La razón de ser del hombre es afirmarse como criatura en su humanidad, y para ello ha de comprender que es a un tiempo materia y espíritu. Existen dos clases de humanismos: el inmanente y el trascendente. El primero no alcanza a comprenderse sin el segundo, en tanto que el segundo abarca al primero.
El primero, de corte existencialista trata de explicar al hombre desde él mismo. Pero, el “humanismo- humano” contiene una alta dosis de des-humanización. Muestra de ello son los dos sistemas antagónicos por los que se rige la economía del mundo y en la que se sumerge el hombre: de una parte, el comunismo impuesto por la fuerza (¿existe alguna otra manera?), para implantar la economía de estado, con su inmenso reguero de muerte y los campos de “reeducación” para los disidentes del sistema, y de la otra el liberalismo económico surgido en Europa durante la Ilustración, a finales del siglo XVIII, contrario a la misma, que mantiene el estado de desigualdad entre los ricos y los pobres, al amparo del dios Mammón, y lo que es cosa no baladí, y es que si todos se beneficiaran por igual, según derecho, cesaría el esfuerzo personal y dejaría de progresar el mundo.
El segundo, es el humanismo-trascendente. Un humanismo que pueda proporcionarle, aquí, humanidad plena, liberándolo de su condición de bestia surgida de la evolución de un primate. Allá, respuesta a su deseo de escapar de la nada a la que conduce la muerte biológica, esto es, trascenderse. Es aquel grito que nuestro Unamuno, en su magna obra “El sentimiento trágico de la vida”, recordando a Michelet tiene presente al evocar el último momento: “¡Mi “yo”, que me lo arrebatan!” Y es que el hombre tiene implantada en su interior la semilla de la inmortalidad.
Pero, al mismo tiempo que el deseo, tiene la consciencia de su contingencia. Esa salvación no puede proporcionársela a sí mismo. Necesita que se la traigan. Es el consuelo de la fe. La confianza postrera de que a pesar de la contradicción que se da en el mundo, ha de haber una razón última. Pues, ¿qué sentido tendría la rama sin el árbol? ¿O un paso sin camino?
Cuando se dice “Dios es amor”, ¿qué queremos decir? ¿Es una fórmula pietista o que se entrega al mundo? Y, si se “humaniza”, ¿no ha de implicar la aceptación del sufrimiento como hombre? Si no juega a los dados, es que hace las cosas con todas sus consecuencias. Este es el misterio de la encarnación.
En el humanismo trascendente se descubre una doble vertiente. Una, que a pesar del mal (la cruz no niega el dolor del mundo, sino que lo asume), al final no está la “nada”, sino la esperanza de alcanzar la vida en plenitud. Otra, – que se desprende de la primera- que el verdadero humanismo reside en “compartir-se” con los demás, aquí y ahora.
El escritor japonés Kazoh Kitamori nos habla del Deus absconditus de Lutero, en su “Teología del dolor”. “Escondido”, porque se muestra como “contrario” a lo que de Él concibe el pensamiento humano (siendo Omnipotente- si no lo fuese, no podría serlo- se anonada como hombre) – también en el hombre se muestra lo contrario (la vida conduce a la muerte; el amor entraña el dolor o la condenación acarrea la salvación) – La encarnación experimenta el amor como salvación a su juicio por la caída humana. Donde Karl Barth escribe: “Es un ser total, sin desgarro ni dolor”, Kitamori, siguiendo a Pablo (1 Cor), argumenta: “Nosotros predicamos al Crucificado”.
Su amor consiste en el triunfo sobre su ira. Lo cual nos sitúa ante una nueva consideración. Si nos inclinamos por la conmiseración, habrá de ser sacrificada la justicia. Pero, si lo hacemos por la equidad, habrá de sacrificarse el derecho. La pregunta es esta: ¿Es concebible ser en grado sumo a la vez misericordioso y justo? .
El dolor pasa por contraer la culpa que el hombre no puede asumir, entregando al Hijo al mundo. Lo cual conlleva la cuadratura del círculo. Siendo Uno (= indivisible), ¿cómo compartir su divinidad? A lo que puede responderse: es inmutable como “esencia” y mudable como “relación” o “comunicación”, y esto se da en el Misterio Trinitario (El Padre engendra- no crea, pues sería un “dios menor”- al Hijo, y su Espíritu mantiene la unidad entre sí y el mundo (no unión, pues serían naturalezas distintas).
Llegado a este punto: ¿Cómo pensar el concepto “persona” en su humanización?: Porque la humanización está asumida por la divinidad, haciendo que su ser sea irrepetible. Aquí, este Hombre se vacía de sí, entregando su voluntad (kenosis) a la divinidad. No es el hombre apartado por la desobediencia, sino realizado en plenitud por su entrega. Así, puede decirse que lo humano está en Él hecho Absoluto. Es el punto Omega de la creación, hacia la que camina la criatura caída.
por Ángel Medina