La pobreza significa estar sometido a privaciones injustas -materiales o simbólicas- que afectan el pleno desarrollo de las capacidades humanas y de integración social. Desde la tradición del Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA), la pobreza es una de las formas más injustas que asume la deuda social. Las persistentes privaciones económicas les impiden a muchas personas el acceso a una vida digna. Según nuestras estadísticas, no menos del 30% de los argentinos están afectados por múltiples dimensiones de pobreza. Sin duda, ellas expresan el fracaso del sistema político-económico para revertir las desigualdades que atraviesan a nuestro sistema social. Dichas privaciones son injustas debido a que son violatorias de normas nacionales e internaciones que una sociedad asume como requisitos de integración y justicia social. En este sentido, el ingreso o gasto monetario de un hogar constituye un aspecto relevante de ese desarrollo, pero no el único, ni necesariamente el más importante a la hora de evaluar el desarrollo social.

Desde esta perspectiva, cabe argumentar sobre la importancia de las privaciones psicosociales -además de las económicas- como temas centrales para evaluar el desarrollo humano. No es de extrañar que distintos modelos que estudian el bienestar incluyan variables como la autopercepción de salud, la salud emocional y la vida afectiva, entre otras, como aspectos subjetivos relevantes. En este sentido, si bien se reconoce que el bienestar económico puede resultar imprescindible para el logro de una buena calidad de vida, este no puede ser un fin en sí mismo, sino un medio para la expansión de las capacidades de desarrollo humano y de integración social.

Si bien el abanico puede ser amplio, la salud es considerada un componente esencial para lograr la autonomía de agencia, generando así cambios positivos tanto en la vida personal como social. Por eso mismo, los problemas de salud físicos y mentales dan cuenta de los poderosos obstáculos que presentan las personas para tomar de decisiones y afrontar sus vidas. El resultado social que deja la acumulación de estos problemas es igualmente nocivo. Las condiciones socioeconómicas son determinantes sobre la salud y el desarrollo del ser humano. Por eso, gozar de un buen estado de salud es un derecho social fundamental de todo ser humano, según señaló la Organización Mundial de la Salud en 2007.

A pesar de importantes avances en las últimas décadas en materia sanitaria, todavía se observan en nuestro país altos niveles de desigualdad e inequidad en la distribución de los procesos de salud y enfermedad, así como también en el acceso a servicios de salud de calidad (ODSA, 2011-2017). En muchos de estos indicadores, durante las últimas dos décadas nuestros vecinos han logrado avances mayores que los nuestros. En este marco, es fundamental continuar poniendo en la agenda pública la imposibilidad de millones de personas de acceder al derecho de gozar de una vida saludable, así como también la determinación que las desigualdades sociales tienen sobre esta injusta situación.

Desde una concepción amplia de la salud, resulta necesario preguntarse tanto sobre el estado de salud corporal como sobre el bienestar psicológico. El ejercicio efectivo del derecho a gozar de una buena salud involucra ambos aspectos. Sin duda, el desarrollo humano depende de los recursos de las personas para actuar con iniciativa, lograr una capacidad de control y alcanzar las metas que les propongan cambios positivos en sus vidas. Por eso, los recursos cognitivos, emocionales y psicológicos son condiciones que permiten alcanzar un óptimo bienestar social. Por lo tanto, en ningún caso parece razonable evaluar la salud de nuestra sociedad sin considerar estas otras dimensiones, así como la influencia que tienen las desigualdades sociodemográficas y socioeconómicas.

Desde un reciente informe elaborado por el ODSA, “La mirada en la persona como eje del desarrollo humano y la integración social”, se hace un detallado análisis acerca de las deudas que, en materia de gozar de una buena salud, sobre todo en sus aspectos emocionales, afectan a nuestra sociedad como consecuencia de desigualdades e inequidades estructurales.

La percepción negativa del estado de salud física evidencia el valor más alto de la última década (15,7%), duplicando los alcanzados en 2010-2011 (7,5%). En materia de malestar psicológico, el indicador alcanza a 21% de la población adulta, registrando un comportamiento relativamente estable, aunque la incidencia de este sufrimiento en el actual contexto es mayor al registrado al inicio de la década (18%). El malestar psicológico da cuenta de síntomas de ansiedad y depresión elevados, poco o nada manejables para quienes los sufren. Toda la estadística disponible hace evidente que se trata de un problema que se agrava y se extiende, al mismo tiempo que crece la pobreza por ingresos o se profundiza la pobreza de otros derechos sociales. En relación con las características individuales, son los adultos mayores los que registran mayor déficit de estado de salud, y especialmente las mujeres quienes tienen mayor propensión a sufrir niveles altos de malestar psicológico.

Por otra parte, la evolución del afrontamiento negativo de los problemas por parte de la población muestra que, aunque con variaciones a lo largo de la década, entre 2 y 3 de cada 10 adultos tiende a generar respuestas agresivas, irracionales o en forma evitativa a los problemas. En paralelo, la creencia de control externo, es decir, el sentimiento de que el mundo externo se impone sobre nuestra capacidad de respuesta, afecta a 1 de cada 4 adultos urbanos. Y como si esto no fuera poco para ilustrar nuestra afectada radiografía social, 2 de cada 10 personas carecen de amigos, vínculos o familiares que puedan brindarles un apoyo social integrador.

Los recursos cognitivos -evaluados a través del afrontamiento negativo, la creencia de control externo y los déficits de proyectos personales- evidencian brechas estructurales persistentes: a mayor pobreza socioeconómica, ocupacional y residencial, mayores y más profundos son estos déficits. En términos generales, se triplican los problemas entre los adultos pobres, con nivel socioeconómico bajo, con una inserción ocupacional marginal y que viven en condiciones de precariedad con respecto a niveles sociales profesionales y con recursos económicos medios altos. De la misma manera, sentirse poco o nada feliz aumenta a medida que desciende el estrato socio-ocupacional, el nivel socio-económico y la condición residencial de la población. Autopercibirse infeliz es cuatro veces más frecuente cuando se sufre de precariedad o marginalidad laboral. De esta manera, el riesgo de los individuos pobres a sentirse poco o nada feliz duplica al de los no pobres.

En este escenario, erradicar la pobreza en la Argentina en todas sus formas implica poner en valor los derechos económicos, sociales, políticos y culturales de la sociedad. Ahora bien, para eso se hace necesario conformar una coalición amplia que marque la importancia del desarrollo humano integral y de la necesaria justicia social asociada. Para lo cual se abre el valor de encarar grandes reformas refundacionales que redefinan responsabilidades, privilegios y obligaciones entre actores y agentes políticos, económicos y sociales. En ese marco, el derecho universal a gozar de salud física y mental, es decir, el derecho a “estar” y a “sentirse” bien, no solo es clave para responder a las demandas actuales, sino también para hacer posible en un futuro próximo una sociedad más integrada, en condiciones de asumir con valentía los desafíos de su transformación. Para todo eso necesitaremos mucho más que un simple programa de estabilización; tampoco es suficiente acordar sobre una serie limitada de temas político-económicos. La persistente ausencia de al menos un debate socio-político y científico-académico amplio entre actores y expertos constituye un claro indicador de que el problema de la pobreza en general y, de la pobreza en salud en particular, es un problema todavía sin agenda real.

Por: Agustín Salvia

Fuente: lanacion.com