En páginas memorables San Agustín refiere la sorpresa que le deparó ver a San Ambrosio en su celda deslizando sus ojos sobre el texto, sin emitir palabra alguna y, sin siquiera, mover los labios. Constató ese hecho, para él entonces casi milagroso, al verlo posar su mirada calladamente -tacite, ‘en silencio’ dice Agustín[1]- sobre lo escrito, lo que era posible ya que el santo siempre mantenía abierta la puerta de su aposento. Agustín, entonces joven, quedó deslumbrado.
He aquí el primer testimonio conocido que remite a una lectura silenciosa. Sucede que hasta entonces se leía en voz alta. La referencia del santo de Hipona alude a la circunstancia de ponernos al tanto de que, entrado el siglo IV, todavía se seguía leyendo en alta voz: lo del obispo de Milán era una excepción a la regla, extraña y, con el tiempo, sublime. Deducimos, por tanto, que cada scriptorium, ‘lugar donde escribir’ de conventos y abadías, contrariamente a lo que imagina un lector desprevenido, debía ser un sitio bullicioso en el que los escribas monásticos se entregaban a la tarea de copiar manuscritos, emitiendo su voz a medida que leían. Un espacio donde cada uno debía monologar frente a su texto: un soliloquio con el papiro o pergamino. Nada de silencio, en consecuencia. Siglos más tarde, Borges, en páginas no menos célebres, vuelve sobre esa referencia tan singular[2].
Paso ahora a referir una circunstancia que me tuvo inquieto desde mi infancia. En casa de mis padres, además de El Día, el clásico matutino de la ciudad platense, se recibía Crítica y, los domingos, La Nación y La prensa, cuyos suplementos literarios -rotograbados en color sepia-, eran goce para el intelecto y deleite para la vista (aún me maravilla ese prodigio del arte de imprimir). Crítica era un periódico sensacionalista, que se ufanaba por revelar escándalos y sacar provecho de tales griterías. Pese al tono, en ocasiones escandaloso y denunciante, incluía también artículos serios que publicaban Borges, Arlt, González Tuñón, Nalé Roxlo y otros ilustres, pero lo hacían bajo seudónimos para no mezclar sus nombres con un diario “amarillista”. Había sido fundado en 1913 por el controvertido periodista uruguayo Natalio Botana[3]. El edificio de ese diario[4], en sobrio art déco, aún hoy perdura, hecho extraño ya que en Argentina la sinrazón se ensaña siempre contra el pasado, como pretendiendo borrar todo vestigio, hasta hacerlo desaparecer. El pico de cantero parece su sino irremediable, nefasto, atroz. Su voracidad insaciable no tiene clemencia alguna.
Lo que en mi niñez me sorprendía de esa publicación es que la tilde colocada sobre la primera “i” de la voz Crítica del título, en lugar de ser una marcación muy pequeña como todas las tildes, era la imagen de un tábano. Y, debajo del título del periódico, la inscripción “Dios me puso sobre vuestra ciudad como a un tábano sobre un noble caballo para picarlo y tenerlo despierto. Sócrates”. En mis primeras lecturas -digamos, cuando tenía unos 7 u 8 años e incluso después- siempre me intrigaron el chocante insecto hematófago -cuya hembra, al chupar sangre de los equinos, los azuza, según refiere Virgilio en una de sus Geórgicas-, la extraña inscripción y, más aún, el nombre Sócrates. Ingenuo de mí, por no decir timorato, ya que no tenía valor como para preguntar a mis padres qué significaban esas palabras y, principalmente, qué quería decir “Sócrates”. La duda me carcomía, pero no me atrevía a averiguar el significado de esos enigmas. ¿Timidez, sensación de minusvalía en infancias cuyas voces entonces eran acalladas o la idea de que se trataba de algo prohibido, por no decir ominoso, que un niño no debía conocer: “Sócrates”? ¿Qué significaría Sócrates? ¿Qué misterio encerrarían esas ocho letras?
Con el tiempo Crítica dejó de venir a mi casa y la imagen de ese periódico pasó a ocupar un lugar silencioso y recóndito entre mis recuerdos. De manera racional no presté más atención ni al tábano, ni a esa enigmática inscripción, aunque hoy me percato de que permanecían ocultos en mi interior a la espera del momento adecuado para salir a la luz. Como sucede con el tigre que, agazapado, aguarda el kairós, es decir el instante propicio para lanzarse sobre su presa, ese momento sucedió. Ocurrió cuando, años más tarde, ya en la Facultad, al encarar el estudio de la lengua griega, me acerqué a la Apología, aquel discurso memorable en el que Platón refiere la autodefensa esgrimida por Sócrates ante el tribunal que lo juzgaba por las amañadas acusaciones de Anitos, Melitos y Lacón que lo llevaron a beber la cicuta. Lo increíble, lo sorprendente es que en el pasaje 30e de dicho discurso, me encontré con la referencia al mýops, el tábano socrático. Comparándose con ese insecto, tan desagradable como eficaz en su cometido, el filósofo revelaba que su propósito en la Atenas de entonces no era otro que sacudir la conciencia de una sociedad adormecida. El punzante aguijón del tábano socrático semejaría, unos dos milenios más tarde, al no menos punzante de la verba de Nietzsche cuando este filósofo pretendía agitar las conciencias de una humanidad pacata[5].
El descubrimiento del significado del tábano socrático en páginas platónicas fue para mí un deslumbramiento mayúsculo que me dejó anonadado. Me retrotrajo a mi infancia, a las páginas de Crítica y también a los estrafalarios relatos que sobre Natalio Botana me contara mi padre en mis años tempranos haciendo que mis ojos se abrieran azorados. Fue como detener la rueda del tiempo ya que, sin habérmelo propuesto de manera consciente, había operado el milagro de revivir el pasado, iluminándolo. Aún hoy, al evocar esta anécdota siento en mi piel un sutil escalofrío que no es otra cosa que el efecto mágico de las palabras socráticas que, pese a casi tres milenios en que fueron pronunciadas, siguen irradiando fuerza: la taumaturgia, el poder de maravilla de la literatura. Ojalá tales palabras la irradien por siempre despertando conciencias.
por Hugo Bauzá
Buenos Aires, 14 junio de 2022
[1] “Cuando leía, sus ojos corrían por encima de las páginas, cuyo sentido era percibido por su espíritu; pero su voz y su lengua descansaban (…) jamás leía de otro modo” (Confesiones, VI 3, cito por la traducción de A. Esclansans).
[2] Dice el autor de El Aleph: “San Agustín fue discípulo de San Ambrosio, obispo de Milán, hacia el año 384; trece años después, en Numidia, redactó sus Confesiones y aún lo inquietaba aquel singular espectáculo: un hombre en una habitación, con un libro, leyendo sin articular las palabras” (en “Del culto de los libros”, en Otras inquisiciones).
[3] Crítica, fundado en 1913, continuó apareciendo -aunque bajo otra dirección- hasta el año 1962. En momentos clave llegó a tirar 900.000 ejemplares en un día, pero su tirada normal era de unos 300.000.
[4] Obra del arquitecto Andrés Kalmay, fue inaugurado en 1926; está situado en Avenida de Mayo 1333, frente al “mítico” pasaje Barolo. A esa sede hoy la ocupa una dependencia de la Policía Federal Argentina.
[5] Al respecto remito al luminoso ensayo de la filósofa tucumana Lucía Piossek Prebisch, El “filósofo Topo. Sobre Nietzsche y el lenguaje”.