“Tristán e Isolda”, de Richard Wagner
Teatro Colón de Buenos Aires, miércoles 11 de julio de 2018
Ing. Néstor Iglesias
Gesamtkunstwerk, es un vocablo alemán que ha sido traducido como “obra de arte total”, y trata de resumir en una apretada “frase-palabra compuesta” el concepto de poética wagneriana aplicado al drama musical. Wagner aspiraba alcanzar el grado más elevado de plenitud artística a través de la unidad interactiva de todas las disciplinas individuales como la poesía, la música, la pintura, la escultura y la arquitectura (estas tres últimas reunidas como recursos esceno-lumínicos), e incluso incorporaba a la danza, per se y como conductora de los movimientos de masas en el escenario. Esa integración debería ser el fruto de la colaboración entre los diversos responsables de cada aspecto de una misma obra, para dar como resultado una idea plasmada en la originalidad de cada producción, de manera tal de ofrecerla como un evento irrepetible. Pero el ideal del compositor sobre la “obra de arte total” suponía además una amalgama de los aspectos estéticos con el espíritu político-filosófico encerrado en la palabra y en la idea musical. Convencido que el control de todas las facetas escenotécnicas debía estar concentrado en el autor, Wagner fue el mentor del libreto y de la música de todas sus óperas, y en varias de ellas se autorreferenció. Él está omnipresente a través de un recuerdo, de una vivencia, de un objetivo, de un reproche, de una amante… Siempre él.
El “drama musical” wagneriano deriva al menos de dos componentes perfectamente dominados por el compositor. Por un lado la “prosa musical”, una original simbiosis de poesía y música, en donde cada sílaba, cada unidad fonética se apoya en un sostén melódico que, en función de las características conductuales, emocionales y circunstanciales del desarrollo de la pieza, cuenta con un marco armónico que exalta el sesgo romántico, ora melancólico, ora heroico. Por otro lado está el recurso del “leitmotiv”, o sea ese evento melódico generalmente corto, conciso y singular, ejecutado siempre que la trama lo exija, que referencia a un sentimiento, a un personaje, a una idea o un concepto. La identificación de cada uno de ellos genera en el espectador esa múltiple percepción que se origina al mismo tiempo en la palabra, en la composición musical y en la relación del motivo en cuestión con lo ya observado en escenas previas de la ópera, provocando la amplificación del fenómeno emocional.
Hoy en día, quienes frecuentamos los teatros, ya estamos entrenados para percibir esa mezcla de estímulos, analizarlos desde la admiración por los artistas que los están exponiendo y a la vez disfrutarlos como un todo, como un puzzle que nuestra capacidad dramática e intelecto nos permite desagregar y re-sintetizar simultáneamente. Pero a mediados del siglo XIX, esa novedosa forma de concebir una pieza, ese fluir continuo sin pausa, con varias líneas de dramaturgia y pulsos psicológicos, yuxtapuestos y conmocionantes, sin dar respiro a la sensación de “nudo en la garganta”, o al “latir más acelerado en el pecho” y a todas las manifestaciones emocionales a causa de presenciar situaciones desequilibrantes, fue una verdadera revolución. La incursión de Wagner, tal vez la bisagra más aguda de la música occidental, influyó no sólo en sus contemporáneos de mayor renombre, sino también en los de generaciones posteriores, extendiéndose su presencia en otras disciplinas, particularmente entre los artistas plásticos de las escuelas impresionista y postimpresionista. Son muy conocidas las reflexiones de Vincent van Gogh al respecto; en una carta dirigida a su hermano Theo, el holandés expresa: “Pero de nuevo estoy como estaba en Neuen, cuando hice un vano intento de aprender música —incluso entonces— ya que sentía de manera muy intensa las conexiones que existen entre nuestro color y la música de Wagner” (Arles, 18 de Septiembre de 1888). Manet y Renoir, quien realizó un retrato del compositor en Palermo, Italia, en 1882, también exteriorizaron su admiración por el Maestro.
No obstante, en la actualidad, merced a la difusión de la obra de Richard Wagner a través de los canales multimedia, como así también a la aproximación del público a la poética y al drama post-románticos y a la filosofía pre-existencialista, aquella “obra de arte total” también depende de la justeza en la traducción y sincronización sensible de los sobretitulados en el idioma local, especialmente fuera de Alemania. Demás está decir que, como sucede siempre que hablemos sobre una ópera con representación, toma una dimensión especial la concepción y resignificación de la puesta, dejando un poco de lado aquellas construcciones monolíticas de la dinámica actoral.
Un poco de lo esencial sobre “Tristán e Isolda”
El caso de “Tristán e Isolda” perturba ya desde su inicio, más precisamente en el compás Nro. 17, a tan solo un minuto y medio del arranque de la ópera. El célebre “acorde de Tristán”, que rompe la estabilidad de la resolución tonal, deja al oído y al centro neurálgico de análisis y de procesamiento de los sonidos al borde del precipicio. Formado del grave al agudo por las notas Fa, Si, Re# y Sol#, luego de sonar al unísono estas se particionan, y las dos primeras descienden estirándose lánguidamente, mientras que las otras dos ascienden escalonadamente para converger con aquellas, enmudeciéndose en silencios que Wagner coloca inmediatamente a continuación de aquel acorde sísmico, provocando en el espectador una tormenta emocional, de angustia y opresión, apenas comenzado el preludio al acto primero. La audiencia queda repentinamente descolocada y los silencios prolongan la sensación de agonía y de insatisfacción; el Maestro nos deja ansiosos por lo que vendrá.
El argumento de “Tristán e Isolda” es el de una típica historia romántica medieval que, relatada con un tono realista y sin ahondar sobre el entretejido de líneas emocionales y caracteres psicológicos que pueden despejarse en cada protagonista, poco aporta más allá de un cuento de princesas y caballeros. En el primer acto, Isolda, hija del rey de Irlanda, refiere haber sido la prometida de Sir Morold, un caballero también irlandés, a quien Tristán había dado muerte en combate luchando por Cornualles, otra nación celta de Gran Bretaña, en una disputa por el pago de tributos. En dicha pelea Tristán había quedado seriamente herido, y fue llevado casualmente a la casa de la madre de Isolda para ser curado; llega allí bajo el seudónimo de Tantris (curiosa inversión silábica), y por ciertas coincidencias, ella descubre que el joven es quien mató a su amado y decide asesinarlo en el lecho de convalecencia. Justo cuando Isolda está a punto de clavarle la espada, se cruzan las miradas y ambos quedan confusa y mutuamente prendidos, sin explicación.
Todo esto no ocurre durante la ópera, sino que es confiado por Isolda a su dama de compañía, Brangania, como eventos que sucedieron previamente; un flash back. Ahora, en pleno acto primero, a bordo del navío que se dirige desde Irlanda a Cornualles, Tristán ya repuesto, está escoltando a Isolda a quien raptó para entregársela como tributo y esposa a su tío, el anciano rey Marke. Isolda, cargada de rencor, odia su presente, a su futuro cónyuge y especialmente a Tristán, a quien está decidida a asesinar esta vez utilizando un “filtro de la muerte”, un veneno que le había entregado su madre. Por esas cosas que tiene el ingenio romántico, resulta que Isolda también tenía entre sus pertenencias legadas por su madre, un “filtro del amor”, o sea una pócima mágica que a quienes la bebían juntos los enamoraba perdidamente y para toda la eternidad a uno del otro. Brangania, encargada de administrarle el veneno mezclado con vino a Tristán, troca los filtros (¿involuntariamente?), y en lugar de usar el brebaje letal dosifica el extracto idílico. Tristán, quien ya sospecha el final fatal que le espera, bebe el vino supuestamente envenenado, e Isolda le arrebata la copa y decide morir también para escapar al destino que le espera. Hete aquí, que ambos beben el filtro del amor sin saberlo, y quedan eternamente enamorados. Y colorín, colorado …, el acto primero se ha acabado.
Esta es una apretada síntesis de la hora y cuarto que dura esta primera parte, y también de la explicación (¿explicación?) argumental de un amor tan fuerte, que sin lugar a dudas, aparece como inverosímil, muy poco creíble, y tan sólo reservado para la lectura de padres o abuelos a los niños muy pequeños antes de irse a dormir. Pero Richard Wagner le puso a esta historia el libreto, el cual es una bella poesía en sí misma, y una música que excede todos los calificativos imaginables de admiración, y le añadió una carga psicológica a la pareja que, con la ayuda de la interpretación que brindan los postulados de un tal Freud que por ese entonces usaba pañales, convirtió un cuentito perimido y falto de originalidad, en una de las obras de arte más gigantescas del género lírico. Aquel cruce de miradas que sucede antes de que se levante el telón gatilla una pulsión erótico-libidinal que los jóvenes reprimen y que va carcomiendo sus respectivos subconscientes. El filtro pasa a ser el desinhibidor de la fantasía prohibida, del peso no deseado del cumplimiento de la obligación impuesta por el exterior, siendo quizá Brangania el torpe vehículo que confundió los frascos, o tal vez la fiel y sensible guardiana de la felicidad de su ama que prepara las cosas para que se den “por casualidad”. Los recónditos laberintos de la mente romántica dejan abiertas cuantas puertas queramos encontrar; y ahí está la Gesamtkunstwerk del genio.
El acto segundo es un monumento dramático-musical, hito operístico que hará torcer el rumbo de todo lo nuevo que vendrá en el siglo XX. Se desarrolla en el castillo del rey Marke en Cornualles, y el misterioso y fantástico promotor del amor aparece con todo su poder, transformando aquel relato infantil en uno de los más apasionados, conflictivos y movilizantes momentos del género lírico. Tristán e Isolda son plenamente conscientes que tras esa noche inacabable de amor despuntará el día, con todas las imposiciones morales, las renovadas represiones psicológicas, los mandatos del honor y la hipocresía de las apariencias. La heroína de la historia es Isolda, quien lleva la iniciativa, contra las recomendaciones de la prudente Brangania que sospecha que el rey Marke, asesorado por Melot, el envidioso y otrora amigo de Tristán, advertido de la atracción que existía entre los jóvenes, le propone al rey simular una expedición de cacería a fin de sorprenderlos in fraganti. Siendo esta sucesión de escenas la que desata el nudo argumental y dispara el conflicto y la significación basal que encierra “Tristán e Isolda”, permitámonos interrumpir brevemente la descripción cronológica de la trama para introducirnos en el sesgo filosófico que caracteriza a la obra del Maestro; cabe preguntarse ¿quién es la Isolda wagneriana? Notaremos un fuerte contraste con la muchacha del simple relato medieval de Gottfried von Strassburg, en quien está basado el libreto.
En la profusa literatura alrededor de esta ópera, se ha abundado sobre la influencia que el pensador alemán Arthur Schopenhauer tuvo sobre Wagner. Sin embargo, el Maestro parece traicionar la doctrina del filósofo cuando propone que la pareja no renuncie a la sexualidad al aceptar el adiós a la vida; ellos no podrán continuar satisfaciendo el impulso erótico con el objeto de procrear, tal cual lo establece la teoría schopenhauereana. Algunos podrán referir a lo avanzado de los criterios de Wagner para aquellos años; otros resaltarán su idealismo extremo alrededor de la necesidad de que el amor romántico sea decididamente trágico. La muerte está descripta por el compositor a través de un tratamiento orquestal sublime, con acordes que perduran y se van entremezclando en un crisol cromático no solo inimaginable para aquellos años, sino que aún hoy despiertan la admiración y la sorpresa de la audiencia, habiendo hecho estragos en todos los cánones musicales imperantes en Occidente desde aquellos años hasta bien entrado el siglo XX.
Un fortuito acontecimiento, como suele suceder generalmente previo a grandes descubrimientos o inventos, fue el antecedente germinal de esta ópera maravillosa. En 1848 se desataron una serie de movimientos revolucionarios en Europa, comenzando en Francia y dispersándose por todos los estados alemanes, los cuales se caracterizaron por las manifestaciones nacionalistas y por la aparición de las primeras muestras de organizaciones obreras. Wagner era por aquel entonces Kappelmaister en la corte real sajona, y simpatizaba con las tendencias protestatarias; había escrito encendidos artículos en el periódico popular Volksblätter de Dresde para incitar al pueblo a la rebelión, y al momento del estallido de los enfrentamientos entre los rebeldes y las tropas imperiales llegó a tomar parte muy activa, haciendo de centinela y fabricando granadas de mano, hechos que finalmente lo obligaron a escapar y exiliarse en Suiza. Allí, más precisamente en Zürich, el compositor encuentra la protección en el mecenazgo de Otto Wesendonck, acaudalado banquero que le ofrece su casa de huéspedes (llamada “El Asilo”) al matrimonio formado por Richard Wagner y la bella y talentosa actriz Minna Planer.
A la luz de toda la evidencia recopilada, la esposa del anfitrión, Agnes Mathilda Luckemeyer, conocida por la posteridad como Mathilde Wesendonck, veinteañera, dueña de una fina y delicada belleza, de gran sensibilidad, parece haber sido el faro que alumbró el camino de la creación de Isolda. Quienes han estudiado los pormenores de esa atracción artístico-emocional afirman que, a partir de los cuentos, poemas y dramas escritos por Mathilde, era élla quien estaba profundamente influida del carácter erótico y pesimista de la metafísica de Schopenhauer, y quien, resignada por la chatura de su matrimonio, induce a Wagner luego de compartir una larga, anhelante, y según se dice no consumada intimidad, a desarrollar el concepto encerrado en que la negación de la voluntad individual, o sea esa represión a la que ellos dos estaban sometidos, fundiéndose en el todo universal, transforma a la muerte en el acto ineludible para la realización del amor.
¿Quién es Isolda, entonces? ¿Es acaso la proyección lírica de esta señora trece años menor que su esposo, musa inspiradora de las célebres cinco canciones de Wagner conocidas como “Wesendonck lieders”? De la documentación epistolar que señala a esta tormentosa vinculación entre Richard y Mathilde como un “amor imposible”, deseamos destacar la nota enviada por la esposa del compositor a Mathilde, en oportunidad de abandonar El Asilo: “¡Honorable Señora! El corazón me sangra por tener que deciros una vez más antes de marcharme que vos habéis conseguido alejar de mí a mi marido después de 22 años de vida conyugal. ¡Que tan noble acción sirva para contribuir a vuestro sosiego, a vuestra felicidad!” (Zürich, 2 de septiembre de 1858). Complementariamente a este testimonio, Mathilde Wesendonck publica el poema “La mujer abandonada” en 1862, y escribe: “Wagner me relegó deprisa. Apenas me reconoció cuando fui a Bayreuth. Y, sin embargo, yo soy Isolda.”
¿Quién es Tristán? Este héroe romántico se construye sobre un vacío, sobre la falta de pertenencia a todos los ámbitos sociales comunes al hombre. Huérfano de padre y madre, despojado de sus pertenencias y fortunas, enmascarada su verdadera identidad, igualmente no deja dudas que él es un noble que acredita proezas y virtudes, que lo diferencian de un mero caballero andante medieval, figura ésta caracterizada por la falta de sentimientos nacionalistas y escrúpulos, tristemente ávida por desflorar alguna doncella distraída o mal cuidada, casi lo que hoy denominamos vulgarmente un “busca” del Medioevo, armado de escudo, lanza y espada. Tristán no es nada de eso; su imagen se aproxima a la de un héroe romántico arquetípico, pero es objetivamente un traidor. Desaira al rey Marke, promueve y asiente el flagrante adulterio que comete Isolda, y rehúye o desconoce las reglas sociales del matrimonio. Nada lo estremece, nada lo limita y solamente se alimenta de una relación cerrada en sí misma, que no se apoya en los planos reconocidos por la sociedad, para encontrar su alivio, salida y escape en la muerte. A esta concepción del personaje se le opone un texto exuberante, un continuo poema que exuda amor por donde se lo lea, con vitalidad carnal y sesgo materialista, que inconsistentemente propone una vida detenida en el tiempo, renegada de la ley, la moral y las costumbres sociales, perseguida por la responsabilidad.
Volviendo al discurso argumental, luego de estas especulaciones de tinte personal y que están sujetas a otros puntos de vista y a diferentes conclusiones, en pleno acto segundo nos encontramos con el “Dúo de Amor”, y al final del mismo cuando las voces de Isolda y Tristán se empastan en una cadencia narcotizada por las repeticiones instrumentales que aluden a la consumación pasional y que proyectan el éxtasis mediante el escalonamiento en crescendo y accelerando hacia el La bemol agudo que extralimita la expresividad musical, se respira el presagio de que la muerte que tendrá lugar en el acto próximo será apoteótica. La partitura wagneriana ofrece un plano musical que alcanza un extremo casi inimaginable de complejidad; no es solo el acorde famoso el que mueve las estanterías del establishment musical de la segunda mitad del siglo XIX, sino el remolino de modificaciones de tonos, modos y métricas a lo largo del extenso pasaje.
Como hemos señalado Wagner desarrolló una red armónica con continuos cambios tonales en un determinado fragmento apelando al cromatismo; la utilización de alteraciones accidentales unida a la inserción recurrente del leitmotiv derivó en el efecto denominado “melodía infinita”, esto es el fluir músico-dramático sin solución de continuidad. Así es como Isolda y Tristán modulan para llegar al clímax del dúo, alternando en diferentes tonalidades y modos (a partir de las armaduras de clave se observan La bemol menor, Do Mayor, Sol Mayor, La Mayor, Sol menor, Si Mayor entre otras). Se suma a esto la diversidad de pulsos rítmicos y acentos, además de las variantes indicadas por los tiempos agógicos (al menos se pueden identificar 3/2, 3/4, 4/4, 9/8). Tal vez estos elementos técnicos de la teoría musical nos ayuden a entender los “por qué” de los comentarios y juicios emitidos por musicólogos, directores de orquesta y compositores en el sentido de que Wagner rompió la concepción tonal que venía arrastrándose y que derivaría en la revolución de la Segunda Escuela de Viena con Arnold Schönberg a la cabeza, seguido por Alban Berg y Anton Webern.
El pasaje de las advertencias de Brangania rogándoles que tengan cuidado, señalando que la noche está cediendo ante el inexorable nacimiento de la luz, muestra un acompañamiento maravilloso producido por múltiples voces en las cuerdas, que forman una retícula de una belleza sonora a la que nadie puede abstraerse. Esos acordes se prolongan en giros cromáticos proyectándose hacia una espiral que encierra la fusión de las almas y de los cuerpos ardientes de los amantes en la unicidad para la cual las palabras no alcanzan. Escuchar ese fragmento es, a mi juicio, indispensable para que cualquier melómano conozca el goce extremo y aprehenda el éxtasis. Como alguna vez leí: “Tristán e Isolda están en silencio; cantan a través de la orquesta”.
Y de repente, el drama a la enésima potencia: Wagner nos cachetea con el contraste del monólogo del rey Marke, ese salto al vacío en las tramas musical y dramática, un estremecimiento indescriptible, un sacudón a la descripción orgásmica orquestal que implosiona de una manera desgarradora. El noble rey está defraudado, pero no tanto por el adulterio explícito o porque su honor o su “machismo” estén devaluados, sino por el corte irreparable de la fidelidad y lealtad. El motivo del clarinete bajo refuerza el concepto anterior: a Marke no lo daña tanto la traición de su sobrino sino “contra quién” la ha realizado, contra él, contra quien asumió el papel de padre habiendo resignado la posibilidad de tener un hijo propio, contra quien lo amaba como nadie en el mundo. La angustia está a flor de piel mientras se entrecorta el tema instrumental con silencios que dicen más que las notas, y se acentúa el canto pronunciando repetidamente el nombre de “Tristán”, mientras el joven está como ido, sin reconocer lo que está sucediendo, tan solo maldiciendo el despuntar del día. Él ya quiere regresar a la noche y protegerse en su muerte.
El discurso declamativo del rey cambia el foco de sus interrogantes, y evocando su entrega a Isolda, es ahora sostenido por algunos oboes, transformando aquel recitativo en un fragmento muy “cantabile”. Pero ante este fugaz alivio a la angustia con que Wagner aminora la tensión dramático-musical sobre la audiencia, el clarinete dibuja un nuevo motivo oscuro, devastando al personaje en una confesión inconfesable, ahora interpretada con el trémolo de las cuerdas: “Así mi confiado corazón se llenó de sospechas hasta el punto que, en secreto, en medio de la noche oscura vengo a acechar y sorprender al amigo que puso fin a mi honor.” Todo este sentido pasaje en la tonalidad de Re menor se rompe con líneas melódicas descendentes que hacen desaparecer cualquier atisbo de respuesta a la consternación de Marke, que trasunta su total desesperanza: “Si ningún cielo puede redimirme, ¿por qué crearme tal infierno?”
Ahí está el genio de Wagner sublimado con todo su esplendor; tras el largo “Dúo de Amor” que transcurre fluidamente ofreciendo uno de los fragmentos más expresivos y bellos del género, y por cierto más extenuante para los cantantes, irrumpen casi veinte minutos de desolación interna de un personaje que trastoca la valoración ética de los héroes románticos; ahora Tristán e Isolda son despreciables traidores, vulgares y desaprensivos “ventajeros” que se aprovechan y se ufanan de la bondad y nobleza del rey. En un rapto expeditivo, Tristán se deja herir mortalmente por Melot para salvarse del castigo por la bajeza que ha perpetuado. Cae el telón tras otra hora y cuarto del más acabado teatro con música del que se pueda gozar (claro está, si se cuenta con los intérpretes capacitados para esos roles suprahumanos, y un director de orquesta que domine una partitura antológica). Y pensar que el Maestro caracterizó a este monumento a la institución “La Ópera” como “acción”, en lugar de “drama musical”, aludiendo a la caótica actividad emocional que corre por el interior de los personajes, y que despierta en el espectador ¡Wagner en estado puro!
En el acto tercero, Tristán es llevado a Kareol, el que otrora fuera un orgulloso castillo propiedad de la familia en la Bretaña, por su entrañable amigo Kurwenal. El breve preludio que por momentos tiene un cierto aire verdiano al apreciar la construcción armónica de las cuerdas, ya preanuncia el final trágico y se disuelve en la melancolía que emerge del corno inglés que sugiere el curso de la acción, anunciando la ausencia o la llegada de Isolda. El corazón de este acto es el colosal monólogo agónico de Tristán; el héroe malherido reflexiona sobre la muerte de sus padres, inundado de tristeza afirma la inutilidad de su propia existencia e insiste en rechazar la luz, el sol, la vida (“¡Maldito sea el día y sus resplandores! ¿Aumentarás para siempre mi martirio?”). Recurre al latente recuerdo de Isolda y ante la desesperanza, Tristán tensa la acción dramática y musical y la eleva con el leitmotiv de la “Maldición del Amor”, concluyendo en un momento de máxima agitación en contra del “filtro del amor” (“¡El filtro! ¡El filtro! ¡El fatal filtro! ¡De mi corazón a mi cerebro traspasó su terrible influjo! Ahora no hay remedio, ni dulce muerte que pueda librarme de la tortura del deseo”). A lo largo de todo este prolongado y arduo delirium Wagner nos muestra el contraste entre la Pasión (cristiana) del desfallecimiento en este acto tercero con aquella otra pasión (erótica) del amor en el acto segundo. La densa orquestación apela a retomar las notas determinantes del célebre acorde de Tristán de diferentes maneras, con pequeños arreglos cromáticos, disminuyendo una u otra tonalidad, en breves escalas ascendentes, con sutiles variaciones polifónicas.
La salida a escena de Isolda coincide con las últimas palabras y muerte de Tristán. Ella se presenta reanimándolo para morir con él (“Isolda te llama, Isolda ha llegado, ¡para unirse con Tristán en la tumba!”), pero el joven se anticipó en la partida; esto abre la herida, el dolor transformado en despecho y rencor en la heroína por no haberle permitido morir junto a él (“¡Hombre cruel! ¿Así me castigas con el más duro exilio, sin piedad, por mi dolorosa culpa?¿Ni siquiera mis sufrimientos podré comunicarte?”). Tras una acelerada escena en la que ingresan todos los personajes, Melot lucha con Kurwenal muriendo ambos, el rey reconoce la inocencia de la pareja debido a confidencia de Brangania sobre la interdicción del filtro, y Marke manifiesta su noble consentimiento para que los jóvenes se hubieran unido en matrimonio.
Isolda entra en trance, se transfigura, y se une al espíritu de Tristán, a quien solamente el alma de nuestra heroína es capaz de ver; en ese estado “meta-real”, en el que el sistema límbico le permite ver a su amado sonriéndole suave y dulcemente, entreabriéndole los ojos con ternura, arranca la célebre escena bautizada por Franz Listz como “Muerte de Amor” (“Liebestod”). La arquitectura melódico-armónica nos remonta al final del dúo del acto segundo, pero la transformación psicológica de Isolda hace que aquellas frases exultantes y pasionales se trastoquen en un descenso de la intensidad emocional, y que con la mayor serenidad conduzcan al reposo dramático del final y al equilibrio tonal en una construcción armónica perfecta que se apoya en la tríada completa del acorde de Si Mayor en posición fundamental. Wagner nos invita a conservar un opresivo silencio, y pone a nuestra disposición la posibilidad de que disculpemos a los amantes y nos reconciliemos definitivamente, a pesar de su conducta, con Isolda y con Tristán.
La función del 11 de julio (Gran Abono)
El Teatro Colón de Buenos Aires presentó una producción de la Staatsoper Unter den Linden de Berlín sobre la representación completa de “Tristán e Isolda”, con la participación del cuerpo orquestal de dicha institución bajo la dirección musical del afamado director nacido en Buenos Aires Daniel Barenboim. Para las cerca de dos mil y pico almas afortunadas que pudimos presenciar en vivo este espectáculo fuera de standard, la experiencia resulta inolvidable, como así también lo será para las vitrinas y memorias de nuestro Primer Coliseo. Pero, parafraseando al filósofo Ortega y Gasset, nuestras circunstancias como país nos obligan a preguntarnos si somos merecedores del privilegio de “viajar” imaginariamente hasta Alemania, asistir a una función 99% berlinesa, disfrutar de 5 horas de una de las máximas vivencias líricas, y todo por un puñado de módicos pesos. El otro lado de esta historia muestra el esfuerzo del erario público de la comuna porteña que seguramente abonó la nada despreciable suma en moneda fuerte que semejante Compañía habrá exigido con justa razón. Revisando el programa de mano podemos observar que la plana directiva invitada arranca con los maestros Barenboim y Kupfer, pero la lista continúa con asistentes, jefes, directores, managers, supervisores, maestros, preparadores y hasta figurantes, incluida la “Jefa de Figurantes” (¡incomprensible! No es un chiste, y puedo imaginarme la malasangre del staff local); si bien no suman 1003 los integrantes, si agregamos los miembros de la orquesta nos acercamos a la parodia reducida del “Catálogo” que lee Leporello en el “Don Giovanni” de Mozart y Da Ponte. Pero ése es otro tema… Transportémonos a Berlín…; perdón, a la función del miércoles 11 de julio en el Teatro Colón.
Aguardando el cosquilleo estimulante del “acorde de Tristán” se inicia el preludio al acto primero tras un recibimiento entusiasta y afectuoso del público para con el maestro Barenboim. En el escenario se observa una figura femenina alada de grandes proporciones, arrodillada, con los codos y el rostro semienterrados, transmitiendo una sensación de dolor desde el primer instante. En el fondo se dibuja un cementerio con lápidas abandonadas, en una de las cuales parece leerse el vocablo “Ehre” (en alemán, “honor”), que sintetiza el mensaje del director escénico Harry Kupfer. El honor ha sido sepultado, es decir, ha muerto; las convenciones fueron abandonadas, los códigos y dogmas de la sociedad que acusan y sentencian a un amor como el de Isolda y Tristán, están representados en ese “ángel caído” que fuera expulsado de los ámbitos celestiales por haber desobedecido aquellos mandatos.
La belleza plástica de la escultura, diseñada por Hans Schavernoch, con una de sus alas quebrada, fue aumentada aún más por los efectos lumínicos y los giros de 360° a diferentes velocidades que efectúa el plato sobre el cual está montada. Sorprendentemente los movimientos no generaron ningún chirrido, y el efecto mancomunado del desplazamiento circular y la maravillosa música proveniente desde el foso, brindaron a lo largo de toda la función una verdadera colaboración al concepto de “obra de arte total”. Contrastando con esta percepción se nos ocurre pensar en las dificultades de los cantantes para desplazarse por la mencionada figura, tomándose de donde pudieran, a fin de no resbalarse, mientras utilizan la pieza primero como cubierta del navío, luego como jardín del palacio del rey, y al final como acantilado bretón, etc. Tristán cantó pisando terreno firme, pero Isolda arroja la antorcha desde lo alto, mientras que Kurwenal, Melot y el pastor interpretaron algunas de sus partes afirmados sobre el volumen escenográfico, en rigor de verdad, sin ningún problema manifiesto.
La resignificación apoyada en el quiebre del honor fue reforzada por figurantes que actuaban a la manera de séquito del rey Marke; al igual que todo el elenco, lucían un vestuario victoriano diseñado por Buke Shiff que, permaneciendo inmóviles subrayaban el rigor de las pautas sociales. Contra toda suposición de hastío por tener la misma escenografía a lo largo de toda la ópera, la excelente concepción de la iluminación a cargo del Bernd Zeise movió la escena desde la luminosa blancura marina de la travesía mutando a la oscuridad del ambiente en que Isolda y Tristán desean cobijarse tras beber el filtro, para gozar del placer íntimo rodeados del azul de la noche del acto segundo. En el final los cambios marcan las formas de manera cruda, atravesando los tonos rojos de la tragedia y finalmente reposan en la transfiguración de nuestra heroína.
El maestro Daniel Barenboim dirigió por primera vez esta ópera en el Festival de Bayreuth en 1981, con la puesta en escena del talentoso Jean-Pierre Ponnelle, y sin lugar a dudas, tiene una profunda simbiosis con la obra, a tal punto que no necesitó de la partitura delante de él; el resultado fue una performance de la Orquesta Staatkapelle de Berlín de excelencia. Al tener en cuenta lo frecuente del trabajo en conjunto, la presunción que los músicos saben de las exigencias de la batuta y el conocimiento desde el podio de las capacidades y fortalezas de los conducidos, no deja de asombrar la entrega, la concentración y la energía gestual puestas de manifiesto por el maestro Barenboim a lo largo de toda la ejecución. A esta altura de su carrera al director invitado le sobran méritos y reconocimiento por doquier; esta demostración de compromiso artístico no hace más que enaltecer y jerarquizar su actuación. La brillantez y afinación de la emisión desde el foso, el ajuste de tiempos y la capacidad de modulación, en algunos pasajes rozando el umbral de lo audible, son logros de los integrantes del ensamble, cualidades ellas de las que el gran director argentino-israelí no es ajeno. Las breves partes corales, en off, fueron encaradas por el Coro Estable local, preparado y dirigido por el maestro Miguel Martínez; como es habitual, sus intervenciones fueron impecables.
En honor a la verdad debo señalar algunas impresiones de índole puramente personal sobre el desempeño de la Staatkapelle: el muy esperado momento de aquel compás en el que se ejecuta el “acorde de Tristán” no resultó lo impactante y brillante que yo esperaba, hecho que no le quita mérito alguno a la interpretación de la orquesta, y que más bien me debería ubicar y enseñar a mí sobre la manera de entender el preludio. Luego de la función recurrí a lo que apunta el eximio director Christian Thielemann en su libro “Una vida con Wagner”, cuando refiriéndose al preludio al acto primero escribe “Un preludio de Tristán fallido puede arruinar toda la velada. Si suena casual, puede surgir el aburrimiento, un aburrimiento que no será fácil corregir en el primer acto; si suena exaltado el director se arriesga a gastar todas sus energías en los primeros diez minutos”.
Al mismo tiempo me sentí alborozado por el color del sonido de las cuerdas durante el preludio al acto tercero; en vivo, la maravillosa acústica del Teatro Colón acariciaba mis oídos con una música aún más emocionante que la que puede escucharse en la mejor de las grabaciones comerciales, reproducida en el mejor de los equipos electrónicos. No obstante hubo algo que sí me decepcionó un poquito: noté que si bien durante los dos primeros actos el balance entre el foso y los cantantes era casi de laboratorio de sonido, escuchándose las voces con claridad aún en los pasajes más intensos, promediando el acto tercero dicho equilibrio se deshizo y la orquesta pareció aumentar sensiblemente sus decibeles, opacando el canto de los protagonistas. Luego de más de tres horas en su “Haber” (o debería decir en el “Debe” de sus resistencias), les resultó problemático atravesar la densa orquestación wagneriana. Una vez más, esta es una opinión particularísima de quien escribe este comentario, y posiblemente sea poco fiel a lo que ocurrió en la sala. Si así fue, expreso mis disculpas.
Isolda estuvo encarnada por la soprano alemana Anja Kampe. Una voz sin tanta punta pero con un hermoso timbre, de típica robustez dramática, con un gran centro y una pronunciación por demás elocuente. Sus desplazamientos, la entrega y la ductilidad ambivalente entre la mujer enojada, traicionada, raptada por el héroe y al mismo tiempo secretamente apasionada por él, antes de la escena del filtro, la colocan como una gran actriz del ambiente lírica. Sepan que no hablo ni entiendo una sola palabra de alemán, pero la intención con la que la Sra. Kampe “dice” algunos pasajes, como durante su diálogo-discusión con Brangania del primer acto, nos exime de comprender la lengua de Goethe para entender el mensaje. Su gestualidad es por demás expresiva y muda de la ira a la serenidad con gran solvencia y musicalidad en ambas caracterizaciones. Se dice que Wagner “creó” esta voz inspirándose en la soprano Wilhelmine Schröder-Devrient a la que escuchó en el rol de la Leonora de Fidelio, quedando maravillado con la fuerza de la interpretación; la soprano dramática wagneriana no es solo potencia y precisión para impostar los sobreagudos, también debe ser capaz de frasear y seducir entre los límites de un amplio centro. Así lo hizo la Sra. Kampe durante los dos primeros actos; en el final del tercero arremetió con la orquesta un tanto descontrolada en volumen (deseo reiterar que este comentario lo hago a partir de una percepción personal) y tal vez ello haya impedido que luciera tanto como lo hizo en el resto de la ópera. Recibió la mayor ovación de la noche entre los cantantes, y se la observó saltando de alegría y agitando los brazos retribuyéndole al público los aplausos, con su actuación sobre el escenario del Colón. ¡Una enorme Isolda!
El tenor alemán Peter Seiffert encaró la parte de Tristán; un auténtico heldentenor que ya nos había ofrecido a este personaje en 2014 durante la anterior visita del maestro Barenboim, aquella vez presentando una selección de la ópera en forma de concierto con la West-Eastern Divan Orquestra. Su voz bien impostada en los agudos, arremetiendo con emisión clara y resonante, se resintió en las notas prolongadas, en las que se lo escuchó inestable, pero siempre con plena potencia y la vitalidad del héroe. No escatimó la utilización de matices en las partes más delicadas del maravilloso dúo de amor, y abundó en expresividad durante el cruel monólogo de casi 40 minutos del acto tercero. Wagner innovó en su tiempo con el tratamiento de esta cuerda exigiéndole condiciones por sobre lo normal en términos de fuerza, empuje y resistencia; recordemos que a pesar de criticar la superficialidad dramática de los tenores italianos el Maestro admiraba profundamente el estilo y línea de canto de los roles de las óperas de Vincenzo Bellini, con sus arias lentas, cadenciosas y de inacabable “fiato”. Tal vez haya sido un Pollione el ancestro del heldentenor, y el Sr. Seiffer proveyó de todo lo necesario para sostener esas frases largas, con tesitura central y particularmente aguda en el acto segundo, y levemente más graves, a veces casi baritonales, durante el tercero, manteniéndolas en puja con el foso. En algún momento del último acto la pieza lo doblegó, y su garganta acusó el fallo, pero su profesionalismo y experiencia le permitieron continuar brindándonos un Tristán más que convincente, a pesar del ya mencionado “escape” del control del volumen emisivo de la orquesta. Sus desplazamientos escénicos parecieron cansinos desde el comienzo, resentidos aún más por su porte voluminoso y la escenografía irregular, y si existió una marcación gestual con algo más de lo que se vio, fue un déficit de la prestación; no debemos olvidar que con excepción de las escaramuzas cuando Marke descubre a la pareja o entre Melot y Kurwenal del final, esta obra ofrece pocas posibilidades para movimientos ampulosos y requiere un encuadre melancólico, de pesadez y con renuncia de la fe a los valores tradicionales, en el que la acción se da en planos interiores. Su interpretación mereció el caluroso saludo del público.
La soprano alemana Angela Denoke interpretó a Brangania. Enmarcada por la cristalinidad de la trama musical su voz parece tener cierta opacidad y redondez, potenciada por su canto muy ligado y de frases flotantes. Por momentos el caudal de su emisión compite de igual a igual con la orquesta, aumentando su presencia escénica. Aparece sumisa y protectora de su señora, brindando un despliegue controlado y muy adecuado a la parte. El papel de Kurwenal estuvo a cargo del barítono Boaz Daniel, nacido en Tel-Aviv. Poseedor de una voz plena de armónicos y excelente volumen, ofreció una actuación suelta, fresca, liberada de las hipocresías que maniatan a los otros personajes. Se movió con soltura por sobre la figura alada y entregó una performance de gran factura.
El experimentado bajo coreano Kwangchul Youn cubrió el rol del rey Marke. Dotado de un timbre gratamente pastoso y de una poderosa emisión, su prestación en el segundo acto de unos veinte minutos ininterrumpidos pareció no extenuarlo. Desde el canto proyectó el dolor interno, la angustia y la tormenta interior que alcanzó al público, convirtiéndolo en un dignísimo exponente de esta parte esencial de la ópera. Su monólogo de Marke fue como escuchar pensar al personaje, manteniendo su noble estampa por fuera pero cayéndose a pedazos por dentro. Su pianissimo y su legatissimo son los grandes generadores del sentimiento de “desprecio-odio-vergüenza ajena” que empieza a desarrollarse en la audiencia para con Tristán y con Isolda.
El tenor argentino Gustavo López Manzitti, que compartió con el Coro Estable la escueta representación local esta producción completamente foránea, cumplió a la par del equipo importado. Firmeza y autoridad en sus participaciones, muy buena impostación, y gran valor dramático a su antipático personaje. Dejó muy bien parada a la escuela lírica de nuestro país.
La función ofrecida por el Teatro Colón de Buenos Aires podría ejemplificar cómo los artistas se comunican con lo más íntimo del plano sensible de los espectadores. Cada uno de los cantantes, en mayor o en menor medida, conectó a la obra del gran compositor con la sala. La Sra. Kampe nos transmitió el burbujeo de odio, impotencia, sentimiento de vejación y desesperación en lo íntimo de Isolda, que choca contra la indiferencia, desatención y crueldad del soberbio Tristán que pintó el Sr. Seiffer en el comienzo. Ese otro personaje perturbado, la Brangania de la Sra. Denoke, suministró un “elixir de amor” (por cierto éste no es como el de Dulcamara, aunque funciona más o menos con el mismo resultado) promoviendo en su ama la permutación de lo que ya era fuego pasional mucho antes del desprecio y sed de venganza que lo velaba por una repentina indolencia por la traición y el adulterio que se va a cometer. El Marke del Sr. Youn nos quebró a través de la pluma inspirada y acusadora de Wagner, revelando que no hay olvido para lo que guarda la memoria emotiva.
No importaron las edades, ni las formaciones académicas o artísticas, ni los gustos particulares de todos los mortales tocados con la varita mágica que pudimos estar presente aquel miércoles. Vivimos una fiesta ¡a todo Wagner! Como pocas veces se dio en el Teatro Colón en las últimas décadas, y el genio del querido maestro Barenboim mucho tuvo que ver en eso.