Autor: Roberto Antonio Punte
La filosofía del progreso, que tuvo su auge en el siglo XIX, veía el curso de la cultura humana como una línea en la cual sólo se podía avanzar en un sentido positivo. Progreso moral, progreso económico, progreso técnico: la experiencia parecía surgir de un impulso incontenible desde un momento que podría ser el renacimiento-dejando atrás lo que era descalificado como las edades oscuras, a lo sumo “medias”. Manifestado en los descubrimientos y las conquistas, el iluminismo, el enciclopedismo, los inventos, la fuerza del vapor primero, luego la electricidad, el motor a combustión interna, el ferrocarril, los transatlánticos. El avance de la democracia, el crecimiento capitalista. Una línea ascendente indefinida ” per aspera ad astra”.
El quiebre de esta ilusión fueron las grandes guerras europeas del siglo XX, el desarrollo de los totalitarismos que, como en el caso del nacionalsocialismo, infectó una de las naciones más cultas de Europa fue un cachetazo que demostró que tras el horizonte podían ocultare amenazas impensadas, terribles retrocesos, crímenes indescriptibles, situaciones jamás imaginadas de inhumanidad.
De ahí que esta nueva creencia en una línea indefinida en donde el horizonte siempre iba a ser victoriosamente traspasado por la agudeza de la inteligencia y la energía de la voluntad humana, quedó teñido, por un lado por una vertiente pesimista de rumbo nihilista, y por el otro ,entre los más sensatos, por una necesaria humildad en cuanto cualquier logro implicaba una cuestión transitoria capaz de reversión, y que cada progreso debía ser mirado con prevención ,pues una afinada perspicacia introdujo la advertencia que siempre acechaba el riesgo de perjuicios y víctimas imprevistas .Hoy la conciencia del daño ambiental, las súper bacterias que vencen inesperadamente a los más avanzados medicamentos, la adaptación de las malezas a los herbicidas y la plasticidad del mal de reinventarse y resurgir del modo más inesperado, el horror como parte cotidiana de la convivencia.
Que no podía exportarse la concepción mecanicista a lo social, y la ingeniería a la convivencia humana, y en la relación del hombre con la naturaleza debe admitirse la persistencia de límites, que obligan a andar en puntas de pie, cautelosamente, paso a paso, sin espacio ya para la orgullosa confianza de haberlo dominado todo. Que parece leerse en el libro de la naturaleza que también requiere e incluye conservación y discernimiento de límites que deben sopesarse adecuadamente para evitar los daños colaterales, las consecuencias inesperadas o imprevistas. Que el avance hacia nuevos horizontes no deroga la subsistencia ulterior del misterio, que el conocimiento es siempre defectuoso e incompleto, siempre perfectible sin capacidad de perfección acabada.
Es posible, incorporando esta nueva forma de prudencia , seguir teniendo fe y esperanza en el auténtico progreso, esa maravillosa fuerza que sentimos como una permanente tracción que impulsa a las generaciones hacia adelante, hacia lo mejor ,hacia lo más alto ..
Algo muy distinto del progresismo, caracterizado en su núcleo emocional por la noción irracionalmente sostenida, de que hay en el hombre derechos indefinidamente expansibles, sin conciencia de límite ni de responsabilidad. Y que esos derechos pueden ser creados por leyes que gracias a fuerza estatal se imponen. Un buen ejemplo de pensamiento progresista ilimitado es la tesis sostenida recientemente en el Diario La Nación por el reconocido constitucionalista, Roberto Gargarella, bajo un título que bien resume esta línea de pensamiento “Derechos incondicionales que están por encima de los planes económicos”. No es cuestión de defender la postura inversa, sino la comprensión misma de que la “incondicionalidad” encierra en sí una postura negacionista del concepto de límite, de lo material como sujeto a la regla de la escasez, y del trabajo humano como contrafigura de la necesidad.
Es claro que frente a cada derecho hay en un correlativo deber. El auténtico progreso se cimienta en el dinamismo interactivo tanto de los derechos como de los deberes. Pues ambos coinciden en las mismas personas. Portadores, en consecuencia, de los dos principios, notoria tensión, que configura a la vez el impulso a la libertad y los límites de la misma. Pues ambos, derechos y deberes, operan en espejo, tanto entre las personas, como cuando lo debido corresponde sea atendido de modo solidario por un grupo o por la sociedad en su conjunto
Y que tanto o más que las normas gravitan las costumbres, los liderazgos, los pensadores, las modas y la opinión pública, las mismas decisiones judiciales y de las autoridades administrativas, la realidad económica y de gobierno, que determinan huecos de no vigencia y aún de desuetudo. Ya por adición, ya por sustracción, se conforma una realidad normativa que regula la convivencia.Deriva de esto un permanente quehacer transformativo en que reglas e instituciones interactúan con los hechos, las costumbres y los valores sociales que van predominando.
Pueden si determinarse ciertos ejes que tienden a equilibrar los cambios, especialmente los principios correlativos de libertad, solidaridad y legalidad. Por la libertad se aspira a la mejor autonomía posible para el desarrollo del bien personal de cada uno, encontrando su justo limite en las exigencias de la solidaridad propia del ser socialmente vinculado que es cada persona, y de ahí que la restricción a la libre voluntad aparecerá ligada a un bien común de solidaridad y convivencia, en donde la racionalidad de la ley opera como ancla estabilizadora.
El concepto arraiga entre nosotros en la regla constitucional del artículo 19 CN en cuanto que la zona de reserva de la libertad de las personas encuentra un triple límite: el perjuicio a terceros, la ruptura del orden público y, muy ligado a éste, la ofensa a la moral pública, entendida como un “mores” común requerido para la convivencia pacífica. Por eso los derechos civiles del articulo 14 aparecen limitados por “las leyes que reglamenten su ejercicio” .Coinciden tales justos limites no sólo por sujeción a la legalidad, sino, asimismo, a valores de convivencia civilizada –moral y buenas costumbres – también cimentados en el régimen republicano y representativo (art.33 CN).
Así expresa la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre en cuánto que “toda persona tiene el deber de convivir con las demás de manera que todas y cada una puedan formar y desenvolver integralmente su personalidad”.
Debe remarcarse que tales límites no sólo constriñen a los particulares sino también a los legisladores. Al gobierno y los funcionarios públicos, y a los jueces y fiscales.
A veces es preciso descender a lo más elemental, pues ante tantos desvíos de pseudo creatividad que a veces apenas disimulan cuotas variables de ignorancia y desidia, cabe recordar determinados “principios permanentes” para anclar esta reflexión, como “proposiciones de líneas generales de orientación “.
Lo primero que debe entenderse es que los derechos y deberes de los hombres son mutuos y que el principal riesgo que encuentra toda persona respecto, por ejemplo, al libre ejercicio de sus derechos a la vida, a la libertad y de la seguridad surgen de otros seres humanos. Las amenazas y perjuicios contra la libertad y la igualdad ante la ley por razones de raza, sexo, edad, credo, educativas, habitacionales, laborales o patrimoniales, ambientales, etc… van a tener su principal fuente de riesgo en quienes han decidido delinquir, en los funcionarios negligentes o corruptos, en los explotadores, en las asociaciones de odio, en los abusadores, en los iconoclastas o ateos militantes.
La figura del Estado es la de ser el principal garante de que todos los derechos sean respetados y cumplidos ha de sostenerlos a través de todas sus organizaciones, no sólo la judicial.
Las garantías judiciales operan casi en última instancia, pues primero deben reflejarse en las leyes y reglamentaciones, en las decisiones de tipo político y legislativo y en la certeza y eficacia de su implementación.
Una desviación del concepto hace pensar que todo derecho afectado debe ser cubierto por la organización estatal y no es así, los derechos afectados deben ser cubiertos por el obligado principal que es el quien en primer término provoca la falta, el daño o la afectación. En tal sentido el derecho de los padres frente a los hijos o de los hijos frente a los padres es personal y solo subsidiariamente se deriva a la sociedad en su conjunto, y recién las instituciones funcionan como garantes de que estas afectaciones no se produzcan arbitraria e ilegalmente.
Por tanto en primer lugar tendremos los derechos con sus garantías y en segundo término las garantías de los derechos, que van a operar los deberes de quienes deben en la convivencia cumplir con ellos y es para validar tales garantías, que aparece la protección estatal tendiente a que esta composición entre los ciudadanos, esta concordia necesaria para la convivencia, se cumpla efectivamente. Esto es, que el Estado es un obligado supletorio.
Recién ante la infracción aparece el funcionamiento de los mecanismos de protección y de reemplazo si no pueden ser resueltos de otra manera, según los términos de la vara equilibrante de la legalidad.