La transparencia se incorporó a la agenda de la democracia hace escaso tiempo. Se introdujo como una demanda glasnost que acompañaba la expansión del sentimiento democratizador frente a la cerrada y oscura nomenclatura soviética. Es que la justificación de unos y otros estaba siempre a la orden del día, la tensión y el enfrentamiento que caracterizaba la convivencia de sistemas opuestos permitía encontrar razones para esconder la información.
Así también en nuestro país, la lucha por el poder que caracterizó nuestra inestabilidad política durante décadas actuó como argumento para mantener administraciones sindicales donde el atropello y el secreto era el lugar común. Es que la mayoría de las intervenciones militares a los sindicatos no hicieron más que reproducir la estructura de poder corrupta cambiando el destino de los cuantiosos fondos que allí se movían para llevarlos a sus propias arcas.
Este abuso, que fue una realidad en la Argentina de las permanentes interrupciones democráticas, dejó de serlo ya hace más de 20 años. Sin embargo, se ha mantenido la tesis de amenazas para no introducir transparencia y publicidad al interior de los sindicatos.
El sindicalismo argentino ha construido a lo largo de su historia, con algunas excepciones, una comunidad de privilegios, que acrecienta su poder y se reproduce casi con independencia del destino de los trabajadores a quienes debe representar.
Esta construcción ilegítima de la representación para proteger intereses corporativos es casi la única razón de ser de nuestras cúpulas sindicales. Así la democracia sindical, aunque medien elecciones, está ausente y se reemplaza por un perfecto círculo cerrado. La autonomía sindical, consagrada en nuestra legislación como un mecanismo de resguardo de la libertad contra los abusos del Estado, se ha invertido convirtiéndose en la herramienta de dominación de la estructura. Se consiente todo tipo de excesos, tales como impedir la participación de minorías en la conducción sindical, expulsar de por vida a los opositores para prohibirles presentarse en elecciones, adelantar las elecciones y acumular años de mandato, etcétera, etcétera.
En nombre de la autonomía anidaron las peores prácticas. El instrumento es el estatuto que funciona como una ley privada, donde nuestra Constitución no tiene cabida. En muchos estatutos las elecciones son estamentales; un afiliado, para presentarse al máximo cargo, debe pasar por todos los escalones previos, con muchos más requisitos que para ser Presidente de la Nación.
El sistema cierra todas las puertas a la entrada de nuevos pensamientos y nuevos dirigentes, y los estatutos se convierten en corazas que impiden que nada que esté fuera del control de la camarilla pueda acercarse al poder.
Podríamos llegar a cualquier absurdo y de hecho ha sucedido.
Esta “libertad” que el sindicato pide y se arroga para sí, se la niega sistemáticamente a los trabajadores, que nada pueden decidir, ni siquiera acceder a la información de cómo se gastan sus recursos.
Si no hubiera sido por lo trágico de la experiencia que viví como ministra de Trabajo, hubiese utilizado la anécdota para una novela de ficción.
Un sindicato -cuya denuncia realicé en la Justicia- decidió donarle a su secretario general, que luego de 50 años de servicio prestados se retiraba, la sede del sindicato como reconocimiento a su gestión. Claro, me explicaron: ¡los estatutos permiten donaciones!; justificando así tal acto de corrupción y falta de ética. Es que la “legalidad” está hecha a medida de sus propios intereses, demostrando que es contraria a nuestro espíritu constitucional, porque la norma favorece a algunos y discrimina a otros. Un estatuto puede nombrar de por vida a un dirigente o repartirse el patrimonio entre determinados miembros, todo, por supuesto, si la asamblea así lo decide.
La autonomía debe entenderse como la herramienta que le permite al sindicato resguardar su capacidad de trabajo sin que el poder del Estado se entrometa en su vida ejerciendo presión. El tema es que, en nuestro país, los instrumentos de contrapoder nacidos como herramientas protectivas de la libertad de asociación y de opinión terminan siendo cuevas de protección de intereses corporativos. Así, el fuero parlamentario se transformó en una vía para evitar la justicia de parte de quienes habían cometido delito, y la autonomía sindical en una “ley” privada para construir aparatos de poder.
Los principios de autolimitación que deben regir en una estructura autónoma contemplando la razonabilidad y la proporcionalidad de las normas, obedeciendo a los principios constitucionales de transparencia, democracia, legalidad y moralidad de los actos, parece no ser el marco conocido en nuestra realidad sindical actual.
En el sindicalismo corporativo el privilegio es la ley.
En este marco es que se dictó un conjunto de normas de transparencia sindical que garantizaba las buenas prácticas en el manejo de fondos, conocer su destino y garantizar la información a los trabajadores sobre el estado patrimonial de su organización y de sus dirigentes. La reacción de la corporación sindical fue tan violenta frente a la obligación de presentar sus declaraciones juradas de bienes, que sin duda la medida estaba jaqueando al poder en su corazón. Se abría una puerta que nunca nadie iba a volver a cerrar.
Comenzó entonces a funcionar el concepto de gobernabilidad extorsiva: la paz social existe cuando se garantiza la conservación del privilegio, pero cuando éste se pone en crisis, entonces comienza la estrategia de tensión.
Tocqueville se refiere a las democracias imbuidas de espíritu revolucionario como aquellas que son capaces de quebrar la democracia misma; en nuestro caso podemos tomar el concepto y agregar que nuestro modelo sindical corporativo se imbuye de espíritu revolucionario para la defensa de intereses propios. Se puede llegar a la violencia, al desprecio total por el derecho, al paro sin razón, a la obstrucción del trabajo, hasta a la agitación y el saqueo, si lo que se pone en riesgo es el interés faccioso de una cúpula corrupta.
El sistema lleva al límite su resistencia al cambio y, si hace falta, cambia al gobierno.
La obligación de presentar declaraciones juradas se demostró como algo que penetraba mucho más allá de la transparencia, de la rendición de cuentas y del uso de los recursos para los fines concebidos. Mostró, en última instancia, la contradicción en pugna en nuestro país entre el modelo corporativo, que consiste en una alianza al margen de la ley destinada a representar sólo los intereses que lo eternizan -es decir la perversión de la representatividad- y el modelo del poder legítimo que debe invertir el criterio y devolver a la democracia la legitimidad real: aquella que nace de la voluntad general.
Resolver esta ecuación y terminar con la extorsión sobre nuestra gobernabilidad es la clave del futuro argentino.La política de transparencia sindical, con coraje, recorrió este camino. Habrá que ver si el Presidente se le anima a este poder. Todavía no dio señales
por Patricia Bullrich
La Nación, Abril de 2004