Moisés Ostrogorski (1854-1919) fue uno de los primeros, sino el primero, en realizar un análisis sistemático de la organización y funcionamiento de los partidos políticos, una vez producido el fenómeno del ascenso de las masas y la consiguiente universalización del sufragio, hacia fines del siglo XIX.
En su libro “La Democracia y los Partidos Políticos”, aparecido en 1903, describió el funcionamiento de las máquinas electorales en la Gran Bretaña y los EE.UU., detallando características que se han mantenido en el tiempo. Ostrogorski, que se definía a sí mismo como un “pesimista público”, señalaba que la democracia representativa –ya desde la difícil conjunción de ambos términos, “democracia” y “representación”- es más bien un problema que una solución. En el mejor de los casos, una solución problemática. Los partidos políticos, según nuestro autor, necesarios para el funcionamiento de la democracia, tienden a confiscar el poder atribuido teóricamente al cuerpo de la ciudadanía, en beneficio propio. Frente al desencanto de la democracia que recorre nuestro tiempo, y hasta el desencanto de la política en que tal estado de ánimo desemboca, Ostrogorski resulta un autor muy actual, a ciento veinte años de la publicación de su obra.
Hasta aquí lo más conocido del pensamiento pionero de Ostrogorski. Pero hay otro aporte de este autor, que suele olvidarse y que también se encuentra a la hora de ahora. La ciudadanía, para ser tenida en cuenta por la clase política, debe usar el voto como un arma de intimidación contra aquélla. El ciudadano expresa en la democracia la única partícula de “soberanía” que los papeles constitucionales atribuyen, intimidando a los gobernantes por el sufragio. Las libertades políticas son, en el fino fondo, formas de ese poder de intimidación: libertad de opinión, de prensa, de reunión, de asociación y –sobre todo- el voto. Cuando el ciudadano advierte que su voto, más que para elegir a Fulano o Zutano que mañana, desde su banca o despacho se olvidará de él, debe servir para amedrentar a la clase política a fin de que lo tenga por un instante en cuenta, cae en la cuenta que así, y sólo así, está añadiendo un porcentual de poder a su voto.
Las votaciones, ese esconderse periódicamente por un ratito para depositar un sobre en una ranura, sólo expresan un ejercicio realmente democrático, esto es, un momentáneo acto de gobierno “por” el pueblo, cuando funcionan como una máquina de asustar a la dirigencia política autorreferencial y casi incestuosa en sus mutuas relaciones. Muy claro se vio este ejercicio del poder intimidatorio del voto en las últimas PASO. La respuesta del amontonamiento gobernante fue bajar a algunos ministros de la calesita, cambiar a otros de montar un caballito a sentarse en un autito y hacer subir al disco giratorio a algunos veteranos calesiteros que prometen más premios al que atrape la sortija. El “poner platita en el bolsillo” de la gente, aumentar subsidios sociales, hasta insinuar un levantamiento al cepo a la exportación de carnes, declarar vencida la pandemia, un festival de reparto de fondos públicos y de celebrar hasta la inauguración de una copa de leche, son los síntomas del miedo a que el descalabro electoral se repita o se agrave. En noviembre, pues, la intimidación debe hacerse sentir más fuerte. Esto es, adecuarse a la propia lógica del mal gobierno que padecemos, y de la clase política en general, que sólo te tiene en cuenta cuando se asusta. Quien saque una ventaja, aunque mínima, del escalofrío que recorre el espinazo de los gobernantes, debe aprovecharla, desde luego. Pero debe también seguir y acentuar, si cabe, el efecto intimidatorio de su voto en contra. No compra ni alquila mi voto con su reparto de brillosa baratija; al contrario, me confirma en que debo seguir pegándole en la urna para que recuerde que este ciudadano existe.
Podría acabar este suelto con el viejo cuento del emperador y del chico que grita que está desnudo. El grito del chico, en nuestro caso, resulta del urnazo que expide la máquina de asustar y deja en pelo a al dispar elenco gobernante. Pero, desnudo y todo, el del cuento continuaba siendo emperador. Aquí ocurre algo peor: debajo del ropaje del emperador –y la emperatriz- no hay nada, no hay nadie. La perfección del simulacro, que la máquina de asustar pone a la cruda luz.
por Luis María Bandieri