo el apellido, que no revelaré. Emitía voz gruesa y estentórea pero no fluida, como con notas chirriantes.
Aquel día extrajo su libreta de calificaciones y, blandiéndola con aire simpático, declaró sonriente:
—Hoy me siento bueno y voy a dar la oportunidad de que pasen todos los alumnos que necesiten levantar nota.
Desde luego, daba por sentado que un clamor de felicidad saludaría esta decisión:
—A ver… ¿Quién quiere pasar…?
Silencio sepulcral.
—Bueno —insistió—, no sean tontos. Los que no alcanzan los siete puntos: aprovechen esta oportunidad para levantar nota.
Tal vez el aleteo de alguna mosca quebró el silencio.
Abrió la libreta, analizó las calificaciones de los alumnos que estaban, según metáfora futbolística, en la “zona de descenso” y, eligiendo a los más comprometidos, dijo (por ejemplo):
—Aballay, vos tenés un cuatro. ¿Querés pasar al frente?
El convocado, que no se sentía en condiciones intelectuales de entrar en la cancha, negó con un movimiento de cabeza y un rictus nervioso.
El profesor realizó un segundo esfuerzo:
—Belletti, apenas llegás a cinco, ¿no querés pasar?
Idéntica respuesta negativa de dicho educando.
Y lo mismo ocurrió con Cáceres… Y con Davidovich… Y con Echeverry… Y con…
Entonces el magister avanzó desde la A hasta la Z en procura de redimir a tanta oveja descarriada, sin omitir, en la letra S, el apellido de quien suscribe.
Al llegar a Zúzzero, la frustración más ominosa se había abatido sobre su espíritu. Había entrado con alma espléndida para derramar bondades sobre nuestras testas, y como toda retribución terminó recibiendo el halo gélido de la indiferencia.
Es posible que, impulsado por necesidad de venganza, decidiese en ese instante convocar al frente a cualquiera de los réprobos, y así mandarlos con toda justicia a la B, o sea a los exámenes de diciembre o de marzo.
Resultó providencial la entrada de uno de los preceptores. Pidió autorización para repartir a los alumnos no sé qué comunicación del rectorado, cosa que consiguió y realizó de inmediato.
Luego, al advertir que el docente tenía en sus manos la libreta de calificaciones, le preguntó (no porque le interesara saberlo, sino por el gusto de hablar):
—¿Va a tomar lección, doctor?
Tal fue el fósforo que encendió la mecha de la dinamita. Como si cobrase de repente conciencia de la iniquidad de que era víctima, el profesor, ardiendo en cólera, contestó en altísimo volumen de su rugosa voz:
—¡No! ¡¿Cómo voy a tomar lección, si aquí ninguno estudió un carajo?!
Una risotada homérica y multitudinaria celebró este exabrupto, al tiempo que el júpiter tonante se retiraba del aula con un iracundo portazo que hizo temblar las paredes.
A la clase siguiente no regresó. Y a la subsiguiente, tampoco. Y a ninguna otra.
Jamás volvió. Sin desearlo, nosotros lo habíamos convertido en un ser humano profundamente herido: quiso ser generoso y nuestra ingratitud no se lo permitió.
Como dije al principio, no voy a revelar su apellido, aunque lo recuerdo perfectamente. Tampoco olvido su automóvil, que ha dejado de fabricarse hace muchos años. Era un Henry J gris: nunca más lo vimos estacionado en la calle El Salvador, frente al colegio de mi adolescencia.
por Fernando Sorrentino
28 de abril de 2020