Teatro Colón de Buenos Aires, martes 23 y 30 de agosto de 2016.
Por Néstor Iglesias
Cuando pensamos en Giacomo Puccini inmediatamente nos viene a la mente la idea del “verismo”. Tanto se ha polemizado sobre la pertenencia o no del Maestro al movimiento lírico mencionado que poco puede aportar este comentario al respecto, no obstante lo cual me atrevo a afirmar que, al menos para los apenas iniciados en la materia, entre los que deambulo, “verismo” y Puccini son casi una tautología. Seguramente los estudiosos del tema podrán desmentirme con sobrados argumentos, y además podrán dejarme descolocado ante una definición académica-musicológica estricta, ajustada a desarrollos que parten de un conocimiento profundo de pequeños grandes detalles que finalmente marcan diferencias. Lo acepto, pero cabeza dura como soy, me quedo con que el genio de Lucca fue la máxima figura del “verismo”.
Dicen los que saben que el término “verismo” se origina en el vocablo italiano vero, el que a su vez deriva del latín veritas, que significa lo verdadero, la realidad, y que de a poco se le fue aplicando en un primer momento a las obras literarias, y a las piezas de teatro y de ópera un poco después, que trataban de desprenderse del realismo puro. Influenciado por los desequilibrios sociales, focalizando especialmente en los estratos populares, el campesinado rural, el proletariado urbano, y el medio artístico como materia argumental en sí mismo, el “verismo” creció a la sombra de las apetencias de las audiencias por las reacciones violentas a las traiciones amorosas, la mezcla de los ideales políticos con el morbo, o la simple perversión propia de la puja de intereses mezquinos.
Parece ser que la primera manifestación “verista” en el género lírico fue la francesa Carmen de Georges Bizet, ambientada en la españolísima Sevilla; orígenes muy distantes de la tierra que indudablemente es ama y señora de la ópera, Italia, pero no por ello con personajes con reacciones menos viscerales. También hay menciones de La traviata de Verdi como un antecedente peninsular de la temática “verista”, y aunque esta última afirmación parece un tanto aventurada, el sesgo dramático de los roles protagónicos, especialmente a partir del segundo acto, con un fluir casi ininterrumpido y un final trágico no violento, muestran una divergencia formal de esta ópera respecto de las otras obras del Maestro. Y así fue como poetas y compositores de fines del Siglo XIX que, insatisfechos de las tendencias germanas y sus pasiones “platónico-onanísticas” que no se concretaban en este mundo, y también hartos de que los únicos seres humanos dignos de amar y ser amados fueran nobles, aristócratas y gentes de las cortes, le dieron al público la oportunidad de verse retratado a sí mismo, a veces caricaturizado,exacerbado,fueradesí,coninsultos,gritos,llantos,vocesquebradasporelodioyllevandoadelanteaccionescensuradasporlareligiónymovilizadasporlaseddevenganza.
Mostrar en el escenario “Un pedacito de vida” recita y canta el personaje El Prólogo en I pagliacci de Ruggiero Leoncavallo. Ese es el propósito del “verismo”, tratando que el espectador seidentifiqueconalgúnpersonajedelaobrayvivencielasexperienciasquesetratandeplantear.Nohaymoralejasmozartianas,subsistecasisiemprelatragedia,ytratadeevadirsetangencialmentefrentealdogmacatólicoamparándoseenellibrealbedrío,laidiosincrasiaporsobreelraciocinio,laimposicióndelpoderporsobrelacomprensiónmoral.
Visto desde las formas musicales, sobresale paradójicamente la ausencia de las mismas; esto es, el flujo continuo del entrelazado texto-melodía, con un tratamiento armónico que fortalezca la capacidad del público de atrapar el mensaje que se trata de dar. Las escenas cerradas se disuelven en el devenir lírico con una indudable identificación de melodías que decididamente pueden ser categorizadas como “arias”, algo que el público italiano no estaba ni preparado ni dispuesto a resignar, pero las más de las veces no son patrimonio exclusivo de un personaje. Los dúos, o la intervención de roles de menor jerarquía dramatúrgica, o la prolongación melódica en la orquesta, coro o en algún instrumento, rompen la hegemónica forma belcantista-romántica.
Las diferencias en la estética vocal son inconfundibles. El canto no solo acompaña los diversos estados emocionales que tratan de transmitirse, sino que se aceptan las exageraciones expresivas acordes al buen trato del texto y de la música. El clasicismo había expulsado al portamento y éste encontró su tierra prometida en las obras del “verismo”. A mayor dramatismo le corresponde una mayor presión sonora, y la emisión tiene que competir con una orquesta que redobla la apuesta. Surge el canto spinto, en donde hay que empujar la voz para que las notas cantadas se escuchen.
Pero regresando a nuestra disertación sobre Puccini y su pertenencia o no al verismo, justo es reconocer que quienes apoyan la postura de separar al maestro del muy popular y fugaz movimiento operístico de fines del siglo XIX, justifican la misma aduciendo principalmente que poseía una extraordinaria capacidad para escribir pasajes de delicada dulzura. Parece ser que el hecho de ser una fuente casi inagotable de creatividad de melodías plenas de lirismo está reñido con el verismo italiano, especialmente cuando se coteja contra Cavallería rusticana o I Pagliacci, en las cuales las líneas de canto de los personajes protagónicos son más bien ásperas, rugosas, confrontativas, centrando el conflicto a través de la traición. En Puccini no hay engaño amoroso, y los triángulos se nutren de rivalidades externas al amor, excepción hecha de Il tabarro, tal vez la única obra auténticamente verista del Maestro. Y a pesar de arribar a esta feliz conclusión que se contradice con lo que yo mismo asevero en el primer párrafo de este escrito, entiendo que en el imaginario popular melómano decir Puccini es decir verismo.
Tosca es precisamente un ejemplo preclaro de la idea pucciniana de la ópera. Aparentemente contenida en un contexto histórico que le da motivo para introducir al personaje malévolo, el Barón Scarpia, todo se desarrolla muy teatralmente. La simple escena de la visita de Floria a la iglesia, en la que se desatan sus celos al ver la imagen de María Magdalena en la pintura y reconocer en ella el rostro de… la Attavanti!, una joven que en las fantasías de nuestra heroína es una competidora que quiere arrebatarle a su enamorado, y no es otra cosa que la hermana del refugiado político para el que está tramando un escape, sirve para generar una dramaturgia que alterna entre arrebatada, enfurecida y pasional.
Otra ilustración del tratamiento de Puccini es el pasaje en que hace su ingreso en escena Scarpia y el dúo con Tosca, en el cual se entremezclan los oscuros y secretos planes del jefe de policía romano con la maquinación shakespeariana del Iago de Othello permutando pañuelo por abanico, confesando su doble intención y toda su maldad dentro de un recinto sagrado; el Maestro elude la trascendencia argumental para posibilitar el desarrollo dramatúrgico. Primero el teatro!
La mismísima escena coral del Te Deum es un confronte entre un parlato monocorde en latín del coro integrado por monaguillos, sacerdotes, cardenales y feligreses agradeciéndole al Señor por un lado, y toda la omnipotencia del libre albedrío humano personificado en Scarpia por el otro, quien mientras se hace la señal de la cruz, desafía a Dios en su propia casa: Tosca, mi fai dimenticare Iddio!. Teatro, siempre el teatro!
El segundo acto es uno de los puntos de máxima de toda la producción del célebre trío Puccini-Illica-Giacosa, que trabajaron sobre el drama original La Tosca de Victorien Sardou. No fueron pocas las “batallas” entre el encargado de entretejer la trama y los sacudones argumentales (Luigi Illica), y quien debía encontrar las palabras más elocuentes y ajustas al texto y a las cadencias musicales (Giuseppe Giacosa). Pero era el mismísimo Puccini quien ejercía no sólo de árbitro para dirimir el conflicto entre sus dos colaboradores sino que imponía su indiscutible sensibilidad teatral, a tal punto que era apodado “El Dogo” por el editor y amigo Giulio Riccordi, a raiz de las frecuentes intervenciones del Maestro, despedazando lo que habían esbozado Illica y Giacosa y haciéndoles reelaborar todo nuevamente. En ese cuadro que se desarrolla en el despacho del Jefe de Policía, se contraponen de manera permanente la lujuria del Barón, su perversidad, con los ideales y lealtades de Cavaradossi, y se alcanza un momento de inimaginable efecto dramatúrgico cuando Tosca y el Barón “negocian” para liberar al pintor: Quanto? … Il prezzo. Pocos pasajes gozan de semejante tensión dramática y expresividad textual, a tal punto que Puccini lo hace declamativo, silenciando a la orquesta. Es un golpe teatral que su inspiración y olfato artístico para generar tensiones hallará nuevamente unos años más tarde, en su ópera La fanciulla del West en la impresionante sentencia de Minie: Tre assi e un paio!. El teatro ante todo!
El tercer acto nos ofrece la parodia de la “falsa simulación” de la ejecución que ya se sospechaba cuando Scarpia había sugerido montar el simulacro de fusilamiento (Come facemmo col Conte Palmieri…) para disimular y que todos crean muerto al pintor. Puccini agrega la muy chocante escena del carcelero que en su miseria espiritual es sobornado por el condenado a muerte y la resolución romántica de la tragedia, casi un homenaje a la idea wagneriana de la redención, con Tosca arrojándose al vacío. Viva el teatro!
Los esquemas musicales de los Conservatorios han sucumbido. No hay oberturas; dos o tres acordes y la acción está en marcha. No hay dudas que el recurso instalado por Wagner aparece aquí y allá, por doquier. Cada personaje tiene su reflejo en un breve motivo musical, a veces melódico, otras veces con un par de marcaciones armónicas inconfundibles. Pero los leit-motivs no son tan intelectualizados como los alemanes. Es que Puccini compuso pensando en el público, y en la audiencia italiana por sobre todo. Él sabía muy bien que el éxito de la dramaturgia, en la ópera, recaía sobre las pocas pero muy identificables partes cantabili. Las arias están ahí, con alguna contraparte menor que la disfraza de dueto, como en Recondita armonia, o puras y bien separadas del resto de la trama, a la manera de una reflexión, de un respiro a la presión dramática, de una demostración inequívoca de saberse el compositor más inspirado del momento, como lo plasma en Vissi d’arte, y ni que hablar de E lucevan le stelle. Pequeñísimos fragmentos en los que se aparta del teatro e irrumpe en el terreno de las arias más gigantescas, de los pasajes más esperados, de los momentos más sublimes de las óperas de todos los tiempos.
El Teatro Colón de Buenos Aires, tal vez en el apogeo de la temporada lírica 2016, subió a escena una producción de Tosca, de Giaccomo Puccini, cuya autoría pertenece a uno de los más añorados directores de escena y escenógrafo que tiene la Casa, el maestro Roberto Oswald, quien inesperadamente nos dejó hace tres años. Y el homenaje fue coronado honrando con la responsabilidad de escenificar esta reposición a su más cercano colaborador, el diseñador y excelso vestuarista Aníbal Lápiz.
La puesta persigue y ofrece esa maravillosa y poco frecuente tradición realista, de innatos rasgos italianos y románticos que catapultaron al Teatro Colón a las más elevadas consideraciones en el plano lírico internacional, particularmente hasta los años ‘60. La riqueza descriptiva de la iglesia Sant’Andrea della Valle, indicada por Giaccomo Puccini en reemplazo de su homónima del Quirinale, que es la que el francés Victorien Sardou elige para su drama La Tosca, es un regocijo para la vista. Pero el asombro por la belleza plástica y la exuberancia en los vestuarios se produce durante los preparativos y el desarrollo de la escena del Te Deum, al final del primer acto. Es una pena que la misma dure unos pocos minutos y no perdure esa catarata de coreutas y figurantes entre los cuales están los monaguillos, el coro de niños, la procesión de sacerdotes y el conjunto de autoridades eclesiásticas, todos en pleno equilibrio y luciendo una cantidad indescifrable de detalles de placer visual. Parafraseando a la última frase de Scarpia en el primer acto, podríamos cometer una herejía lírica equivalente diciendo “La escena me hace olvidar la música!”.
Pero si la concepción hiperrealista de la escenografía en el acto primero nos invita a aplaudir a rabiar, las caóticas líneas de una desafiante “hiperperspectiva”, que multiplican la profundidad de un escenario de por sí inmenso, y la yuxtaposición del gran ventanal hacia el aire libre y la pared que oculta la cámara de torturas, coronados por una fantástica representación del cielorraso, proponen un espacio impensado y admirable para el desarrollo del conflicto. El maestro Oswald había pensado en una corporización del Palazzo Farnesse con el despacho de Scarpia al frente, y un pequeño gabinete al fondo, con un reclinatorio con el crucifijo y las velas con que Floria, después de haber matado al Jefe de Policía, trata de expiar las culpas que el catolicismo sembró en su conciencia. Esta descripción no parece nada sorprendente pero la realización ejecutada por Christian Prego, asistente incondicional del maestro Oswald desde 1985, consistente en la exageración de la posición del punto de fuga, la inconsistencia geométrica con las líneas de la mesa que divergen y los anacrónicos “brillos solares” de una madrugada que aún no se hace alba pintados sobre los planos verticales, componen un entorno amplio, de tonos cálidos y agradables, que van a competir con la frialdad del gran ventanal y la brutalidad que se comete paredes mediante. En la inmensidad vacía del salón se agigantará el contraste entre la ingenua Tosca que se transmuta en una implacable asesina, y el lascivo e inescrupuloso Scarpia quien deja de hacer temblar a toda Roma. A pesar de la aparente falta de espectacularidad y de la ruptura del intimismo de lo que sucede en este acto, la imagen visual del conjunto descoloca al espectador sumergiéndolo en un mar de pasiones y tensiones dramáticas.
El tercer acto presenta una representación más convencional de la terraza del Castel Sant’Angelo, dominada por la tradicional escultura oscura del ángel, con una serie de desniveles e escalinatas que poco aportan a la trama o a la ejecución de la dramaturgia. Rubén Conde, responsable de la reposición de la iluminación diseñada por el maestro Oswald, creó un breve efecto lumínico sobre Tosca en el momento de arrojarse al vacío, acción ubicada hacia el proscenio en lugar que desde las alturas del fondo, que suma un golpe de efecto que la partitura no necesita.
Desde lo actoral las marcaciones indicadas por el maestro Lápiz contaron con la sana complicidad de la gran mayoría de los cantantes, quienes naturalmente poseen dotes actorales envidiables, además de una larga experiencia en los roles de esta ópera. Es justo mencionar que la visión del regisseur heredada del maestro Oswald presenta una variedad de pequeñas gestualidades que une y conjuga la dramaturgia asignada a los diferentes personajes, aun sin ser los focos dramáticos de la escena en cuestión. Esta mera técnica aparentemente prescindible hace a la construcción de una puesta creíble, incluso en los instantes de mayor tensión, en los que se está al límite de la sobreactuación. A modo de ejemplo destaco la posición corporal y la actitud de Scarpia mirando por el ventanal mientras Tosca canta su Vissi d’arte; no solo no distrae, entregándole el centro de atención a la soprano en su fragmento lírico más lucido, sino que enfatiza ese espacio de reflexión y lamento.
El papel protagónico es de extrema dificultad por los permanentes cambios en la personalidad; ya de por sí Floria es una diva, que demuestra estar enamorada del pintor, a la vez religiosa y supersticiosa, que explota por los celos dejando entrever sus debilidades. En el segundo acto se convertirá en una furia, intentará negociar la libertad de Mario y al verse perdida descubrirá su faceta más brutal. El tercer acto la muestra como una mujer serena que aspira a una vida alejada del éxito artístico al que está acostumbra, recobra la ingenuidad durante el simulacro para finalmente arrojarse al vacío jurando venganza del Jefe de Policía en el más allá.
El Barón Vitellio Scarpia es tal vez el “villano” más destacado del género lírico. Él mismo se compara con Iago y logra superarlo en crueldad; mientras que el inmortal personaje shakesperiano manipula al moro por rencor y ansias de poder, el malvado que nos ocupa aúna una exquisita instrucción aristocrática y el pleno dominio de los buenos modales y la galantería, a una férrea formación policíaca, con un amplio conocimiento de las prácticas más oscuras del interrogatorio y la tortura. Victorien Sardou, en el libro sobre el que se basa la ópera, lo describe como “Bajo la apariencia de la perfecta educación y de la devoción ferviente, con sus sonrisas y sus signos de la cruz, es vil e hipócrita, un artista de la crueldad, refinado en su maldad y sanguinario por placer, también en sus orgías”. Resulta patético, pero placenteramente admirable desde el punto de vista del espectador teatral, detenerse un instante en las palabras que los autores del libreto, Luigi Illica y Giuseppe Giacossa le hacen pronunciar en medio del templo de Dios, durante la escena del Te Deum: “A dos objetos apunta mi deseo: la cabeza del rebelde y en otra aún más preciosa… ¡En esos ojos victoriosos ver la llama languidecer con espasmos entre mis brazos…! ¡El uno, al potro; la otra, entre mis brazos…!”. Cómo hacer para atender con nuestros sentidos de meros seres humanos tanta obra de arte junta, ilimitada en belleza y tensión musicales y dramáticas. Aquel Credo verdiano de Iago tiene un correlato en el segundo acto, cuando Scarpia declama su propio sentido de la vida y del amor: “Yo no sé de suspiros ni de lechosas albas lunares. ¡No sé tañer acordes de guitarra ni horóscopos de flores, ni poner ojos de pez o arrullar como una tórtola! ¡Deseo ardientemente! La cosa deseada persigo, me sacio, la tiro y vuelvo a una nueva presa”. A veces pienso que si esta ópera se hubiese compuesto con el tercer acto abreviado y unido al segundo, su título sería Scarpia, en vez de Tosca. Puccini, conocedor como pocos de los secretos que encierra el teatro musical, sabía que el personaje más “flojito”, más liviano desde lo dramático, era el pintor Mario Cavaradossi. Para compensar y equilibrar los brillos con los otros dos papeles principales, y conciente que en el género lírico “el tenor es el rey”, es decir que dejando divismos excepcionales de lado la voz más taquillera es la más aguda de pecho de los masculinos, no se contentó con otorgarle esa mezcla de romanza y duetto del acto primero, Recondita armonia, sino que le dio trascendencia inmortal al inverosímil acto tercero a través de una de las arias más celebradas de la lírica italiana: E lucevan le stelle. No es por el La agudo por lo que logra humedecer los ojos y anudar gargantas, sino por la inspiración melódica que arranca con el clarinete que hace de introducción y la construcción pasional y desgarradora de la escalada de frases musicales que la componen. Un genio! La noche del 23 de agosto presenciamos una función de altísimo nivel canoro. La protagonista del title rol fue la soprano holandesa Eva Maria Westbroek, de larga y exitosa trayectoria. Aquilata el haber interpretado en los últimos tiempos a Elisabeth de Tannhauser en el Metropolitan Opera House de New York, bajo la batuta de James Levine, a Santuzza en la Royal Opera House de Londres con Sir Antonio Pappano en el podio, y a Isolda en Baden Baden, bajo la batuta de Sir Simon Rattle. Ya está contratada para cantar durante 2016/2017 los protagónicos de Manon Lescaut, Minnie en La fanciulla del west en la Ópera de Viena y Sieglinde de La Walkyria en Berlin. Estos pocos ejemplos hablan a las claras de la calidad de artista que nos visitó. Posee una voz de gran volumen e importantísima “punta”, que corre extremadamente bien incluso en los registros graves y declamados. Sus agudos extremos se notaron tirantes y cortos, y su prestación actoral fue prodigiosa, pero debo confesar que uno de los momentos más esperados, el Vissi d’arte, aunque correctamente cantado, poco transmitió en lo emotivo. El cordobés Marcelo Álvarez interpretó el papel de Mario Cavaradossi con una maestría como no se escuchaba sobre el escenario del Teatro Colón desde su reapertura luego de la tan controvertida “puesta en valor” que lo tuvo cerrado por varios años. El aclamado artista internacional, universalmente sindicado como uno de los mejores tenores del mundo en la actualidad, posee un bellísimo timbre a lo largo de todo el registro, muy buen caudal y una multiplicidad de matices inigualables. Su messa di voce y la delicadeza del redondeo de las frases fueron una caricia para los oídos. Domina el personaje con solvencia y se desplaza por el escenario haciendo gala de soltura, naturalidad y elocuencia. Hacía casi veinte años que no venía a cantar a nuestro país después de haber ofrecido su Duque de Mantua en Rigoletto en esta misma sala, y su regreso fue celebrado con merecidísimos aplausos y ovaciones. El papel de Scarpia fue encarnado por el barítono español Carlos Álvarez. De voz clara y excelente fraseo, alcanzó los graves y las notas más agudas sin evidenciar esfuerzo, aunque su emisión de moderada intensidad estuvo eclipsada en varios pasajes por una orquesta impiadosa, y en la dificilísima escena del Te Deum directamente no se lo escuchó. De movimientos delicados y precisos, evidenció enormes condiciones dramáticas, dejando una excelente prestación de este personaje sinistro. Luis Gaeta fue el sacristán, brindando una lección de gracia y actuación, mientras que Mario de Salvo compuso un Angelotti bien cantado, aunque no tan abatido como indica el libreto. El tenor Sergio Spina nos tiene acostumbrados a sus buenas performances en papeles secundarios pero con gran presencia, como el de Spoletta, asistente del Jefe de policía. Fernando Grassi, Carlos Esquivel y la joven Julieta Unrein completaron un reparto de gran nivel. La Orquesta Estable del Teatro Colón bajo la batuta del maestro Carlos Vieu tuvo un desempeño intachable. Los tiempos justos y una afinación cuidadosa pusieron en evidencia el gran nivel individual de los músicos que la componen y el alto grado de compromiso logrado de la mano de un conductor involucrado, que no escatima dedicación y apasionamiento en los ensayos, alcanzando un resultado elogiable. De igual manera, los Coros Estable y de Niños del Teatro Colón bajo la dirección de Miguel Martínez y César Bustamante respectivamente, estuvieron a la altura del espectáculo. Una semana después, la noche del 30 de agosto Tosca fue interpretada por el señalado como segundo reparto, y si aquella velada en la cual habían cantado figuras consagradas en el plano mundial había sido de lo mejor de los últimos años, este último martes fue sencillamente mágico, de una emotividad y un nivel individual y colectivo como yo pocas veces presencié en vivo. A todo lo que hemos comentado sobre la Orquesta y Coros, debemos agregarle que en esta función el temple de las cuerdas, el empaste de las maderas y el brillo de los metales alcanzó un estado de condensación y a la vez de individualización maravillosos, perfectamente sincronizados con las cadencias que requerían los cantantes para regular sus emisiones y sus emociones. Si la mano del maestro Vieu había sido precisa aunque un tanto excedida en entusiasmo con el primer reparto, en esta oportunidad redobló la conducción, llevó al ensamble con notable energía y dramatismo musical, respetando las voces y logrando una de las más notables performances de las que yo tenga memoria. Los tres intérpretes de los papeles principales estuvieron en “estado de gracia”, líricamente hablando. La soprano Eiko Senda, nacida en Japón pero actualmente radicada en Brasil, posee una voz con mucha densidad sonora, de agudos nítidos a los que imposta con notable precisión. Sus rasgos orientales en nada impidieron la composición de un personaje tan itálico como Floria Tosca. En lo vocal su interpretación fue creciendo desde una insegura diva celosa que súbitamente se convierte en una mujer agustiada por la obsesión. En ese momento del acto primero en que Scarpia siembra “el veneno” de los celos en la protagonista se notó una transformación en la manera de acometer las frases musicales, alcanzando profundos niveles de consustanciación dramática. Destaco sus frases Dio mi perdona… Egli vede ch’io piango!, el acto segundo de punta a punta, con un Vissi d’arte magistral, y el peligrosísimo pasaje Io quella lama piantoi nel cor, cuyo agudo en nota Do tiene una prolongación de un figura blanca más una corchea, estampado como un cristal por la soprano, para sumergirse en una nota Fa, casi una octava y media más grave, todo en el mismo compás. Si a todo esto le sumamos una interpretación pródiga en gestualidades, temblores del cuerpo, movimientos faciales por demás expresivos, llegamos a la conclusión de haber presenciado una Tosca descomunal. Brava! El tenor argentino Enrique Folger es una de esas “rara avis” que el Primer Mundo no se lo llevó … todavía. Reúne esas tres cualidades únicas e infrecuentes, que son una voz potente en todo el registro, una gran capacidad actoral y una muy buena estampa. Su evolución ya lo ha convertido en un tenor dramático, mientras transita con total comodidad los roles propios de tenor spinto. Hace unos años lo hemos visto destacarse como Pinkerton en una ópera en la que el tenor, a excepción del dúo de amor del acto primero, poco luce, y también pudimos comprobar cómo lograba elevar a un papel comprimario, como el Narraboth de Salome de Richard Strauss, a una categoría casi protagónica, gracias a su prestación. Su Don José de Carmen lo mostró con todos los laureles, trastabilló acometiendo un Hoffmann en el Teatro Avenida, pero su Turiddu de Cavallería rusticana lo redimió por lejos. Luego del Otello verdiano en Uruguay, que yo no presencié, y este año después del Florestan de Fidelio de Beethoven en el Colón, una vez más como ya casi injustificado segundo elenco, finalmente se enfrenta a esta doble prueba de fuego: cantar un rol protagónico del repertorio más celebrado y estar expuesto a la comparación con uno de los tenores más exitosos del planeta. Sin desmerecer para nada la excelente actuación de Álvarez, que ha sido comentada más arriba, la interpretación de Folger, que comenzó con una leve inestabilidad, rápidamente “explotó” en un torrente de caudal con voz firme, fraseo y dramatismo. Se codeó con el riesgo al mantener ese La sostenido agudo durante casi todo un compás en el Vittoria! Vittoria!, para finalmente regalarnos la esperada aria del acto tercero con una emotividad, entrega y pasión dignas del escenario y del público más exigentes del circuito lírico internacional. Particularmente creo que Enrique Folger ya ha demostrado en salas grandes como las del Teatro Argentino de La Plata o el mismísimo Colón que es una figura de la más alta consideración en el género, ratificando con su actuación como Cavaradossi su innegable consagración.
Fabián Veloz, el barítono argentino que ya ha incursionado en varios escenarios europeos, posee una de las voces más maleables de su cuerda. Dueño de una línea de canto típicamente romántica, puede acometer los roles veristas con autoridad. Así es un destacado Enrico en Lucia de Lammermoor, al igual que un cadencioso Marqués de Posa en Don Carlo o un insidioso Iago en Otello, pero lo hemos visto interpretando a El Prologo y a Tonio, ambos en Pagliacci, personajes bien diferentes de la ópera-manifiesto del verismo italiano. Su creación de Scarpia fue espléndida. Sus “caras de poker” ante los ruegos de la diva, las reacciones gestuales lividinosas frente a los arrebatos de odio y desesperación de la amante de Mario y todo el porte durante la genial escena que cierra el acto primero fueron acompañados con voz firme, perfectamente audible aun con la orquesta y el coro en forte. Los arrolladores aplausos del final no fueron sorpresa, pues el Sr. Veloz es desde hace varias temporadas una de las voces más completas de la cuerda. Su interpretación, estuvo a la altura del talento que se le reconoce, basado en sus condiciones y la férrea determinación de superarse en cada nuevo papel que acomete.
Sobria actuación del barítono Gustavo Gilbert como el Sacristán, e intachable presentación de Emiliano Bulacios en el papel del prófugo revolucionario César Angelotti. Spoletta y Sciarrone, los subalternos de Scarpia, estuvieron correctamente cantados en las voces de Gabriel Centeno y Sebastián Sorarrain. El reparto se completó con Claudio Rotela en el rol del carcelero y Morena La Vecchia Galán como el pastor.
No por ser muy frecuentada Tosca es una ópera fácil. Precisamente el conocimiento extendido de la misma por parte de la audiencia expone a un compromiso mayor, a la ineludible comparación que el espectador hace entre lo que está presenciando y lo que alguna vez vio en “youtube”, o en algún DVD, o en otra versión en otro teatro, con otros intérpretes, o lo que es aún más injusto, con la idea-modelo de cada uno de los personajes que los melómanos construimos en el espacio de nuestra memoria reservado a la utopía. Como generalmente concluímos en charlas con el núcleo de amigos que aman el género: por momentos me conmovió y me metió adentro de una licuadora de estímulos sensoriales que me permitieron salir feliz por ser un fan de la ópera.