Mi padre solía valorar a los hombres por la manera de llevar el paraguas. Pocas veces, entiendo, erraba. Los días de sol caminando por plazas y barrios apartados -tomándome de la mano- le gustaba indicar modos, usos, formas de andar. Me enseñó a observar gente, plazas, edificios, monumentos. Y cómo se debe portar el paraguas.
Fue un niño que se crió en Espenuca, una aldea perdida de Galicia. Trabajó desde los seis años ayudando a su padre, el abuelo Pedro, en las tierras de los señoritos. Desde los doce en una fábrica de vidrios en Avellaneda. Socialistas y anarquistas le enseñaron a leer y a escribir. Con los años trabajó en una empresa de ultramarinos. Más tarde comercializó tejidos, telas importadas, ropa interior femenina a medida. También recorrió como viajante de comercio el sur del país. Viajes de tres o cuatro meses, por los años 30 y 40. Paralelamente comenzó con una lectura intensa de novelistas, poetas y autores españoles. Siempre eligió los clásicos. Luego vinieron novelistas rusos y poetas franceses. Por último llegaron a sus manos escritores argentinos: Sarmiento, Mansilla, Payró. Y, por supuesto, pensadores socialistas del siglo XIX. Don Manuel señalaba a mujeres u hombres – mientras hablaba de su aldea – la manera en la cual debía consustanciarse con el paraguas.
Al entrar a un negocio o establecimiento había que plegar el paraguas. Y sacudirlo a la puerta, sin mojar a nadie. Una vez plegado colocarlo en el paragüero. Al subir a un transporte público – los tranvías lo eran – sacudirlo antes de ingresar. Siempre con el cuidado de no molestar a un tercero.
En la calle levantarlo si la persona que se aproxima era una mujer o de mayor altura. También podíamos ladearlo o bajarlo si era más bajo.
El paraguas cerrado siempre hacia abajo, nunca como un lancero o un alabardero. Ver eso lo enervaba. No se debe abrir un paraguas dentro de la casa o lugar cerrado. Se camina por la derecha, se cede el paso a una persona mayor o a una mujer. Los niños no toman nunca un paraguas. Jamás se apoya en un mueble y mucho menos sobre una cama.
Pero el eje, lo central, lo verdaderamente trascendente para mi padre era cómo se llevaba el paraguas – cerrado y enfundado – al caminar, al estar de pie, al sentarse. El resto eran derivaciones: cómo soy, qué lenguaje interior tengo, cuál es mi idea de la existencia. La clave, no cabe duda, estaba en la conducta interior con el paraguas. Sobre todo cuando no llovía. No era sólo elegancia, buen gusto, civilidad. Era mucho más que eso. Y lo hacía notar.
Estas y otras historias las enlazaba con el pensamiento, lo ideológico o la moral; el amor por los animales, especialmente las aves. Y Cervantes, Galdós, Quevedo. Me llegaban palabras sorprendentes, explicaciones de esos seres demoníacos que iban por la vida. Algunas de sus tesis las evoco con íntima ternura. Me decía con convicción: ese es un energúmeno, aquel un tunante Y continuaba: mentecato, gitano, incivil, zopenco, botarate, primitivo, tardo, cafre, gandul, ramplón, corto de miras, retrógrado, cerril, obcecado, mequetrefe, orate, pelma, palurdo, baturro, catalán con mando…
Disculpe la pregunta: usted, ¿cómo lleva el paraguas?
por Carlos Penelas