Amata nobis quantum amabitu nulla!
Cayo Valerio Catulo
Desde niños escuchamos, nos hablaron, nos contaron cuentos o leyendas, imágenes, poemas, anécdotas, ejemplos del amor. La literatura clásica, la escultura, la pintura, el cine, el teatro, nos presentaban diferentes variantes del amor. Familiares, amigos o vecinos opinaban sin pudor sobre el querer, la infidelidad, el matrimonio o la pasión. Y las religiones, claro. Las religiones con su manto de pecado, castigo y confesión. Víctimas, flagelos, sufrimientos, mártires. Sin entrar en épocas de suicidios por despecho en sus infinitas posibilidades. Trágicas todas. Siempre el amor. No mencionemos, por favor, la palabra romanticismo. No hablemos de las redes sociales. El que escribe éstas líneas trabajó la poesía lírica-amorosa en estudios y artículos. En conferencias. Y escribió poemas de amor. El amor libre, el libertario, el revolucionario, el de entrega total, el social, el imaginario, el sexual, el onírico. Resulta que hace tiempo me pregunto y me cuestiono. Llevo un nombre y un apellido. ¿Soy el mismo de la niñez, el de la adolescencia, el de la madurez, el de la vejez? ¿Qué relación tiene, en muchos aspectos, éste señor con aquel joven o ese caballero de cuarenta años de una fotografía? ¿Qué pensamos de lo fraternal, de lo paternal, de lo ideológico? ¿Cuántos errores o equivocaciones? ¿Cuántos con ese nombre hay en mí, cuántos entienden del pasado o del futuro? El tema, confundido leedor, va desde la pata de conejo hasta la Santísima Trinidad. O, si prefiere, desde el Baño de Pomba Gira hasta Carl Jung.
El psicólogo clínico inglés Frank Tallis (1958) publicó hace unos años un libro que se llama Love Sick (Mal de amor). Propone una tesis provocativa: el amor es una forma de enfermedad mental necesaria. Escribe: “El diagnóstico del mal de amor es considerado legítimo y útil. Y se vuelve a lo que los antiguos médicos decían: pensar fijamente en el amado, tener melancolía, estado de éxtasis, violenta oscilación en el humor. Les decían obsesiones o manías, pero no eran”.
En las primeras páginas manifiesta que ni la medicina ni la psicología tomaron nunca muy en serio al amor: “Como psicólogo clínico, tengo la impresión de encontrar en esto a muchos de mis pacientes y no puede ser definido de otra manera. Se van con diagnósticos oficiales de depresión o disturbios de ansiedad pero que son en realidad la específica experiencia del enamoramiento”. El amor cambia profundamente a la persona, influye en lo que piensa y también en su comportamiento. Vale la pena recordar a Stendhal: “el amor es una flor que crece junto al abismo”.
Más adelante Tallis señala: “El amor es una especie de mecanismo de seguridad a punto con la evolución, para resguardar al ser humano de su propia racionalidad. Debe ser irracional para asegurar la procreación y la prosecución de la especie”.
Los niños nacen vulnerables y débiles. Buscan siempre la atención y mimos de sus padres. A diferencia de otros animales, tenemos un cerebro que puede ir contra los instintos reproductivos, pues si decidiéramos no tener hijos, se acabaría la especie.
También recuerda: “Cuando se tiene sexo, cambia la química del cerebro y nos parece el otro más atractivo. Tanto que produce emoción. Esto aumenta si a la vez se comparten visiones del mundo, que da estímulo intelectual. El sexo libera químicos que distorsionan la percepción, y desde esta perspectiva los infieles sólo son buenos alumnos de la evolución de la especie humana”.
Nos enfrentamos ante los laberintos secretos y públicos, ante las máscaras del amor. ¿Qué representa para nosotros eso que llamamos amor? ¿De quién estuvimos enamorados en verdad? ¿Por qué esa persona y no otra? Da la sensación – desde Platón hasta nuestros días y más atrás – que somos programados para buscar el amor. ¿Es el deseo un pozo sin fondo como pensaba Freud? Hay ideales de belleza, de simetría a lo largo de la historia. El cine de Hollywood es un claro ejemplo. ¿Y los trastornos obsesivos compulsivos impulsados hacia el amor? No tengo respuestas – como en tantas cosas de la vida- sólo preguntas que se abalanzan en caminatas solitarias por las calles de la ciudad. Es cuando evoco a Borges: “Enamorarse es crear una religión cuyo Dios es falible”.
No obstante seguiremos leyendo los poemas de Quevedo, Lope de Vega, Ricardo E. Molinari, Luis Franco, Antonio Machado, Pedro Salinas y tantos otros. Björk, Bola de Nieve, Chopin, Wagner o Piazzolla estarán permanentemente por encima de países, idiomas o culturas. Andréi Tarkovsky, Federico Fellini, Luis Buñuel o Charles Chaplin nos trasmiten un lenguaje universal. Solazarse con el estilo de Nicolino Locche, Ricardo Enrique Bochini o José Raúl Capablanca. Las catedrales de Milán, Santiago de Compostela o la abadía de Westminster regresan en imágenes. Seguiremos viendo Lo que el viento se llevó o emocionarnos con las páginas de El amor en los tiempos de cólera. Romeo y Julieta o Un tranvía llamado deseo nos conmoverán una y otra vez. Gustav Klimt, Sandro Botticelli o Auguste Rodin estarán en nuestros sueños. Y cientos de modelos para el espíritu.
Usted, caro lector, ¿qué piensa del amor?
por Carlos Penelas
Buenos Aires, 14 junio de 2022