Basada en la pieza teatral homónima de Antón Chéjov
Teatro Colón de Buenos Aires, martes 20 de marzo de 2018

Por Ing. Néstor Iglesias

 

Entender al género lírico como una manifestación artística en la que se resumen varias disciplinas, primordialmente el canto y la música, pero indisolublemente fusionadas con un relato que, las más de las veces, está basado en textos narrativos o teatrales de indudable reconocimiento, a la cual se le suman elementos sensoriales que fundamentalmente buscan darnos placer a través de la internalización del significado,  nos permitirá aproximarnos al difícil abordaje de la “ópera contemporánea”.  Para hallar un mero acercamiento a la cuestión de la música académica de nuestro tiempo, es necesario despojarse por un instante de manera dolorosa pero disciplinada de todo lo que creemos conocer acerca de los estilos y axiomas definidos como barroco, clasicismo, romanticismo e inclusive  modernismo. Esto implica abstraernos de Bach, Beethoven, Mendelssohn, Brahms, Mahler, por mencionar solo a algunos compositores que han pasado a la inmortalidad a partir de sus páginas sinfónicas, o bien despegarnos de recitativos, arias, cabaletas y momentos dramático-musicales de, por ejemplo, Bellini,  Donizetti, Handel, Massenet, Mozart, Puccini, Rossini, Strauss, Verdi, Wagner, quienes además de los antemencionados glorificaron la lírica, entre tantos otros. A primera vista, prescindir de semejantes “monstruos sagrados” del arte universal parece algo descabellado, a priori inútil, casi insano, hasta obsceno, por no decir verdaderamente estúpido.

Pretender encontrar una descripción estética de lo que es la “ópera contemporánea” nos lleva a transitar un recorrido trastabillante. El auditorio en el Siglo XXI es muy diferente de aquél que polulaba por los teatros hace más de veinte años atrás, y ni que hablar de quienes frecuentaban las salas en la época en que fueron estrenadas todas las obras que pertenecen a ese grupo selecto que constituyen las “óperas de repertorio”, o sea las que se dan casi ininterrumpidamente en todo el planeta desde la fecha en que vieron la luz, o tal vez desde el momento en que fueron descubiertas o recuperadas y repuestas después de muchos años de olvido. La tecnología actual pone a disposición infinidad de grabaciones, de audio y de video, comerciales y piratas, logradas en laboratorios, en estudios de sonido o en vivo, registros que se pueden escuchar y ver una y otra vez en internet, por ejemplo a través del popularísimo sitio web  “YouTube”, herramientas todas ellas que nos preparan y ayudan para poder apreciarlas de una manera más profunda. No obstante, la maravillosa experiencia de ser parte del hecho artístico único de una función en vivo y estar ahí en la sala donde se representa la ópera es irremplazable; es tan amplio el espectro de variables que conforman al “público”, y éste a su vez es tan voluble, propio de las inconmensurables combinaciones de personalidades, sus estados de ánimo y sus circunstancias, que no me atrevo a avanzar sobre el análisis de la cuestión.

Hoy día podemos comprobar que todavía existe una buena porción de personas que ocupan butacas y palcos en los teatros líricos participando del espectáculo para satisfacer la pertenencia a ese amplio grupo que expresa una preferencia que no debe ser interpretada como un acto sectario, una segmentación socio-económica, o de formación cultural jerárquica. Es la búsqueda que refiere al encuentro de estímulos perceptivos, e inclusive a la quasi-desesperada persecución del placer o del alivio que nos brinda el escape, aunque más no sea circunstancial, hacia un mundo fantástico en el cual el sujeto pasivo que presencia una ópera se transporta a un espacio ficticio donde sus propias miserias y deficiencias se desvanecen proyectándose sobre personajes ajenos a uno mismo.

El Teatro Colón abrió su temporada N° 111 con la ópera contemporánea “Tres hermanas”, compuesta por el húngaro Peter Eötvös, con libreto del autor y de Claus Henneberg, inspirada en la pieza homónima del dramaturgo, médico y literato ruso Antón Chéjov, obra teatral que subió a las tablas por primera vez en 1901 en el Teatro de Arte de Moscú. En el primer párrafo del presente comentario hacíamos referencia a “un relato que, las más de las veces, está basado en textos narrativos o teatrales de indudable reconocimiento”, y es precisamente este caso en el que la calidad del sustento dramático y su transferencia al espacio musical encuentran una afortunada potenciación. A continuación unas breves líneas sobre Chéjov y su obra.

Considerado el exponente más destacado de la escuela naturalista y realista rusa, su estilo tiene el sello de la contención expresiva y la ausencia de líneas argumentales complejas, sin por ello eludir los conflictos psicológicos inherentes al ser humano. Chéjov dejó de lado los propósitos de enseñanza y disciplinamiento moral que abundaban entre los escritores de su época. La segunda mitad del siglo XIX mostraba una Rusia de grandes convulsiones socio-políticas, en la que la imponente fachada de la autocracia zarista ocultaba una economía rural estancada, con más de 23 millones de siervos viviendo en condiciones muchas veces peores que las de los campesinos de Europa Occidental en los feudos del siglo XII. El imperio ruso combatía en múltiples frentes de tensión militar, como la Guerra de Crimea entre Rusia y el Imperio Otomano por el empecinamiento ruso de defender los intereses ortodoxos en Tierra Santa, con la contra del Reino Unido y Francia, tratando de evitar que Rusia se volviera demasiado influyente en el concierto de naciones. En el Báltico los levantamientos polaco-lituanos provocaron una violenta represión por parte de las fuerzas zaristas, culminando con miles de polacos enviados a Siberia, cientos ejecutados, quedando devastadas varias ciudades y pueblos, comenzando el período más opresivo de la dominación rusa en Polonia (esta mención aplica a la consideración del dramaturgo sobre su época y su referencia al destino de los soldados que intervienen en la obra).

En el plano social, la emancipación de los siervos de 1861 fue el acontecimiento más importante de la historia rusa del siglo XIX y el comienzo del fin del monopolio del poder ostentado por la aristocracia terrateniente; el mismo abuelo de Chéjov era siervo de un potentado y compró su liberación por 3.500 rublos. Una gran cantidad de trabajadores rurales emigraron a las ciudades aportando nueva mano de obra, con el consiguiente estímulo a la industria, dando por resultado la aparición y crecimiento de las clases medias. Si bien las condiciones a las que eran sometidas estas nuevas masas obreras rozaban la miseria, fueron el comienzo de la industrialización en la primitiva economía rusa, fuertemente dependiente del capital extranjero, potenciando la infiltración de algunas ideas liberales occidentales.

Las obras de Chéjov parecen apartase de la fidelidad a los cánones de la “Poética” aristotélica y neoclásica, y los patrones psicológicos de los personajes, la actualidad histórica de la época teatral, y la unidad de acción se transforman y desarrollan mediante una novedosa técnica del lenguaje dramático que él mismo denominó de “acción indirecta”, basada en la recurrencia a los detalles triviales del texto y a la sugerencia de relación entre los personajes antes que el argumento. El espectador adivina o intuye los hechos dramáticos relevantes, los cuales son inducidos a partir de lo que no se dice, de las frases inconclusas, de la referencia cíclica sobre sí mismo sin plasmarse en escenas explícitas.

Como señaló un crítico “en Chéjov lo que se deja sin decir muchas veces es más importante que lo que los personajes dicen y expresan realmente”. Los diálogos fluidos de todos los personajes y el tratamiento de los temas cotidianos intercalados con las realidades que se deben afrontar a diario, recrean la decadencia cultural y económica  de la clase burguesa del interior de la Rusia profunda que repercute en las percepciones de los públicos urbanos. Sin embargo, los diálogos no eluden la realidad más cruda, y así no extraña escuchar al teniente Tusenbach: “Vivimos tiempos convulsos. Se preparan cambios enormes, se anuncia una tempestad tremenda y saludable. No tardará demasiado. Y barrerá de nuestra sociedad la pereza, la indiferencia…”. Tenía razón: no tardaría demasiado; octubre de 1917 estaba a la vuelta de la esquina.

“Tres hermanas” es una especie de pintura costumbrista en la que, tras el velo de la decadencia de una familia pequeño burguesa que estuviera en buena posición, se desgarran las vidas insulsas de varios personajes, conviviendo los anhelos de Olga, Masha e Irina por huir de la modorra provinciana y regresar a una Moscú idolatrada, con la combativa ambición, incomprensión y falta de escrúpulos de Natacha, la mujer del hermano varón Andreï, y los miedos de Anfisa, la octogenaria empleada doméstica. Fuera del círculo familiar, alternan toda una saga de visitantes circunstanciales que interactúan y promueven las pocas escaramuzas argumentales. La chatura en la que se manifiestan todos los personajes, lo insustancial de las ambiciones por romper esa inmovilidad vital, y el espíritu naturalista y pesimista que reina en la trama están plenamente reflejados en las palabras que pronuncia Irina en el cuarto acto de la pieza de teatro: “¡Si supiera cuán difícil es vivir aquí sola, sin Olia! … Ella vive en el gimnasio; como es la directora, está ocupada todo el día, y yo estoy sola, me aburro, no tengo nada que hacer, y me resulta odiosa hasta la habitación en que vivo … Así que me he dicho: si no me está reservado ir a Moscú, paciencia. Esto significa que no es éste mi destino. Qué le vamos a hacer. Todo depende de la voluntad divina, ésta es la verdad.”

El traslado de la pieza dramática al espacio del teatro-musical ofrece algunas diferencias formales respecto de la organización de las escenas, con la alteración de la trivial cronología de momentos de escaso contenido cinético acordes a la invariabilidad que rodea a los personajes según Chéjov, en “secuencias” o miradas interiores de los mismos hechos destacados desde dos de las hermanas, Irina y Masha, y del hermano Andreï, con un breve prólogo previo. Eötvös posterga la potencial secuencia de Olga en virtud de que el compositor interpreta que la hermana mayor, de tan solo 28 años, está identificada con el rol de padre, quien falleció un año atrás del comienzo de la acción, y no tanto con el de una hermana.

“Tres hermanas” es una ópera que fue estrenada en 1998 en Lyon, pero que ostenta en sus breves 20 años el raro mérito para una obra tan joven de contar con 120 representaciones a través de 13 diferentes producciones en varias capitales europeas; su compositor ha señalado que las partes vocales están escritas siguiendo técnicas de canto tradicionales en el género, y que es la voz la que ocupa el centro de atracción de la obra, antes que los pasajes instrumentales con poliestilos. Peter Eötvös destaca la importancia de utilizar los textos de Chéjov en el idioma original, ya que la lengua rusa posee características fonéticas diferenciales apoyadas sobre la sonoridad de las vocales y el filo de las consonantes, que colaboran con la determinación de los timbres, inflexiones y acentos que a su vez se complementan con los tiempos y ritmos musicales seleccionados para cada escena.

La dramaturgia aplicada por el compositor parte de la lógica abreviación de la pieza teatral, alejándose del vacío familiar que impone Chéjov y buscando mostrar los destinos de los personajes. Resulta muy interesante ver esencialmente la misma trama, los mismos acontecimientos dramáticos, reescenificados con diferentes perspectivas, pero alternando la forma triangular de los conflictos propuestos en cada secuencia. Así en la de Irina se refractan el Barón Tusenbach y Solioni, mientras que en la de Andreï pendulan las imposiciones y los engaños de Natacha, sin rozar el trauma ludopático que sufre el hermano varón, y que precipitará la caída en la ruina de la familia Prozórov, según el libro original. En la secuencia correspondiente a Masha, el compositor opta por explicitar vehementemente la pasión que se desata entre la hermana y el teniente coronel Vershinin, ante la mansa mirada de su esposo el profesor Kuliguin. En los tres casos los anhelos se diluyen, las despedidas quedan flotando en la escena, un oscuro vacío se descubre en las vidas de esos seres que no pueden exteriorizar sus sufrimientos en toda su magnitud, y se ahogan en su tedioso conformismo.

El director escénico Rubén Szuchmacher propuso la continuidad dramática cancelando todos los entreactos y acortando a un mínimo los cambios de secuencias. En opinión de este comentarista, pocas veces se llega a una decisión tan acertada, aunque se debe destacar que el propio regisseur manifestó a través de declaraciones periodísticas que “el teatro propuso un intervalo porque hay cierta presión por parte de la confitería”.  Este afortunado planteo que solamente podemos gozar en óperas de un solo acto o muy cortas (“Cavallería rusticana”, “Pagliacci”, “Elektra”, las del Tríptico pucciniano, por nombrar tan solo algunas de las que se han dado en el Colón luego de su reapertura), ofreció una recreación ágil a los fines de la internalización de las confrontaciones que se desarrollan y se desdibujan al ajustarse al relato cronológico.

La exigencia del compositor de ubicar dos sectores orquestales intenta proveer una densidad espacial musical que, en la sala, resultó difícil de percibir. Se podía notar la intervención del cuerpo instrumental más completo ubicado al fondo del escenario, pero más por las sensaciones armónicas que por efectos de índole dimensional. Esta distribución del ensamble marcó en parte el diseño de la escenografía de Jorge Ferrari, que apegado a una concepción realista y ordenada, desplegó una plataforma para la orquesta en un nivel más elevado, que techaba el jardín del fondo. A los costados los accesos a las habitaciones y a la entrada de la casa con galerías con columnas, aferrándose a la descripción que Chéjov hace en la pieza teatral. Se añadió un piano de cola, un sillón y una escalera que no cumple otra función más que posibilitar el deambular de Natacha con una vela (en el original ella está obsesionada con las velas y el incendio) o tal vez equilibrar la escenografía en función de la ubicación de la orquesta en el escenario y el uso de columnas. Resulta acertada, y a la vez de atractivos efectos, las variantes lumínicas ofrecidas por Gonzalo Córdova, que junto al perfil convencional del vestuario diseñado por Ferrari, el cual sugiere un tratamiento sin precisar la época, aunque en pleno transcurso del siglo XX, componen un servicio escenotécnico adecuado al planteo de Szuchmacher  de poner una “Tres hermanas” posible en la actualidad.

Resulta verdaderamente difícil opinar sobre el desempeño de la Orquesta Estable o de la justeza de los tiempos determinados por los dos directores, los maestros Christian Schumann en la dirección musical integral y Santiago Santero a cargo de la segunda orquesta, en virtud de la características armónicas y de las zigzagueantes líneas melódicas tan divergentes con respecto a los modelos que reserva nuestra memoria. No obstante podemos señalar una buena amalgama sensorial con el progreso dramático, y sutiles matices durante los breves pasajes en los que se descubre el lirismo en el canto.

Las protagonistas femeninas que encarnan a las tres hermanas mostraron voces muy bien empastadas durante los tríos, particularmente en el prólogo, y que individualmente “corrían” muy bien por la sala. La soprano eslovena Elvira Hasanagić  como Irina, y las mezzosopranos Anna Lapkovskaja de Bielorrusia en el rol de Masha y Jovita Vaškevičiūte de Lituania en el papel de Olga expusieron personalidades, o tal vez dramaturgias o marcaciones de la régie, bien diferenciadas. La mesura y control de Olga contrastó con la frustrada frescura que asomó en Irina, pero la escena más conmovedora la interpretó Masha, no tanto en su exteriorización pasional con Vershinin, sino por el doloroso reconocimiento de su realidad al cruzar sus miradas con su esposo Kuliguin durante la última secuencia.

Los cantantes locales Luciano Garay como Andreï y Marisú Pavón como su mujer Natacha brindaron dos reconocidas actuaciones. El barítono puso un poco de línea de canto elegante y con legato a tanta declamación imperante en la piezay la soprano tuvo que sortear una escritura musical cruel para su garganta, con inflexiones y agudos de máxima exigencia. El elenco se completó con la solvente interpretación del barítono Víctor Castell que dio vida a la anciana Anfisa (raro travestismo de una voz masculina en un personaje femenino), la aterciopelada voz del barítono Alejandro Spies que también brindó uno de los escasos pasajes cantables de la obra en el rol del Barón Tusenbach, el canto siempre rodeado de nobleza del bajo Mario De Salvo como Solioni, y la solvencia del barítono Héctor Guedes creando un expeditivo y autoritario Teniente Coronel Vershinin. Merecen una mención especial el bajo Walter Schwarz en el rol del simple y resignado Kuliguin y Carlos Ullán, que encarnando al Doctor Chebutiking ofreció en la primera secuencia una de las arias (para citar un término común al género) más ensortijadas y con una melodía ajena a las habituales; el tenor supo construir al personaje y darle cohesión a una línea musical suelta y enmarañada. Correcta participación de Pablo Pollitzer y Santiago Martínez como los alféreces Fedotik y Rodé.

A veces se dice que el inicio de la temporada lírica de un teatro con la historia del Colón debería reservarse para una ópera popular, de las preferidas entre “las de repertorio”, y de ninguna manera estar ocupado por una obra desconocida, encima contemporánea, en las antípodas de las tradiciones; son opiniones respetables que particularmente no comparto. El estreno sudamericano de “Tres hermanas” de Peter Eötvös fue un espectáculo valioso, del mismísimo riñón de lo que podemos denominar “teatro-musical”, en el que se disfrutaron sólidas actuaciones de los cantantes, tanto en lo vocal como en lo gestual y en sus desplazamientos, con un desempeño bien compensado de los dos cuerpos orquestales, visualmente agradable y con detalles muy atractivos, y todo ello sustentado por una pieza teatral de innegable valor y penetrante vigencia. No me parece apropiado juzgar a esta ópera con la misma vara que a una del belcanto o del romanticismo; creo que la medida debe estar en la satisfacción interior luego de presenciar una función, y muy especialmente contrastarla contra las expectativas previas, el revuelo emocional que despierta y el sabor artístico que nos deja.